NUNCA TE SIENTAS CULPABLE ANTE LA IMPOSIBILIDAD ENTRÓPICA DE LA LOCURA


Tengo un cuchillo en las manos… Estoy tan triste... Los oigo hablar todas las noches. Y no debería oírlos, pues están muertos. Ellos están vivos en el mismo sentido en que un naipe está vivo. Están paralizados. No pueden moverse. O no quieren moverse... Se quejan. Sus lágrimas están atascadas en sus ojos. Sus gargantas están llenas de piedras secas. Pero esto no es lo que cuenta. Lo que cuenta, esencialmente, es la locura que poco a poco invade el alma; eso, y el sonido sordo de las larvas corroyendo la madera de los marcos que circundan sus cuerpos inmóviles, los gusanos arrastrándose por el interior, comiéndose la poca vida que subyace, rectangular, en las vetas del roble y la caoba de los marcos tallados de los dos espejos que cuelgan en el salón… Y llega la noche. Cada día, la noche se espesa, maligna, y el aire se llena de locura. Y todas, todas las noches, sus imágenes reflejadas lloran su propia muerte. Parecen silenciosos, pero hablan en susurros, como si tuviesen miedo. Y quizás lo tienen. Como yo. Sus palabras fluyen en la oscuridad de la noche. Sobre los remolinos de maldad que giran en la casa, nutren su dolor en conversaciones vacuas. Sus palabras, livianas, como sonidos hechos con plumas, conmueven las rancias paredes. Los oigo hablar y están muertos.

-Debe ser verano -dice él desde uno de los espejos.

-¿Por qué? –pregunta ella desde el otro.

-¿No oyes cómo estallan los higos…? Están llenos de vida y, de pronto, llega la muerte y los revienta.

-Como a nosotros.

-Sí, como a nosotros…

El amanecer tapona sus gargantas, que permanecen calladas hasta que vuelve, otra vez, la noche. Pues sus voces sólo pueden oírse entre el reptar de las criaturas nocturnas. Y es por eso por lo que creo que muchos espíritus gritan en la noche, tras la agonía de tragarse sus propias palabras durante el día. En las oscuras noches vomitan desesperadamente los pensamientos detenidos y coagulados durante el lento pasar del Sol en el cielo. Con o sin Luna, con estrellas o sin ellas, liberan sus tormentos, en el rumor silencioso de las tinieblas… Y los oigo hablar cada noche a pesar de que están muertos.

-El moho nos corroe...

-Corroe el cristal.

-Yo ya no tengo ojos.

-¡No quiero, no quiero!

-Primero era un picorcillo, pero ahora me duele.

-No es más que el moho que carcome tu ojo.

-¡No quiero!

-No pasa nada; ya estamos muertos.

-Si estamos muertos, ¿por qué vemos? ¿Por qué oímos? Y lo que es peor, ¿por qué sentimos?

Y se callan, mientras el moho avanza por el cristal, extendiéndose, creando vida en la muerte de sus retratos reflejados, en un ciclo inevitable de terrible hermosura… Y vuelve el amanecer... Y vuelve la noche y los oigo hablar.

¡Qué tristeza! Como un enorme telar de miedo, el moho teje, inexorable, el paso del tiempo, hasta que un día sus imágenes desaparecerán para siempre bajo el manto verdoso. Decido cerrar las persianas para que puedan seguir hablando en la oscuridad…

***

A veces veo al hombre triste reflejado en la hoja del cuchillo. Me persigue, me lo encuentro en todas partes, siempre me está mirando. No sé por qué me odia ni por qué quiere hacerme daño ni quien es ni qué es lo que le he hecho. Pero no puede entrar en casa, las persianas están bajadas, aquí no puede verme; por eso siempre estoy en casa, aquí no puede hacerme nada. El hombre triste me espera fuera, de día, de noche nunca se aleja... A veces miro entre las rendijas de las persianas bajadas y no lo veo, pero sé que está ahí. Alguna vez salgo con mucho cuidado y sin hacer ruido. Ya nadie trae comida y tengo que salir yo. Ella ya no está. Quizás ha sido ella la que ha enviado al hombre triste; le hice daño y ella se fue. Pero eso no le basta, quiere que sufra. Quiere que yo sufra mucho. Por eso está él ahí afuera, esperándome. Por eso me persigue y no me deja en paz. A veces lo veo reflejado en la hoja del cuchillo. Pero en casa no puede entrar. Las luces están apagadas; todo está oscuro. No puede entrar. Estoy a salvo del hombre triste. Él quiere que muera. Ella es la culpable. Ella es la razón... Sólo él sabe que yo la maté; nadie más lo sabe, sólo él y por eso me persigue... También el otro está muerto... Pero eso no le importa al hombre triste. Quizás debería decírselo, hablarle del otro. Debería decirle: estáis enterrados juntos, los dos en el jardín, uno encima de otro, tal y como os encontré. Tendría que contárselo al hombre triste, pero me da miedo oír su voz... Él sólo desea mi muerte, sólo piensa en eso... Pero en casa no puede entrar. No puede. Las ventanas y las puertas están cerradas, las persianas están bajadas; todo está a oscuras, las luces están apagadas. Nunca hablo para no hacer ruido. No quiero que él me oiga. ¿Estará siempre vigilándome? Quizás se aburra y se vaya algún día. No hablo, permanezco callado. Sólo hablo cuando las otras voces se confunden con la mía. Son voces horribles... El hombre triste está fuera esperándome. Ya no lo puedo aguantar más. Ya no puedo. Estoy harto de verlo reflejado en la hoja del cuchillo. Pero en casa no puede entrar. En la casa no hay espejos porque todo está oscuro. No hay nada, sólo oscuridad. Mis manos aprietan el cuchillo con fuerza. En la casa no hay espejos, no pueden verme... En la oscuridad no hay espejos, no hay nada…

***

Oigo un quejido que interrumpe mi sueño en medio de la noche. Al abrir los ojos no veo nada. Sé que la puerta de la habitación está abierta. Y sé que el murmullo que me ha despertado proviene del largo pasillo oculto en la penumbra. Me incorporo de la cama intentando que los muelles del colchón no hagan el menor ruido, cojo el cuchillo que tengo bajo la almohada y ando a tientas entre la sombras de la noche. Cauto y sigiloso, me dispongo a recorrer el pasillo intentando discernir en la negrura cualquier sombra agazapada, algún ente suspicaz que haya decidido que afloren mis más ocultos temores nocturnos. Pero, con férrea voluntad, avanzo con paso firme y lento, sin encender la luz, para no demostrar que en el fondo sí que siento el frío aguijón del miedo atravesando mi espalda.

Curiosamente, el sonido no cesa, lo que pone en evidencia que no ha sido fruto de mi imaginación. Se vuelve más audible a medida que recorro los escasos metros que me separan de la última puerta del pasillo, la que da al salón. Quizás la última puerta que haya de atravesar en la vida. Temeroso, me detengo. Escruto la oscuridad con las manos. Nada. Intento descifrar la procedencia de la voz, su situación exacta, sea de este mundo o de los abismos tenebrosos que se extienden más allá del orbe de los vivos. Comienzo a andar de nuevo, lentamente. De pronto, dos fuertes golpes, secos y atronadores, hacen que me detenga. El miedo deja escapar un pequeño alarido de mi garganta, que evidencia mi debilidad a oídos de la criatura que se oculta tras la última puerta, en el salón frente al cual ahora me encuentro. Estoy sudando. Todo mi cuerpo tiembla. Una mano agarra el pomo de la puerta, la otra empuña el cuchillo. Espero... Espero y no pasa nada. Ahora hay un silencio sepulcral. Pienso que lo que fuese que estuviera tras la puerta del salón, quizás haya decidido abandonar y haya vuelto a su mundo de tinieblas... Pero no me fío y grito:

-¡No te ocultes tras el silencio! ¡Sé que estás ahí! Sé que esperas que regrese a la cama para arrebatarme el alma. ¡Sal! ¡Muéstrate! –le reto.

-Entra tú -replica tras la puerta lo que quiera que sea, con voz quebrada y aguda, más animal que humana, más muerta que viva.

-Eres tú quien te has presentado en mitad de la noche. ¡Sal!

-Entra tú -repite, el ente, el monstruo, o lo que sea, sin alterar un ápice su tono de ultratumba.

-¡No me retes! ¿Quieres matarme? ¡Si tanto anhelas acabar con mi vida, demuestra tu osadía! ¡Enfréntate conmigo! ¡Sal de una vez! -incito a la criatura, alentado por mi instinto de supervivencia, aunque retrocedo unos pasos en el pasillo.

-Entra tú -reitera una vez más, intentando poner a prueba mi cordura.

Recorro de nuevo los últimos pasos que me separan de la puerta y decidido enfrentarme a la maligna presencia con la improvisada arma.

-¡Por última vez! ¡Te lo ordeno! ¡Sal!

-Entra tú -insiste de nuevo, contumaz, la fascinadora voz.

Sin siquiera detenerme un segundo, me armo de valor, determinado a mostrar mi oposición a abandonar la vida sin al menos plantar cara a quien quiera que sea. Rápidamente, abro la puerta y me adentro en la tenebrosidad dando cuchilladas al aire.

***

Decido abrir las persianas. Ya no quiero más oscuridad. No quiero oír más voces en la sombra. La luz inunda el espacio. Entonces los veo. Vuelven a aparecer los dos espejos del salón, uno al lado del otro, como si nada hubiera pasado durante todos estos meses. ¿Realmente ha pasado algo? Sigo estando triste. Me siento en uno de los sillones y, derrotado, dejo caer de mis manos el cuchillo, que cae al suelo con un sonido sordo, simple. Alzo la vista hacia los dos espejos y observo parte del jardín de casa reflejado a través de la ventana, no ellos, que pareciera que nunca hubieran existido. El trozo de cielo que distingo en el espejo no es azul, sino de un color leonado, inusual y, extrañamente, no observo ningún ave que lo cruce. En el lado derecho de uno de los espejos veo parte de los setos que circundan y ocultan la piscina, y detrás, un fragmento de la parte superior de la verja de madera gastada que rodea todo el perímetro de la casa. En el espejo de la derecha, veo parte de los viejos rosales que ella cuidaba con tanto esmero y cariño y que, a pesar de estar en plena primavera, están sin una flor. Tampoco hay flores en los macizos de lilas y margaritas de detrás, ni en las copas de los árboles frutales diseminados por el jardín y que puedo ver reflejados. No hay ni una pizca de viento, todo está quieto, estático, muerto. Paso la vista al otro espejo y me parece ver a alguien que camina a lo lejos por el sendero que conduce hasta mi casa. No me parece humano y no recordaba haberlo visto antes. Desde la oculta piscina llega a mis oídos un siniestro chapoteo. Fijo la vista sobre los setos esperando ver qué o quién puede aparecer. Me parece ver que se alza un tentáculo, como el de un pulpo gigante, pero quizás me he dejado llevar por la imaginación del momento e intento sonreír pensando en Lovecraft y sus monstruos marinos. De pronto, oigo algo parecido a una sirena y después un fuerte ruido metálico. Espero sentado alternado la vista de un espejo a otro. No ocurre nada. Miro hacia el lejano sendero y ya no hay nadie; pienso que quizás nunca lo hubo. Dirijo la mirada hacia los setos, pues me parece haber visto movimiento, pero los setos están inmóviles. Una sirena, más aguda que la de antes, vuelve a sonar, y a los dos segundos, otro fuerte ruido metálico. No he despegado la vista de los setos, y ahora sí, estoy seguro de ver un largo brazo que se alza y vuelve a caer en el agua de la piscina. Cierro los ojos. ¿Qué ha pasado mientras he estado encerrado en la oscuridad durante estos meses? De pronto me acuerdo de ellos, uno encima de otro, bajo las sábanas de la cama, bajo la tierra del jardín… No recuerdo haber visto el montículo de tierra bajo el cual están enterrados. Abro los ojos. El sonido extraño y penetrante de una sirena se oye de nuevo, y después, como si una gran placa metálica cayera en un suelo de cemento provocando un atronador eco metálico. No veo el montículo de arena bajo el cual están enterrados… Miro hacia la piscina escondida tras los setos. No veo nada. Miro el espejo de la izquierda, después el de la derecha. Ahora caigo: el montículo queda oculto entre los dos espejos; la separación entre uno y otro no me deja verlo, sólo veo un trozo de pared rectangular que divide el jardín en dos… Oigo un rumor de tierra moviéndose. Miro de un espejo a otro. Llego a ver de nuevo un gran tentáculo sobre los setos. Me incorporo del sillón y cambia la perspectiva del jardín. Aterrorizado, observo el reflejo de la tierra removida y de una mano que intenta agarrarse en el alféizar. Oigo una voz tras de mí.

-¡Entra tú! –me grita.

Corro hacia la ventana y cierro la persiana. La penumbra toma la casa de nuevo. Sé que ellos vuelven a estar entre el moho de los espejos porque oigo sus voces.

-Ya debe de ser verano.

-¿Por qué lo sabes?

-¿No oyes cómo estallan los higos?

Me arrastro por el suelo, tanteándolo con las manos buscando el cuchillo… Lo encuentro… Miro la hoja del cuchillo y vuelvo a ver los ojos del hombre triste… No debo bajar la guardia. Habré de estar siempre dispuesto a luchar contra todo aquello que quiera secuestrar la libertad de mi cuerpo o de mi espíritu. No quiero que mi corazón quede congelado.