LA AMENAZA ANARANJADA



Cero

Y allí estaba: por el sendero, entre los árboles del bosque que daban a la base espacial, creímos ver cómo se arrastraba una forma imprecisa y anaranjada que venía hacia nosotros. Estuvimos largo tiempo escrutando entre la frondosidad, observando cómo lo inerte tomaba vida gracias al viento y a la lluvia; intentando descubrir si era cierto o no lo que en un primer momento creímos ver... Pero no hubo nada más. Nerviosos, corrimos las cortinas para no ver más allá de nuestras moradas. No queríamos ver. Lo desconocido nos daba miedo.

Uno

Una noche, mientras dormíamos, sentimos un peso encima de nosotros, como si algo, no sabíamos qué, nos aplastara contra la cama. Intentábamos despertarnos, nos esforzábamos en abrir los ojos, pero no podíamos; no lo conseguíamos, ni yo, que tengo el sueño ligero, ni el resto.
Algo controlaba nuestras fases del sueño. Notábamos aquella fuerza aplastándonos contra el colchón y nos sentíamos indefensos. Luchábamos por despertarnos, pero era inútil. Finalmente, comenzamos a gritar en sueños y nuestro propio grito nos despertaba. Encendimos las luces y todos pudimos ver un destello naranja. También oímos un murmullo, parecido al siseo de una serpiente. Cada uno de nosotros notó una presencia en su habitación, pero no la podíamos ver, sólo la presentíamos.

A la noche siguiente, volvimos a notar algo extraño. Ya no era un peso que nos aplastase contra el colchón. Ahora, era algo que tiraba de nosotros y que intentaba llevarnos a una especie de inframundo siniestro. Teníamos la sensación de que salíamos de nuestro cuerpo, de que nos despojábamos de nuestra carne y nos dejábamos llevar hacia algo tenebroso. Y, como la noche anterior, no podíamos despertar de aquella pesadilla. Veíamos una sombra naranja y cegadora que emitía un alarido torvo e iracundo.

Y así, varias noches seguidas. Nos sentíamos presas acorraladas debido a aquella sensación amenazadora y primitiva. Algo venía mientras dormíamos. No sabíamos exactamente sus intenciones, pero de una cosa sí que estábamos seguros: aquel ser no iba a dejarnos en paz y seguiría viniendo cada noche hasta conseguir aquello por lo que sólo Dios sabe había venido. Fue entonces cuando decidimos huir en busca de la salvación.

Dos

Hace muchos días que vagamos por el espacio, sin saber exactamente dónde estamos. Aún nos quedan provisiones de sobra para varias semanas, pero la tripulación empieza a agobiarse al no encontrar nada similar a un planeta habitable. De vez en cuando, vemos algún que otro meteorito que pasa cerca de la nave. Al principio de nuestra errada travesía, nos asomamos todos a las escotillas para verlos pasar, a veces, muy cerca de nosotros, pero hasta eso ya ha perdido su emoción y nos parece aburrido... Sentimos que no tenemos nada que hacer, nada de qué hablar... Si no encontramos pronto algo de interés, vamos a volvernos locos. Sabemos que tenemos que tener paciencia, aunque cabe la posibilidad de que nuestra huida sea una misión fallida.

Tres

Un día, cuando ya todas nuestras esperanzas estaban olvidadas, vimos una forma verdosa a lo lejos, a la derecha de la nave. Podría ser un asteroide o un planeta. La tripulación se puso como loca: esperaban poder bajar y estirar las piernas fuera de la nave.

Pasadas unas horas, la nave se poso en un terreno ligeramente abrupto y desconocido. Parecía que hubiéramos llegado a un extraño planeta de arena verde y singular vegetación de color morado y rojizo. Bajamos de la nave ordenadamente. ¿Habíamos, por fin, conseguido salvarnos?

Cuatro

Nos fuimos acercando a un pequeño y misterioso cráter de donde procedía un agudo silbido.  A cada paso que dábamos, el pitido se hacía más fuerte, haciéndose casi insoportable. El cráter era bastante más grande de lo que pensábamos: como una piscina olímpica. Era hondo y oscuro. Teníamos miedo. Nadie decía nada. Temblábamos. Nos mirábamos unos a otros, incrédulos. Sudábamos. El ambiente era muy húmedo. El zumbido era tremendo. Nos asomamos desde uno de los bordes del cráter e intentamos ver algo en la negra profundidad.

Creímos ver algo que se movía en la negrura. Nos pusimos muy nerviosos. Unos decían que sí, que algo se movía. Otros, que no, que era el miedo que sentíamos lo que nos hacía ver cosas inexistentes. Alguien propuso que las mujeres y los niños volvieran a la nave.

De pronto, una de las mujeres gritó que había visto un destello naranja en la profundidad del cráter. Callamos todos. En efecto, todos pudimos ver una pequeña luz naranja que, poco a poco, iba agrandándose. No había duda de que se estaba acercando a nosotros y el pitido se hacía cada vez más agudo.

-Es grande.
-Es enorme.
-Tiene tentáculos.
-No. Son haces de luz naranja, estelas de luz que deja al moverse.
-¿Qué deberíamos hacer?
-Volvamos a la nave.
-Se ha parado.
-Está quieto.
-Volvamos a la nave.
-Nos está observando.
-Está esperando.
-Nos mira.
-Es grande.
-Es la luz que desprende lo que le hace parecer grande.
-Es pequeño.
-Es como nosotros.
-Nos observa.
-Tiene varios ojos.
-Ocho o diez; sí, muchos.
-No, sólo tiene dos, fijaos bien.
-Es viscoso.
-No, lo parece, pero es porque toda su piel brilla y parece mojada.
-Es la humedad del ambiente.
-Parece que gotea.
-No puedo soportar el zumbido, es inaguantable.
-A lo mejor el monstruo no es el culpable del silbido.
-Es la presión atmosférica.
-Sí, tened en cuenta que estamos en un planeta desconocido.
-Avanza otra vez hacia nosotros.
-Se acerca.                                                                 
-¿Deberíamos enfrentarnos a él?
-A lo mejor no nos quiere hacer nada.
-Hemos invadido su territorio.
-Nos quiere matar.
-¡Mirad!
-¡Hay más!
-Yo no veo nada.
-Sí, en el fondo, abajo. Hay más luces naranjas.
-Sí.
-Hay cientos.
-Miles.
-Nosotros también somos miles.
-Se acercan.
-Vienen por nosotros.
-Volvamos a la nave.
-¡Corred! ¡Corred!
-¡Corred hacia la nave!

Cinco

Sabíamos muy bien que nos estábamos alejando. No estábamos seguros de qué, pero definitivamente nos sentíamos al margen. No era tiempo de retomar el camino, sino de perderse en la luna o recostarse en una piedra sin brillo, de adentrarse por un sendero oscuro repleto de aullidos. No había excusas: nuestra imagen reflejada en los espejos de la nave era tan verdadera como el egoísmo o los placeres mundanos. ¿Somos quienes decimos ser? Nuestra imagen nos molestaba. Nos veíamos abatidos. Nuestros ojos no brillaban como antes. Nuestro pelo era más claro, más infantil. Y nuestra voz sólo hubiera podido cantar alguna que otra canción cansada. No estábamos seguros de querer ser lo que éramos. Por eso huíamos. ¿Cuándo preferimos ser cuerpos sin corazón, con alma de cristal, que pasan por el tiempo sin dejar huella alguna? ¿Desde cuándo éramos así, unos locos soñadores de hielo? No nos pertenecíamos.

Curiosamente, nos sentíamos valientes. Nos jurábamos y nos prometíamos que nunca más íbamos a mentir. Aquellos seres anaranjados eran los cobardes, los que nos odiaban, e incluso, se les perdonó el dolor que nos causaban. Éramos nuestro propio Dios y nos bendecíamos a nosotros mismos con mentiras piadosas. Nuestros corazones no tenían descanso. Intentábamos huir de nosotros mismos, pero todo esfuerzo era en vano. Mientras vagábamos por el espacio recordábamos amores que nos golpearon y nos derribaban sobre la nieve cegadora, dejándonos el corazón herido y los ojos agotados por el dolor de tanto llanto. Aquellos días de sueño arrebatador, de anhelo desasosegante de paz, de visiones fugaces del rostro amado, de penosas horas de sueño y muerte, quedaban atrás; y con el paso lento del tiempo, encontramos el dulce e inesperado consuelo en las sombras y el aliento de bólidos y meteoritos, de cometas y estrellas milenarias que quizás ni siquiera ya existían.
El miedo a las luces naranjas no disminuía. Queríamos descansar, dormir, y abrir los ojos en un sordo despertar en nuestras cámaras hiperbáricas.

No queríamos que nuestras vidas transcurrieran a ciegas, llenas de desperdicios y penas. Queríamos despertar y recordar los besos antiguos; incluso el frío dolor que crece ante la poderosa dicha de ojos somnolientos y manos perdidas. Pero sólo recordábamos todo aquel remordimiento por los escasos que fueron nuestros besos. Ahora, observábamos por las escotillas planetas que nos recordaban labios marchitos, trémulos por la inquietud de saberse olvidados. Llorábamos por amores muertos sin saber que el amor rara vez es verdadero. Extrañamente, de vez en cuando,  se nos dibujaba en los labios una sonrisa, que permanecía anclada durante varios minutos en nuestros pálidos rostros descarnados: exhalábamos palabras en suspiros de vientos invernales... A través del silencio sideral, nos sentíamos como flores abiertas que revelan el corazón que no tienen. Éramos animales heridos, como si saliéramos de nuestros cadáveres para buscarnos a nosotros mismos. Y, a veces, nos encontrábamos. Nos veíamos y nos reconocíamos como seres anaranjados. Entonces, cerrábamos los ojos y seguíamos soñando con ser lo que no éramos. Los asteroides nos susurraban los días perdidos, los que no vuelven o vuelven diferentes. Cerrábamos los ojos ante el miedo de no saber quiénes éramos. Apartábamos de nuestra mente el recuerdo de aquellas luces naranjas. Volvíamos a cerrar los ojos y soñábamos con grandes olmos que se alzaban solemnes en la hierba, combados sobre el oculto mundo de nuestros pensamientos... Éramos espectros deslizándose por los interminables pasillos de la nave, negando las formas de la alegría y la razón. Nuestros rostros ocultaban lo que nadie hasta ahora ha podido adivinar. Huíamos.
Infinito
Y cuando nadie se lo esperaba, volvió. O volvieron, si es que hubiera más de uno. Toda la tripulación se sintió amenazada de nuevo. Igual que un rayo silencioso aprisiona la luz en un momento,  fuimos capturados en el plomo anaranjado de nuestra propia soledad. Quedó de nosotros lo secreto: nuestro secreto bajo tierra sepultado, pintada nuestra figura donde apenas la luz penetra y el susurro de las voces llega apagado. Nuestros rostros ausentes y, sin embargo, impresos como lluvia de otro tiempo... Podíamos oír los anaranjados pasos detrás de nosotros (como pompas de jabón explotando).
¿De qué nos servía huir? Aquellos seres nos perseguirían allá donde fuéramos.
Desde entonces, permanecemos expectantes, vigilando. Nos miramos unos a otros al cruzarnos en los pasillos comunes de la nave y nos creemos enemigos. Desconfiamos. Pensamos que el otro es ya un ser naranja y que cualquier día nos atacará para llevarse nuestra alma. Cuando hay lluvia de meteoritos, nos encerramos en nuestros habitáculos y rezamos a un Dios inexistente.
Ni siquiera queremos volver a nuestra tierra, pues allá donde vayamos, nos encontraremos con nosotros mismos y con nuestros miedos. No hay nada que hacer, cada día que pasa, nuestros cuerpos son más anaranjados.
En una mota de noche sumergida, nos hemos quedado dormidos. Nuestro llanto ha ido brotando mansamente de nuestros ojos, pues, sin pretenderlo, nos hallamos en el mismo punto donde los destellos naranjas habitan. Nos cogemos de la mano y reptamos por los corredores de la nave, mientras observamos, horrorizados, nuestros rostros de color anaranjado, reflejados en los cristales de los meteoritos que, amenazantes, rozan los laterales de la nave. Y nuestros sueños de salvación se diluyen hasta perderse y acatamos que nuestra huida es una huida sin fin.


  
CONSANGUINEO: El lado animal o el secreto de los niños naranja