VIAJE A CRETA



Uno

Fue todo muy rápido. Ocurrió así: como cuando nos giramos y de pronto vemos fugazmente a alguien que se abalanza contra nosotros y cerramos los ojos, igual que la luz que se queda grabada bajo los párpados por el Sol que nos ha deslumbrado un momento antes... A Milto le pareció ver algo extraño: paseaba por una calle imprecisa y unos metros más adelante, un hombre y una mujer parecían abrazarse; pero en realidad, él le clavaba a ella un puñal en el costado. Nadie más de los que por allí pasaban parecía percatarse del crimen. Un repentino e inexplicable impulso lo empujó hacia la pareja para intentar separarlos. Al llegar a ellos, se encontró consigo mismo asiendo el puñal con una mano y, con la otra, apretando contra su cuerpo a la mujer, que a su vez le rodeaba el cuello con sus brazos. Solos ella y él, nadie más.
Despertó extremadamente ansioso, con la respiración entrecortada. Buscó a su lado en la cama, y la huella fría impresa en la sábana de lo que debería haber sido su mujer, le llevó al desasosiego y gritó.
-¡Irene!
Ella no estaba. Miró alrededor de la habitación desconocida: nada, sólo la televisión encendida con el volumen muy bajo, casi imperceptible: “Algún día serás más hermosa que yo”, mentía la madre en la imagen de la pantalla, mientras sostenía el cuerpo enjuto de la hija que jamás atinaría a enderezarse. De pronto, recordó: estaba en la habitación 457 de un hotel de Creta.
-¡Irene!
Silencio.
Milto se levantó de la cama y se acercó a la puerta entreabierta del cuarto de baño. Observó a su mujer, que estaba de pie, lánguida, frente al espejo. Tuvo la impresión de que era la primera vez que la veía. ¿Realmente era su mujer? La miró con un gesto de extrañeza. Le pareció diferente, pero quizás, quién lo sabe, era él quien había cambiado. Tras una duda momentánea, entró y le preguntó:
-¿Eres tú quien ha cambiado o he sido yo?
-Este viaje es absurdo.
-Te quiero tanto...
Ella no dijo nada; siguió de espaldas a él: ni siquiera una mirada...
-No puedes imaginar cuánto.
Ella no se movió.
-Irene…
Ella permaneció inmóvil.
-Es verdad, eres incapaz de imaginarte cuánto.
Silencio.
La abrazó desde atrás por la cintura y ella no opuso resistencia, pero segundos después, Irene le cogió las manos y empujó de ellas hacia abajo.
-Ya no puedo más -dijo ella, mirándolo a los ojos a través del espejo.

Dos
         
Irene tomó la punta del ovillo y la anudó en un pequeño arbusto, el único que se encontraba en el portal del laberinto, y comenzó a desmadejarlo mientras proyectaba la luz de la linterna hacia varios corredores y cámaras que nacían hacia distintas direcciones. La primera impresión que tuvo fue que, a primera vista, el aspecto de la caverna parecía artificial, pero lo más probable es que fuese completamente natural. Le parecía una cantera en la que a ambos lados hubieran sido apiladas las piedras caídas, formando así grandes o pequeños pasillos que conducían al cada vez más oscuro interior. De los siete corredores, optó por el más grande y comenzó a internarse como un moderno Theseo, ovillo en mano, y no sin cierto reparo, aunque su curiosidad la impulsaba hacia la penumbra que iba proyectando su linterna. Los ojos de Irene se maravillaban ante la visión de fantásticos lienzos de piedra. Nunca pensó que las rocas pudieran tener aquellos colores. También pensó en Milto: le diría que no lo quería, que hacía tiempo que había dejado de amarlo y que no necesitaba a alguien con quien no pudiera compartir cualquier deseo que ella tuviera… Fue entonces cuando se le acabó el primer ovillo y sintió un escalofrío. Nerviosa, sacó otro, anudó los dos extremos y siguió caminando...

Tres

Casi cuarenta de fiebre. No recordaba nada. Se sintió indefenso, y el miedo hizo que su razón fuese confusa. Quizás por eso lo primero que se le ocurrió a Milto fue preguntar a los desconocidos que paseaban por la habitación si le conocían... Todo fueron asombradas negativas...
Se encaminó a un gran edificio (él no sabía que estaba en la habitación), suponiendo que quizás allí encontraría respuestas. En cuanto atravesó la puerta de entrada creyó que la memoria volvía a él... Recordó un nombre: Irene. Sintió verdadero pánico y desconcierto. ¿Al salir padecería otra vez amnesia? Y si era así, ¿sabría volver a entrar en el edificio para recuperar los recuerdos? Salió y volvió a entrar. La memoria iba y venía, o al menos él lo creía así... Abrió una de las puertas de uno de los inmensos pasillos de aquel extraño edificio. En la estancia, parecida a un salón de actos, no había nadie. Cerró la puerta tras de sí y permaneció de pie sin saber qué hacer. Volvió a recordar el nombre de Irene. Sintió que tenía que salir de allí lo más pronto posible. Intentó girar el picaporte, pero no pudo. Empujó la puerta con impaciencia, pero no logró abrirla. Golpeó, ya fuera de sí, la madera maciza, y por fin, del otro lado, creyó oír que le decían:
-Nadie puede abrirte. Todos estamos atrapados. Tú ahí y nosotros del otro lado.
Milto cayó de la cama al suelo, empapado en sudor. Lloró y quedó dormido, mientras se preguntaba quién era él.

Cuatro

Tras varios minutos, en los que Irene no dejó de andar, el techo fue disminuyendo de altura, hasta que le fue imposible seguir. Supuso que había escogido el corredor incorrecto y comenzó a desandar lo andado, mientras iba recogiendo el hilo y engrosando de nuevo el ovillo. A medio camino de su vuelta vio un túnel que no recordaba haber visto antes y decidió introducirse en él. Lentamente, con pasos ahora más indecisos y la mirada más alerta que antes, Irene caminaba de bóveda en bóveda y de cámara en cámara, animada por el hecho de no encontrar interrumpido su paso de nuevo, hasta que oyó una especie de rugido y un ligero temblor en el suelo…

Cinco

Milto creyó perder la memoria de repente, y se extravió en el camino hacia su casa durante lo que él creyó que fueron muchos días. Anduvo desorientado, asustado y confundido por muchas calles, que le resultaban ajenas y desconocidas. Finalmente se encontró frente a la puerta de una casa. Dudó mucho, pero al final, llamó al timbre con la esperanza de que fuese la suya. Abrió una mujer desconocida (tan desconocida como pudiera serlo Irene) que, tras un momento de silencio y con expresión de asombro, dijo:
-¡Habías dicho que nunca regresarías! 

Seis
          
Asustada, Irene empezó a correr hacia atrás, enrollando atropelladamente la hebra de lana. La luz de la linterna iba más lenta que sus pasos apresurados y corría por los pasillos estrechos, golpeándose contra las paredes que la hacían rebotar como si fueran manos que la rechazasen… Paró en seco al comprobar que su mano derecha ya no recogía hilo. Se preguntó si acaso estaría cerca de la salida, pues el ovillo que conservaba en la otra mano parecía bastante grande, pero también pensó que alguna maniobra brusca podía haber cortado el filamento en cualquier esquina o borde afilado y podía haber estado recogiendo el hilo ya roto. Proyectó la luz hacia el suelo para buscar el otro cabo. Iluminaba a un lado y a otro sin recompensa, así varios minutos, hasta que comprobó que su tarea era en vano, que nunca encontraría el dichoso filamento. Así que decidió internarse por uno de los corredores sin darse cuenta que realmente sí que estaba cerca de la salida y escogía el peor camino. A medida que Irene iba adentrándose en el laberinto, más indecisa estaba y más miedo tenía. Sentía cómo le latía el corazón y cómo el frío iba envolviendo todo su cuerpo. Se acordó de la brújula y la sacó nerviosa, decidiendo que siempre seguiría hacia el norte. Y, alternando la vista al frente y a la brújula, comenzó a andar con paso ligero, aunque un poco aliviada. Norte, derecha, derecha, norte, de frente, recto, izquierda, derecha, izquierda, norte, de frente, norte , recto, recto… susurraba Irene, hasta que de nuevo oyó un rugido, ahora más fuerte que el de antes. Paralizada, preguntó en voz alta si había alguien ahí, pero nadie le contestó. Volvió a preguntar y obtuvo un atronador bramido. Apagó la linterna y se quedó quieta, muerta de miedo, sintiendo bajo sus pies un pequeño temblor que cada vez era más fuerte…

Siete

En su locura, Milto pensaba:
...y multitud de animales de cría, principalmente de vacas moteadas y caballos de monta... Podrías volverte loco tranquilamente, aquí, en esta habitación, junto a este cadáver de tres días, sentado, envuelto en su albornoz, pudriéndose... moteadas y caballos de monta... Uno de estos días te van a encontrar encendiendo cerillas y acercándotelas a la boca. ¡Qué bueno! Ahora, de golpe, te das cuenta del aburrimiento de la tarde, la nieve cayendo, los restos de leche reseca en el vaso azul sobre la mesa. La cama deshecha... caballos de monta... Es gris. La ceniza del fuego siempre es gris. ¿Qué te pensabas? La ceniza congelada. El vaso de ceniza reseca de leche. La enorme cama vaga entre los planetas. La nieve se ha detenido. Aquí estás, tumbado en la cama fría, con los pies fríos... y multitud de animales de cría, principalmente de vacas moteadas y caballos de monta... de cría, principalmente... crucificado en la cama sucia con los pies fríos. Sí... y multitud de animales de cría... Aquí yace Milto, el de las cejas de búho, con los pies fríos. Aquí, tumbado, con la cabeza sobre la almohada grasienta tras una noche eterna de cabellos esparcidos. Con los pies fríos. Tienes la cabeza sobre la almohada como si buscaras nuevos planetas. Transfigurado. El viento te ha incrustado un clavo entre las sienes. A ver: Irene llevaba meses diciéndome de venir a Creta. Una casa espaciosa y de grandes habitaciones, rodeada de arboledas inacabables y multitud de animales de cría, principalmente de vacas moteadas y caballos de monta... y caballos de monta... Un ámbito invisible. Como si fueran los perdigones de un cartucho celestial... de vacas moteadas... Te estás helando... y caballos de monta... No tienes que pagar nada. Nada. Sólo te has dejado llevar. Tirada en el suelo, pudriéndose... ¿y caballos de monta? Quién te iba a decir que en esta misma mañana tranquila, cuando las nubes parecían enormes piernas separadas y lánguidas después de un orgasmo... Realmente, pensaba Milto, realmente, algún día, pronto, te sentirás arrastrado a comenzar de nuevo. Sí, claro. Algún día, pronto, te sentirás arrastrado a comenzar de nuevo. Hay un silencio tal aquí... La habitación amputada del planeta. ¡Un saco blanco!... principalmente de vacas moteadas... Se lo merecía. La memoria tiene muchas salas de espera. Te dices continuamente... te dices... Te dices continuamente... Por supuesto, hay otras soluciones, pero eres demasiado tímido para intentarlo. Fatal, fatal... Se dilataron sus ojos y lanzó un suspiro remoto... que seguro que solamente concernía a sus asuntos privados. Un cabello descongelado... La cuestión que te preocupa es la cuestión del ego, del pequeñísimo yo. Yo. Tú estás loco, Milto. Que estés aquí, en este cuarto mohoso, insultándote con tinta verde, no es bueno. Ya comienzas... Te dices continuamente... Hoy hay levante vacas moteadas y caballos de monta de monta un viento helado moteadas vacas caballos montados... Todo se ha ido, por fin: los fracasos, las sórdidas querellas, el tiempo, la ilusión, la noche, el frenesí, la histeria, las vacas moteadas.... Aquí estás, solo, a oscuras en un caparazón metálico, sin control a través del mundo, la oscuridad infinita lanzándose hacia ti. Milto, ¿en qué estabas pensando? Las vi. A las dos, hablando, cuchicheando más bien, una muy cerca de la otra. Irene rodeaba con sus brazos a Polette y ésta le mordía el lóbulo izquierdo... Podrías volverte loco tranquilamente... Y ella aquí al lado, pudriéndose...  
     
Ocho

Durante un rato, Irene permaneció sentada en la oscuridad sin atreverse a encender la luz de la linterna. Notaba la ropa húmeda, aunque no sabía si era por el sudor que el miedo le provocaba o por la sangre de las posibles heridas que se hubiese hecho al correr por los angostos corredores. Tenía las manos frías y apretadas. Hacía ya varios minutos en los que no oía nada y, de pronto, volvió a escuchar el torvo rugido resonando en las profundidades de los túneles. Intentando sobreponerse, preguntó si había alguien ahí, aunque en vez de gritarlo, lo lanzó como un pequeño gemido de terror y súplica. En ese momento, algo se movió en el extremo más alejado del corredor, una vaga forma de sombra sobre otra. Irene se incorporó temblando de miedo al tiempo que cerraba los ojos, como si necesitara cerrarlos en la total oscuridad. La tierra retumbaba bajo sus pies y otro iracundo rugido pasó sobre su cabeza en el aire húmedo y denso, como un objeto corpóreo. Irene ni siquiera acertaba a recoger la linterna y salir corriendo por cualquier corredor. Simplemente esperaba los acontecimientos, resignada. Le parecía escuchar un ligero ruido, como el paso arrastrado de un anciano, y recordó involuntariamente el inofensivo roce de las pantuflas de su abuelo sobre el suelo de madera cuando se acercaba cada noche a besarle la frente… De pronto, sintió una bocanada de aire tibio, como si hubiera sido desplazado por el paso de un gran cuerpo cercano a ella. Irene gritó en la oscuridad y todas las cámaras y túneles se llenaron de su voz para ser devuelta a sus oídos en pequeños ecos sordos. Abrió los ojos y vio otros, apenas dos metros frente a ella, inyectados en sangre, que se le acercaban lentamente, tan lentamente, que la angustia le resultaba insoportable. En la inmensidad de la oscuridad empezó lo terrible a tomar cuerpo, a hincharse, a madurar, y sobre su cara se posó el aliento impuro y fétido del Minotauro. Los labios de Irene se movieron, pero de ellos no salió sonido alguno. Sintió como su cuerpo era recogido por una boca suave y húmeda, de grandes dimensiones, y su cuerpo era transportado por los infinitos corredores, mientras su cabeza perdía la consciencia, sintiéndose etérea y ligera. Nada le importaba aun sabiendo que iba a morir.

ALFILERES EN EL CORAZÓN


I. Nono recuerda aquel día

Recuerdo aquel día en que llovía ligeramente... Paulette estaba afuera, como siempre; incluso cuando hacía mal tiempo, ella salía y se sentaba bajo la pérgola del jardín. La verdad es que era un jardín espléndido. Varias filas de tulipanes crecían a ambos lados del sendero principal. Una enredadera de rosas blancas trepaba por el costado de un pequeño invernadero. Infinidad de plantas y de flores, un muro de jazmín, un enorme sauce; al fondo, un pequeño lago de aguas cristalinas... Allí, Paulette pasaba las horas muertas. Su esposo, el doctor Morrison, solía espiarla desde dentro de la casa, tras el cristal de una de las ventanas del gran salón que daban al jardín. Aquel día se acercó a la puerta trasera de la cocina. La abrió y salió al porche. Pasó por los macizos de lilas que se alzaban sobre unos grandes armazones de madera. Respiró hondo. Al doctor no le extrañaba que a su mujer le gustara estar allí siempre que podía junto a mí. Nos pasábamos los días tirados sobre el césped, jugando. Siempre estuve al lado de ella, inseparable, inseparables. Lo único que Paulette le pidió al doctor Morrison antes de casarse fue que yo me fuera con ellos. Eso y un gran jardín donde pudiéramos estar tranquilos. No podría vivir sin mí, le dijo...

El doctor Morrison se quedó observando a su mujer. Paulette era menuda, y tenía el pelo suave, de color oscuro, y unos grandes ojos cálidos en los que se reflejaba una tristeza apacible, de causa perdida. Vestía un conjunto de color azul abotonado hasta el cuello. Llevaba flores en el pelo: rosas rosas.

-¿No entras? Está lloviendo y es tarde.
-Ya voy. Hoy, Nono está contento.
-Siempre lo está cuando está contigo.
-Hoy es diferente.
-Vas a enfriarte, vamos.
-Te tengo a ti para que me cuides.
-Parece que Nono ya te cuida bien.
-No seas tonto.
-Míralo. Siempre que me ve, recela de mí. Es como si me odiara o me tuviese miedo.
-¡Qué tonterías dices! Nono nunca podría odiarte. Él sabe cuánto me quieres y cuánto te quiero yo a ti. Nono lo sabe.
-Si tú lo dices...
-Parece que el celoso eres tú.
-¿Cómo podría estar celoso de un cisne?
-Se llama Nono.
-Paulette...
-Yo te entiendo, de verdad, créeme. Entiendo que paso mucho más tiempo con Nono que contigo. Pero él no tiene a nadie más. Él no tiene la culpa. Sólo me tiene a mí. Si no estoy yo, se pone triste. Pobrecito. No quiero verlo triste. Yo también estoy triste si no estoy con él. Él no puede ser racional como tú o como yo. Es sólo un cisne, un animal. Tienes que comprenderlo. ¿No te da pena?
-Paulette...
-Fíjate en Nono. Es muy hermoso. Deberías acariciarlo de vez en cuando. Él también te quiere.

Paró de llover. El doctor Morrison miró en silencio a Paulette, las flores, la hierba... Después, me miró a mí. No tuvo la más mínima intención de acariciarme. Se quedaron callados. Una ligera brisa agitó las filas de lirios blancos y morados que había detrás del gran sauce. Ninguno habló. El jardín estaba fresco y extrañamente tranquilo. Subí al regazo de Paulette y desafié al doctor con la mirada.

-Me odia.
-Sólo me protege.
-¿Protegerte de qué?
-Él sabe.
-¿Qué sabe?
-Por eso está contento. Ya te lo he dicho antes. Ya lo sabe. Se lo he contado esta tarde. Está muy contento por mí, por nosotros.
-¿Qué es lo que sabe?
-Estoy embarazada.


II. Nacen dos niñas y Nono desaparece

Nacieron dos niñas: Paloma y Alondra. Aquella misma noche, el doctor Morrison volvió en coche a casa desde el hospital, ensimismados en sus pensamientos. Recordaba aquél día en el jardín, aquella tarde que llovía ligeramente y Paulette le descubrió que estaba embarazada, y a mí en su regazo, observándole. El doctor Morrison pensaba que desde aquel día mi comportamiento hacia él era cada vez más hostil, más desafiante... Aparcó el coche frente a la casa. Se detuvo en los escalones del porche, pensando durante unos minutos: a Paulette le gustaba sentarse en el jardín, leer, pensar, dar miguitas de pan a los pájaros... o jugar conmigo... Bajó los escalones del porche, rodeó la casa y se adentró en el jardín. Paulette le amaba y era absurdo pensar que... imposible... era estúpido pensar que Paulette... que Nono fuera... Paró en seco al verme al fondo del jardín, mientras sujetaba un gusano con el pico. Tragué el gusano y me quedé quieto, observando al doctor Morrison. Sabía que algo malo iba a pasarme. El doctor cruzó el jardín... El doctor Morrison estaba decidido y ya nunca más se supo de mí.


III. Nono nos habla del dolor de Paulette

Paulette le dio la espalda al mundo. Nunca quiso compartir su dolor, el dolor de no verme más, porque el dolor era sólo para ella; para ella y para nadie más (no estaba el mundo como para repartir dolor y lo mejor para todos, pensaba ella, era guardarse las puntitas de alfiler en el corazón). Ocultó su desdicha y pareció una extraña ante los demás; pero, definitivamente, Paulette no fue una extraña, porque su distinción, su bondad sin límites, sus paseos por el jardín, sus horas muertas sentada junto al lago (ya, sin mí), sus hijas y, por qué no, su marido, el doctor Morrison, la salvaron de maliciosos juicios externos. Quizás sería necesario aclarar algunas cosas de su atribulada vida y, si pudiera, también de sus pensares (con “n”) que tanto fruto han dado a los intelectuales de la época que, sin quererlo (es un decir), hundieron las débiles vidas, como la de mi querida Paulette, bajo tierra, al lado de alguna que otra exquisita trufa blanca perdida. Tengo la obligación de recordar a Paulette como se merece y no sólo como si hubiera sido una caprichosa y ejemplar mujer, aparentemente enamorada de un cisne robador de corazones llamado Nono. Yo. Mi Nono, decía ella envuelta en un vestido de encajes azules abotonado hasta el fin de su largo cuello. Aquel cuello que sostenía su hermosa cabeza de pájaro. Su cabeza engalanad: rosas rosas en el pelo. Su cabello que, de tanto en tanto, ondeaba como una bandera de esperanza, gracias a la suave brisa que discurría decidida por los interminables senderos que se desparramaban por el extenso jardín. El jardín en el que pasaba las horas muertas junto a mí. Aquella brisa también le insuflaba un poco de vida a su frágil existencia, mientras sus manos suaves me acariciaban en el recuerdo. De vez en cuando, apartaba la mirada del libro que leía bajo la sombra del sauce milenario para mirar en el cielo una nube o el macizo de lilas lilas que se alzaba sobre los grandes armazones de madera rosa pálido, o podía mirar también, a lo lejos, el muro de jazmines blancos, que si la suerte acompañaba, le ofrecía un susurro de olor azucarado que la embriagaba hasta la extenuación. Lo que ella pensaba era el alma, no era más que el pensamiento dejando su pelo almibarado, el mismo cabello que adornaba con rosas rosadas. Rosadas rosas que ella misma recogía durante sus largos y lánguidos paseos por el jardín de rosas rosas y lilas lilas. Un jardín que desde el día aciago de mi desaparición, pocas veces volvió a pisar, pues llegó el día fatal en que se sintió vacía (un día, en el que su propio marido, el doctor Morrison, le quitó la matriz). Y ya, la vida, desde aquel día, no era vida, sino recuerdos y sueños y estremecimientos. Ni siquiera sus hijas le devolvieron la alegría, o por lo menos, un murmullo, un hilo de amor correspondido. Su mente seguía en mí, en su Nono, y fue entonces, cuando decidió escapar lejos de tanta tristeza, hasta un lugar yermo como ella, donde poder seguir llorando sin que nadie la viera; pues la tristeza era sólo suya y no quiso compartir con nadie el quebranto y nos dio la espalda: a vosotros, al mundo, a todo quien quisiera saber, a la realidad entendida como tal... Y lloró por mucho tiempo; por tanto tiempo, que ya se perdió en la indiferencia. Por eso, debemos disculparla de todo; incluso, de su posible indecencia conmigo (algo que sólo sé yo).
Con los años, sus ásperas hijas acabaron pareciéndose demasiado a mí; y es verdad que una de ellas acabó casándose con un cirujano que le extrajo la matriz, perpetuando una extraña tradición familiar; y que la otra acabó por suicidarse porque no hubo manera de casarla; pero eso, Paulette no lo supo nunca, porque huyó lejos mucho antes de que sus hijas tuvieran conciencia de que fueron abandonadas. Paulette, tras mi súbita desaparición, ya no fue la misma. Quedó abatida y prisionera en el recuerdo, ahogándose dentro de su vestido abotonado hasta el infinito, y llegó el momento en el cual quiso desaparecer. Su noble ausencia destruyó el desconcierto que ella misma provocó al huir hacia un destino incierto: un desierto yermo y desolado, en el que su cuerpo fue devorado por las tormentas de arena. Quedó su alma reposada sobre las interminables dunas que se abrazaban y se despedían y se recostaban a lo lejos en el horizonte, allá donde las puntitas de alfiler ni siquiera pueden esconderse en los corazones.


IV. ¿Es Nono quien nos habla?

Alondra apuntó su ojo brillante y redondo sobre Paloma. Había un poco de desprecio diluido en mucha compasión, como siempre que hablaba con su hermana.

-¿Me estás diciendo que no es verdad? Todavía podemos volar alto. Acuérdate de mamá... Enamórate si quieres de tu ginecólogo, pero nunca mires sus instrumentos.

Este fue el solemne consejo de Alondra. Ese mismo, lo quieran o no, salió de su boca parecida a la de un pelícano. Entonces Paloma rompió su estupor y soltó una carcajada hueca, que sonó como una risa de madera seca dentro de su boca de pico de ganso.

-Hermana querida, que salgan esas palabras de ti demuestra que no me tienes mucha estima, ¿o es que no te acuerdas de papá? Anda, sírveme otra copita de coñac. Pobre papá...

Hubo un pequeño silencio, el justo para que Alondra pensara lo que iba a contestar. El mismo que sirvió a Paloma para mirar por la ventana el inmenso jardín e intentar olvidarse del tema.

-Pero, esa cabellera preciosa, tu cabeza dorada y tu cuello de leche, tus mejillas rosadas, tus ojos que parecieran que no tuvieran párpados, ¿no crees que merecen algo mejor que marchitarse sin remedio, sin nadie que los acaricie nunca?

Paloma calló y se quedó mirando a su hermana. Su redondo ojo de pájaro se redondeó todavía más, por la rabia que sentía.

-¡Pobre de mí, pobre de nosotras, pobres todas las mujeres! Yo no quiero a nadie, ¡a nadie! A nadie que me respire, ni que me mire, ni que me hable, ni que me escuche, ni que me sienta, ni que me goce, ni que me ame, ni que me espere, ni que se alegre por tenerme, ni que se entristezca por mí, ni que se ilusione. No quiero a nadie, hermanita, a nadie. Estoy muy bien sola.

Alondra sirvió un poco más de coñac en la copa de su hermana y esperó el tiempo que creyó necesario para que su hermana se tranquilizara.

-¡Pero esa es la cumbre por la que las mujeres suspiramos desde el seno materno! ¡La raíz que ansiamos desde el caos del pre-nacimiento! ¡Eso es la vida! ¡Eso es el amor!
-No digas tonterías. Estás loca, ¿de qué cumbres estás hablando?
-Escucha. Fíjate en mí. Yo me enamoré poco a poco de mi cirujano. Mamá también hizo lo propio, ¿no? Deberías saber que eso les ocurre a todas las mujeres que tienen algún problema genital y se someten a una operación.
-¿De modo que eso es el amor? ¿Eso es lo que esperamos todas las muchachitas de buen y de mal ver? ¿Una operación quirúrgica en la matriz y después casarnos con el médico? ¿Tú crees que papá y mamá fueron felices?
-Lo único que sé es que gracias a ellos estamos aquí. Además, las operaciones suelen salir de maravilla. Una se siente más ligera. En un momento, te alzas y sobrevuelas los techos más altos de la ciudad.
-De todas maneras, yo no tengo ningún problema genital.
-Pero lo tendrás, créeme. Tarde o temprano, lo tendrás.
-Bueno, ya veremos; tú haz lo que quieras. ¿Salimos al jardín? Hace un día espléndido.

Las hermanas terminaron sus copas y salieron al jardín. Pasearon por el sendero de tulipanes blancos, dejaron atrás el macizo de lilas lilas hasta llegar al gran sauce frente al lago, rodeado de rosas rosas y allí se sentaron, recostadas en el tronco, bajo la sombra llorosa que las hojas del árbol les ofrecía. A sus pies, en la hierba, vieron cómo se arrastraba un gusano. Ambas tuvieron el impulso de atraparlo con la boca y comérselo. Pero se quedaron calladas y no lo hicieron, lo cual creó una gran tensión entre sus deseos y las buenas costumbres adquiridas a lo largo de los años.