UNA VIDA CONSUETUDINARIA


Quizás sea tarde ya. Hace meses que me di cuenta de ello. Vienen cada día por la noche. Cada noche, sin tregua. Vienen y se lo llevan todo. Me roban lo mío, lo que por ley me pertenece. Ahora estoy muy triste, pero no siempre he sido así... Normalmente soy alegre y clemente en invierno. En verano corro por la playa. En otoño huelo los visillos. Nadie cree que desde que nací duermo en vela… Un día oí un grito, como una música que brotaba de un instrumento al que ellos llaman garganta. Alguien corría. Al fondo, una hoguera. Más al fondo, un mendigo. Era el mes de mayo o junio, qué más da, era primavera. Vinieron hacia mí y los miré con ojos de misterio... Fue inútil. Nunca aprenden... Yo les ladro. Es inútil que todavía, en estas fechas, les empiece a dar pena un mendigo o una rosa, que enciendan una vela en el pasillo, que me prohíban nada, comer carne, por ejemplo; lamer libros, acercarme a la chimenea, querer a todos por igual, ladrar verdades, comprender al enemigo... Es inútil. Muevo la cola. No comprenden. A veces me siento pobre: no llevo zapatos, sino zapatillas, gorra con piojo, bufanda llena de barro, los dedos llenos de heridas, vacío las bolsas con las patas y saco papeles inútiles… Yo les ladro y cada noche se llevan lo que es mío. ¿Quién me quita las ganas de ladrar? Mis amos, por la noche. Por la noche quieren silencio. Las cosas me miran, las cosas me hablan, en las macetas me orino, los hombres son tigres, los niños son viejos, los gatos de ojos naranjas comen musarañas, los gatos que hacen ruido al cerrar los ojos mueren... Yo observo, siempre me fijo en todo, sé muchas cosas: desde siempre los enamorados se cogen de las manos, desde siempre la fruta se coge de un árbol, desde siempre los de uniforme andan raro, desde siempre la hiedra se prende a una pared, y también el ciempiés, y la pintura y las sombras y mi pata al orinar y mi mirada cuando no la comprendo… En el cielo, la luna se divierte; en el suelo, dos orugas van cansadas; en el borde de los ríos nace el musgo; en un pozo hay tres peces condenados; en el sendero más próximo hay cuatro olivos; en un peral hay un nido abandonado; ocho meses tarda en nacer el trigo; nueve días, tan sólo, el escarabajo; diez estrellas cuento en la noche junto al chopo… ¡Qué suerte que al morir el caballo, el látigo se borre de su espalda! Nada dura, nada de nada. Hay un dolor colgando del techo de mi caseta, un guante sin mano, un calcetín sucio de mi amo, un revólver herrumbroso e inservible, un trozo de madera, una perfecta y seca hoja de pino, y un vacío muy vacío, el justo, donde me acomodo y sueño. Cada noche me echo y saco el hocico hacia lo oscuro: veo los gatos recostados en las salientes chimeneas, jugando con las hebras que recogen durante el día. Los gatos y las gatas me miran y yo les ladro. Entonces ellos caminan con sigilo entre las tejas. Desde la ventana me hacen callar. Me chistan. Me gritan en silencio “ssshhh.” Salgo de la caseta y me asomo a la verja. Cuento los postes de luz, tiemblo de frío, me paso la lengua por el pelo. Una vuelta en redondo mirándome la cola y vuelvo a mi caseta de madera sin comprender mucha cosa o quizás todo lo que puedo y me es permitido saber… Hubo una mujer. Una mujer que me acariciaba cada noche al pasar camino de su casa. Yo lamía su mano. Se volvió loca porque tuvo un pez; un árbol en su pecho; le sudaban los ojos; cantaba y daba saltos por la calle; le sangraban los codos… ¿Alguien se ha fijado en el frío que pasan las castañeras, en lo viejas que son casi todas las catedrales, en lo feos que son los niños pobres, en lo mucho que hablan y cobran los ebanistas, en el peligro que corren las mujeres, que gracias a algún lúcido perturbado, siguen la moda de quitarse la matriz? ¿Alguien se ha fijado? ¿No? Pues entonces tengo un no sé sí. Es trágico. Tengo un no sé sí. Pero sí sé que los elefantes emiten ruidos. Ruidos de baja frecuencia que resuenan a largas distancias y pueden ser oídos por otros elefantes. A más de tres kilómetros de distancia. Nadie más oye estos ruidos. Nadie. Yo lo sé. Soy un perro sabio.

Apoyé las patas en el borde de la cerca y miré. Clavé mis garras en la valla de madera. Se detuvieron junto a la puerta entreabierta del jardín. Ladré. Hubo un eco en el silencio de la noche. Me puse a cuatro patas y atravesé el jardín en dirección a la casa. Me senté en el primer escalón y los miré. Me devolvieron la mirada. Luego alargué el cuello hacia la ventana de la casa y husmeé. Nada. Crucé de nuevo el jardín. A la carrera. Golpeé la cerca y la puerta crujió por el impacto. Se alejaron por el sendero a toda prisa con un trotecillo ridículo. Me eché junto a la verja, agitado y con la lengua colgando. Un monstruo de hierro pasó delante de mí... Empezó a amanecer. Alguna que otra luz se encendió detrás de los visillos de la casa. Seguí inmóvil. Vigilaba el sendero. Todo el día iba y venía a la verja... Anocheció de nuevo. Las luces de la casa se apagaron. Silencio absoluto. Estaba a punto de quedarme dormido, pero presentí algo. Allí estaban, al otro lado de la valla. Sus ojos clavados en mí. Me puse rígido. Ladré. Ellos permanecieron en silencio, observándome, planeando algo, gesticulando. Me acerqué a los barrotes de la valla. Ellos retrocedieron. Olfateé la madera. Descubrí su olor hediondo. Se me erizó el pelo. Se alejaron por el sendero hablando, mirando atrás de vez en cuando. Sostuve la mirada. Siguieron alejándose. Ya no pude seguir oyendo lo que hablaban... Seguí toda la noche expectante. Esperando. Nada. Amaneció y al rato salió mi amo. Me preguntó cómo estaba, acariciándome el lomo. Me dijo que últimamente estaba muy nervioso y que antes no era así, que qué me pasaba, que qué era lo que me preocupaba. Gimoteé y lo miré con insistencia. Me dijo que era un buen perro, un poco viejo ya. Me restregué contra su pierna. Me apartó y volvió a entrar en la casa. Estuve todo el día muy triste… Pero llegó la noche. Y en la noche, el momento. De repente supe que estaban allí de nuevo. Ladeé la cabeza y me incorporé de un salto. Corrí hacia la verja. Me alcé sobre las patas traseras y puse las delanteras en la cerca. Un débil sonido llegaba desde la distancia. Pensé en los elefantes. Ladré. El sonido se hizo más fuerte. Ladré de nuevo, nervioso. Miré hacia la casa. Nada. Estaba a oscuras y en silencio. Nada se movió. Volví a ladrar. Entonces percibí el olor hediondo. Temblé de miedo. Ladré. Los ojos de los ladrones brillaban en la oscuridad. Eran diabólicos. Me eché en el suelo y esperé, atento, al menor sonido. Detuvieron la máquina frente a la casa. Pude oír cómo abrían las puertas y saltaban a la calzada. Me aparté. Corrí en círculos por el jardín. Ladré. Apunté el hocico hacia la casa. Se acercaron y empujaron la puerta, que cedió con un crujido seco. Entraron en el patio. Su olor me hizo retroceder. Se acercaron al cubo de metal. Uno de ellos quitó la tapa. El otro me sonrió. Ladré temblando de miedo. Entonces, lenta y silenciosamente, se acercaron a la casa. Ladré. Examinaron las paredes, el estucado, las ventanas. Ladré. Cogieron el cubo metálico y salieron. Lo vaciaron dentro de la máquina. Entraron y lo volvieron a dejar, ya sin nada. Volvieron a salir. Cargué contra la cerca. Uno de ellos agitó los brazos. Retrocedí. Se fueron hasta el día siguiente. Y a la noche siguiente, igual. Y así cada noche. Todas las noches, mientras cuento las estrellas bajo el chopo del jardín.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

...Guauu...

Unknown dijo...

Fijate, señor Straw que es la primera vez que puedo decir que una de tus historias, me ha parecido tierna ... lo digo admirada y sorprendida.

besos.

pon dijo...

Me da miedito......

Anónimo dijo...

Guau, guau...

Yo pasar por aquí me paso, leo con toda atención, que sepas, lo que no sé es como acabaré.

Marga dijo...

Pues mi sensibilidad me ha hecho llorar, así que ya sabes, que no estoy yo para eso.

Es que yo soy muy perruna y mientras leía, presagiaba un triste final, menos mal que el perro sigue vivo (al menos eso espero).

Jolines Straw...

Besitos

(Vamos para j......, encima la verificación de la palabra termina en dog) guau.