LAS COLUMNAS, OTRA VEZ

Nadie ve sólo lo que tiene delante. Como se descuide, el tipo ya se fue con la palabra en la boca, o la manzana ya voló, o la puerta dejó de batir si ya no hay corriente de aire que la mueva. Incluso a Don Supuesto se le desbarataron las ideas cuando supo que nunca más la vería... Fue de un día para otro, sin aviso ni colchón, que Doña Quintaesencia desapareció sin dejar rastro que la delatara.

Nadie tiene la más mínima confianza, más allá de los ojos que le dictan el abecedario de lo que se ve. Don Supuesto no echó ni una lágrima, de esas que suelen salir de los ojos como pavesas. Simplemente quedó como quedó: sólo él lo sabe, supo, y vayan a saber ustedes si algún día nos lo contará.

Y nada más. Nada.

No puede volver atrás ni urdir proyectos que no perezcan al poco rato. Si algo o alguien, a la fuerza, se impone unos instantes en su memoria, lo más común es que se quede fuera de ella, sin cruzarla, o pase a lo sumo al saloncito contiguo al recibidor, y allí se siente para hacer la reglamentaria visita. Luego, se marcha. Nadie, por instinto, borra las huellas (alisa, por ejemplo, la tela del sofá) y atestigua en el aire cómo flotan y se diluyen las últimas palabras. Suponemos que, de vez en cuando, Doña Quintaesencia aparecerá por algún rincón de la memoria de su marido catatónico… Llegará con una sonrisa avergonzada y no abrirá la  boca a no ser que se le pregunte. Entonces, llorará un poco, no mucho, y posiblemente le entrará un hipo fino. El justo para disculparse y entrar en la cocina suspirando, y preguntar a Don Supuesto si quiere café, aún sabiendo que la respuesta será afirmativa.

Alguien, un día, después de un largo viaje, tuvo la extraña sensación de que algo realmente había pasado; tuvo curiosidad por saber qué y, pensando, pensando, sus pasos lo encaminaron al gran edificio de Recuerdos Perdidos... No habría reproches por parte de Don Supuesto, aunque muchas veces, cuando retomaba el álbum de fotos, se le aguaban los ojos y algún que otro pensamiento rencoroso le recorría el entendimiento... Allí vio estancias abarrotadas de plumas, memorias, billeteros. ¿Quién ha dicho que no se muere de pena? Los objetos se alineaban bajo las vitrinas, provistos de etiquetas, con su fecha y lugar, a modo de lápidas. El empleado se lo quedó mirando interrogativamente: « ¿Qué lo trae por aquí? » Nada en particular, pensó el otro. (Don Supuesto fue siempre un mentiroso.)

Exactamente. Don Supuesto había dado el paso definitivo. De manera prematura llegó adonde ustedes piensan. Físicamente se quedó solo, sobre la cama que tantas veces había compartido. Bocabajo. Como sólo los muertos saben hacer.

¿Quién sería capaz de describir las particularidades de su propio paraguas? Para él, todo encerraba vagas reminiscencias, pero no podía decidir con exactitud qué cosas eran realmente suyas. Doña Quintaesencia ya no era suya. Por eso tuvo que buscarla. A las personas queridas siempre hay que buscarlas. Pero una vez que Don Supuesto llegó al sitió exacto, se olvidó qué era lo que había ido a buscar… Y se quedó pensando con la mano en la mejilla, como un auténtico pensador inexperto.

Las estrellas son de todos, un deseo, un sello, un abrir y cerrar de ojos, y las pequeñas maldades… Balbuceó unas frases de excusa y la ciudad, entonces, se le borró poco a poco:

Copo a copo, se le fueron los recuerdos, uno tras otro, suavemente, poco a poco, elevándose…

Se vio a sí mismo. Qué tristeza. Cuánta miseria. Allí ni siquiera podía gritar. Estaba prohibido; sus calles, sus gentes, sus mercados. Todo quedó sumido en una lejana y ajena semioscuridad. Luego, se marchó. Cualquiera, al verlo marchar tranquilo y felizmente, hubiera dicho que iba como avanzando por una tierra de nadie, entre aquellas columnas del fondo del jardín. Las tierras de nadie son extrañas.

Dejando de lado a Don Supuesto, que vayan ustedes a saber hasta dónde habrá llegado, sepan que a los vivos nos gustan los lugares desiertos. Residir en lo más inhóspito e, incluso, inhabitable…

Recojamos a Doña Quintaesencia: se pasó los años enteros escondida: dentro de un despertador, en el jarrón de la entrada, muchas veces, en los cajones, otras tantas, bajo la alfombra: qué bucles tuvo que hacer para meterse en el costurero: su sitio preferido para llorar: porque lloraba mucho: mucha más pena tenía: lo insólito es que no sabía por qué: pero se acordó de cuando ella era pequeña: muy pequeña: más pequeña todavía: allí estaba: allí: en su casa: sí, en su casa, y Don Supuesto, en el jardín de al lado de su casa: entre las columnas de mármol rosa.

SENSO / 12


A los siete días, Elea ya no era la misma. Si le soltaba la mano volaba confundiéndose con el vuelo de los misiles scout de los enemigos. Cada vez era peor y yo no sabía qué hacer para retenerla. Muchas noches salía descalza y gritaba que quería volar, que los pies le quemaban. Efectivamente, los pies de Elea ardían y como el Wendigo se elevaba en el aire con sus pies de fuego bajo la noche iluminada por las explosiones. A cada detonación su cuerpo se evidenciaba en el aire, como una diva crepuscular de pies encendidos, mientras yo lloraba amargamente.

SENSO / 11

Un día Elea comenzó a caminar como lo hacen los flamencos y al poco tiempo empezó a levitar.  Se agarraba fuertemente de mi brazo y el peso de mi cuerpo la retenía en tierra firme, como un ancla.

SENSO / 10


Tobías abrió la felicitación de cumpleaños y nuestras vidas empezaron a quebrarse. Fue el principio del fin: Elea empezó a evadirse tras la muerte de nuestro querido hijo.

SENSO / 9

-Me parece rarísimo.
-¿El qué?
-Cómo mueven las manos.
-¿Cómo las mueven?
-Como si hiciesen madejas en el aire.
-Imaginaciones tuyas.
-No, fíjate bien.

SENSO / 8

Tenía la esperanza de enderezar nuestras vidas. ¿Hubiera sido posible de no ser porque fuimos a parar al lugar equivocado?

SENSO / 7

Estábamos exhaustos. Tras varias semanas transitando por diferentes pueblos decidimos quedarnos en aquél, una pequeña y aislada aldea oculta en las montañas de la que nunca habíamos oído hablar. Apenas tenía una centena de habitantes: tres o cuatro niños horribles y muchos viejitos que pasaban la mayor parte del tiempo tomando el sol sentados en las puertas de sus deterioradas casas o en los bancos de la plaza mayor. Agotados, decidimos no seguir más.