POÉTICO SQUASH II

Mi querido Edward nunca vino y aun así, después de tanto tiempo, sigo asomándome a la ventana y miro a lo largo de la serpenteante carretera por si apareciera el Cadillac Deville Coupé, de color crema, en el que tantas veces nos habíamos besado, escondidos del mundo, entre la frondosidad de las montañas Longfellow. Soy como un animal enjaulado esperando la hora de la comida; un viático que nunca llegará. Pero yo no fallé. Hice lo acordado. Yo no fallé, ¡no fallé! ¿O sí? Quincey ya no está. Es curioso que no esté y que, en cambio, siempre lo tenga presente; más que nunca… ¿Se impuso el deseo a la razón y por eso disparé a Quincey? Después de siete años sigo preguntándomelo, pero a medida que pasa el tiempo, la respuesta se me hace más confusa e imprecisa. Nunca pude imaginar hacer algo así y, sin embargo, lo hice, estudiada y meticulosamente. Tanto planear nuestra huida para nada, sólo para quedarme asomada a la ventana esperando; primero, con ilusión; después, con incertidumbre; y, ahora, por la inercia que se concibe gracias a la esperanza defraudada. Ni siquiera logro recordar con exactitud aquel día. Los engaños y mentiras previos deben tener gran parte de culpa. Sí recuerdo que Quincey me preguntó si me pasaba algo cuando se dio cuenta que yo lo observaba mientras leía uno de esos libros de aventuras que tanto le gustaban y que yo no supe qué contestarle en un primer momento porque justo estaba pensando en mi amiga Susan, la mujer de Edward. Me acerqué al alféizar del ventanal del salón y me senté en él sin decir nada. Quincey volvió a preguntarme si me sucedía algo, que me veía rara. Mientras pensaba que aquel era el día, que ya no podía esperar más tiempo, a pesar del dolor que en aquellos momentos sentía en el pecho, le respondí que había perdido el número de teléfono de mi amiga Susan y que no tenía cómo hacerle saber que aquella tarde no podría ir al Lawn Tennis Club a jugar squash con ella. Me levanté del alféizar y di unos pasos inciertos hacía la puerta de salida del salón. Creo que Quincey ni me escuchó y siguió leyendo o, más bien, fingió seguir leyendo, porque mientras atravesaba la habitación, juro que sentí su mirada sobre mi espalda. Quizás sólo era la sensación de calor por haber estado sentada en el alféizar de la ventana en un día anticiclónico como pocos, pero puedo asegurar sin temor a equivocarme que Quincey me observaba. Mi cuerpo estaba en plena combustión. Ardía por dentro, pero supe guardar las apariencias hasta que salí del salón. Pensaba si realmente era aquel el día. Ya en el hall, frente a la escalera que sube a la segunda planta de la casa y fuera de la vista de Quincey, empecé a hacerme fuerte otra vez y a cada escalón que subía, la sensación de poder se afianzaba y me decía a mí misma: sí, sí es el día, es el día; porque odio a Quincey, porque odio a Susan, porque odio North Berwick, porque odio mi vida, porque no quiero ser la señora McGee; porque quiero a Edward Ellis y quiero sentirlo dentro de mí todos los días; porque hemos hecho un pacto y tengo que cumplirlo, nunca le fallaré… Así, hasta el decimoséptimo escalón. Y a pesar de que la decisión ya estaba tomada y estaba segura, fue a partir de entonces cuando más me cuesta recordar todo lo que pasó. Recuerdo que antes de entrar en el estudio de Quincey, me paré ante la puerta cerrada de la habitación de Bradley, nuestro hijo muerto, y le pedí perdón por lo que iba a hacer. Tuve la intención de abrir la puerta y entrar, pero tras unos momentos de indecisión, no lo hice y llamé a Edward para decirle que estaba decidida a hacerlo y que ya no había marcha atrás. Estaba tan excitada que ni siquiera dejé hablar a Edward. Le dije: ¡lo voy a hacer, lo voy a hacer! Y colgué sin darle derecho a réplica. Quién sabe si no fue ese mi error. Pudiera ser que Edward ya se hubiera echado para atrás; quizás Edward y Susan ya tuvieran hechas la maletas para desaparecer de North Berwick; para desaparecer del condado de York; para desaparecer del estado de Maine; para desaparecer, en definitiva, de mi vida. Antes de entrar en el estudio de Quincey, me acordé de Bradley, nuestro hijito, y tuve el impulso, otra vez, de entrar en su habitación. Pensé que desde su muerte todo se había precipitado. Desde aquel día empecé a caminar levantando los pies más de lo normal. Muchas noches salía descalza y gritaba que quería volar, que los pies me quemaban. Obsesionada con pisar el suelo lo menos posible, mis saltos hacia el cielo eran cada vez más grandes. Como el Wendigo, me elevaba siniestramente en el aire con los pies de fuego bajo la noche iluminada por las explosiones de los misiles scout. A cada detonación, mi cuerpo se evidenciaba en el aire como una bailarina iluminada en estampida con los pies encendidos; a cada detonación, mi cuerpo se evidenciaba en el aire como una diva crepuscular de pies incendiados. Comencé a caminar como lo hacen los flamencos y al poco tiempo empecé a levitar.  Yo ya no era la misma. Si se me soltaba de la mano, volaba confundiéndome con el vuelo de los misiles scout de los enemigos. Porque mi vida era una guerra. Cada vez era peor y yo no sabía qué hacer para no levantar el vuelo. Cuando por las noches salía descalza y gritaba que quería volar, que los pies me quemaban, es que era así: los pies me ardían y entonces saltaba, me elevaba en el aire con pies de fuego, bajo la noche iluminada por las explosiones. Mi vida era una guerra y mi hijo ya no estaba. Bradley murió ahogado en el lago, mientras yo jugaba al squash con Susan. Y luego, apareció Edward, que fue la única persona que pudo retener mi cuerpo en tierra firme, como un ancla. Dejé de volar y empecé a sentir, a odiar, a sentirme como una avestruz dentro de una jaula… Pero no entré en la habitación de Bradley y me dirigí al estudio de Quincey. Me acerqué a su escritorio y abrí todos los cajones en busca de lo que yo pensaba era una Bond Derringer. Resultó no ser así: en el interior del último cajón de arriba del escritorio había una Browning Hi-Power de 9 mm. Al principio me pareció una contrariedad, como si mi plan se fuera abajo de golpe, pero tras unos segundos de aturdimiento, cogí la pistola y me la introduje en uno de los bolsillos del vestido. Salí del estudio impregnada del olor a Quincey y bajé las escaleras pensando que nunca me había gustado jugar al squash. Mientras me acercaba sigilosamente al salón, pensaba algo así como que una percepción deficiente implica experimentar el mundo como un caos, mientras que una percepción extra puede llevar a experimentar el mundo inadecuadamente, con sentimientos de depresión en el primer caso, y de alucinación o delirio en el segundo. Estaba convencida de que valía la pena matarlo; cuanto más pronto, mejor. Me acerqué a Quincey por la espalda y creo que lo abracé. Sentí asco no por lo que iba a hacer, sino de él. Entonces, lo solté, di unos pasos hacia atrás, cogí el arma del bolsillo del vestido, apunté con las dos manos, di un grito y disparé. El salón se inflamó de naranja carnoso y antinatural. El momento se iluminó como un cuadro de Hopper, de una luz peregrina. Se encendieron amapolas en el techo y en las paredes. Todo quedó suspendido en aquel instante. Todo menos yo, que empecé a vivir de nuevo, y, a pesar de que me empezaba a dar cuenta de que las razones que me impulsaron a hacer lo que había hecho podrían ser las mismas que hubieran podido disuadirme, se me hizo patente la belleza de todo lo que me rodeaba… Ya sólo me quedaba esperar a Edward. 



Consanguíneo: POÉTICO SQUASH

DUERMO EN SU PECHO EN DÍAS IMPUROS DE AGOSTO (CRIPTOGRAMA)

Todo olvido de anteriores vidas impías alumbra recuerdos. En casos universales, encaja rápido. De oratorias límpidas ordenadas que una endemoniada  mujer enferma declinó interesadamente juzgué, inmerso, sin temer el extraño lugar de impuros aquelarres. Quejarse una eternidad temeraria es concebir ofensas necias ordenadas, casi inventadas.

Oí y escuché muertos iracundos resucitados astutamente. Hubo algunas  ceremonias  en  misteriosas  oscuridades,  sin  un  nombre  tomado relevante, intuido oficialmente  y   legado,  ungido,  enarbolado, grácil, orientado, mas evitando  inconscientemente  nuestras vidas  imperecederas  tan  amadas.  Supersticiones  aparte,  la  alquimia  grotesca,  antes y después,  impulsó  sabias  cábalas  ocultas que un espiritista nigromante ordenaría tras elucubrar nuevos galimatías ofensivos. Duele impugnar nuestra elección racional. Otros yugos aprietan más. Idolatramos, novelamos obras mágicas edulcoradas de azufre. Volvemos enseguida, rodamos, golpeándonos, unidos, embrujados nuevamente, zaheridos, aojados, quiméricos, untados, embellecidos, muertos, esotéricos, inacabados. Nunca vimos íncubos tan ectoplasmáticos, nunca. Quemada, una enigmática pavesa alzó sus alas maléficas. ¿Iría rumbo al tan olvidado desencanto? Amuletos virginales impuse aleatoriamente tras entuertos nada gloriosos. Ocho encarecidos laureles para el círculo hechizado o llantos encadenados nunca oídos. Donde estaba siempre el manto estrellado no se encontraron ciertas ofrendas durante el amanecer. Ya encontraríamos rúbricas demoledoras en teúrgias repugnantes escondidas, sin conjuros o ruedas repulsivas invadidas durante años sin maleficios encantados, enclaustrando nuestros corazones. Antes, nadie tenía antojos crueles unidos a necedades dañinas o supersticiosas. El ser enemigo contra abracadabrantes letanías afligidas conllevaba ostracismos sin tregua. Razonar antes que uncir es siempre elemental quimera universal. En días alternos y en las obstinadas lecturas ocasionales, recapacité con ingentes teoremas, originando, quizás, una emblemática teosofía espiritista pese a ser adivinatoria.

¿Sucumbí a los entes si al santiguarme infamé y luché inconscientemente, garantizándome así su minuciosa atadura sempiterna?

Ella supo unir nuestro sentir en carencias reflejadas en terribles ofensas. Nunca otro ser emponzoñó las oportunidades de indagar graves ausencias sin alterar necrológicamente al diablo inmundo escondido. Pero una elucubración sibilina estuvo suscrita, obediente, en su techo acosado. No obligué con hechizos elegidos: quité un incomprensible error repetido ominosamente sin alzar lumbres iracundas refulgentes; quemé ultrajantes efluvios maléficos entre llamas envolventes; vaticiné extraños símbolos antinaturales; leí a nuestros tesoros románticos obstinadamente entre suspiros enemigos; malmetí eternos truenos en rojas marmitas enlozadas  en nácar; enlacé lunas, culebras, ungüentos; amigué ratas, tritones, oleosos óleos, sapos, cianuro; usé ramas; ofrecí, yuxtapuse, quebré, ulceré, integré, tapé, até, rompí, maridé, embebí, licué, amasé, cocí, amarré, mezclé; intenté sumir al yacer, mientras echaba zarzamora con letanía al remanso sin esperar milagros… ¡En nueve días escupí quince unicornios! Intenté no culparme.

Estuve hallando oscuras muertes, brutales rémoras en sitios distintos, implacables santuarios terroríficos internos no tangibles, odiosos signos embrujados, noches maléficas ignominiosas, pasos en cercos hechizados, ojos asombrados y suspiros imantados. Ni un niño cantando. Antes hubo elegías hermosas en cada habitación o una nana armoniosa meciendo al rorro recién adormecido, nada ahora de aquellos días espléndidos.

Extraños sucesos acontecen, son querellas ultrajantes. Espiamos ejes satánicos trasnochados. Antiguamente no temíamos a nada. Durante estos meses olvidamos dar amor y ya ahorramos en susurrar hermosas odas. Realmente, algo que uno ignora es repugnante o harto anómalo. Con el rigor usado no burlaremos un kurdo, antes kermese kantiano. Entonces, sin esperanza llevamos amor más allá, ¿no? Olvidamos mirar en zulos cochambrosos los arcanos recónditos, sabedores, ensimismados más en nenúfares estivales sin ensañamiento nuncupatorio. En los pecados encontramos culpa, horrores oscuros; tuve oportunidad de observar sus lascivas oraciones salvajes sin emoción metido entre nogales, encogido, sintiendo dolores, entumecido todo, obligado durante once semanas largas, oculto siempre horas ominosas. Muchos brebajes recibí: entuertos santificados, yermas llanuras eclipsadas, venenos abundantes, remedios entramados nunca merecidos; incluso temidas órdenes repugnantes sin otro sacramento ultrajante. Suspicaz, sospeché enseguida muy inteligentemente: lluvia apacible saciaba su impúdica nariz lasciva. Aguas voluntariosas aumentaron ríos, mares, embotaron llanos, empobrecieron valles, acosaron relevantes vidas impermeables, dieron alma quimérica usurpando en nuestros ojos encantados. No gasté en nuncios de repulsa animal y mantuve, orgulloso, galimatías obscenos.

Llevo observándola, nervioso, durante eternas intrigas nocturnas. Finalmente, obtuve raros mensajes asfixiantes, concluyentes, insoportables. Osiánicas níveas gallinas ensangrentadas neutralizaron el típico impulso casuístico al entonar nanas maternales, impropias tonadas otacústicas: rapsodas sarcásticos obsesivos jalearon olés compulsivamente. Olvidé mejorar otros menesteres, otras litúrgicas artes.

Ella suplía techos ojivales y hacía artesonados recónditos tras ocultos disimulos en tres ratos impíos; omitía santiguarse con una alevosía rutilantemente tenebrosa. Ella transmitía ocasiones sorguinas sin quejas ultramontanas. Intentaba no temer elegíacos tratos ostentosos. Sin yo olerlo, rugió grotescas invocaciones ancestrales, solo ella las enumeró gracias al nulo tirabuzón espiral sinuoso. Pero al rato, abordó algunos ritos temibles; incluso supo turbar algunos sujetos numerarios, obligándoles también a rugir incesantemente.

Otros, sucumbieron entre cantos ofreciendo nefastas oraciones mortales, insalubres sermones tras aumentar sus cabalísticas artes putrefactas. Ilusos todos. Aunque no estuve suspicaz, dominé el bombardeo alquímico resistiendo con obstinación, evitando malos presagios, revolviéndome en su acre rezo impuro, obligándola, suplicándole con ardor, terciando en dramáticos ruegos acusadores tan innombrables como opugnados son otros menesteres. Así, quedó ultrajada, inoperante, noqueada. Improvisé saltando tras aquel ser demoníaco. Ella tuvo retranca, escogió neutralizarme hábilmente a yacer asesinada; sembró pócimas azufre sulfurosas alejando demoníacos ocultismos desencantando el lugar, misteriosa y orgullosa. Lastré agónicos síncopes, temeroso ante nuevas yacturas. Estuve luchando ante la calchona odiosa hasta ocupar la adversa locura con radiantes iridiscencias sustitutivas. Trinó Abraxas ligando a la ofensiva santiguadera ahorrándome cíclicas improvisaciones durante ocho segundos. Agradecido, lancé gritos huyendo barranco abajo, lamentando amargamente con ojos cuasi arrepentidos. ¿Acaso la paz obedece palabras prestidigitadas por entes repugnantes sin alma liberada?

Vi, intuí algo grotescamente resucitado, algo no olvidado. Quise usar incumplidos encantos remedados o también utilizar sustitutos de respetadas oraciones garantistas ante simples embrujos negativos, con añorados juegos infantiles. Tamaño ardid  duró en  pie lo acaso tan añorado.

Mantuve al rato inconexas cabalísticas, ocupándome nuevamente del embrujo jorguín. Así dominé el ímpetu ruin, asqueado, mas orgulloso, no tanto jugándome un innecesario conflicto para acabar redimido ante falsas ordalías llevadas al ruego como otras muchas ocasiones ut supra. No, antes desaparecería en soterrados arrabales recónditos resguardándome así, puro, ante demonios ancestrales de enajenado juego atosigante. Dos embrujados entuertos no tienen retos arcanos rudimentarios.

El nuevo encantamiento liberó grandes rutas ignotas nosománticas de rancias predicciones, amparadas rumbo al quinto universo escondido. Durante algún rato, contuve, obligado, nuevas bendiciones concebidas. Noctívagos sueños expulsaron xilófagos obscenos y actuaron obstinadamente reacios a bondades ofrecidas disipando el sentimiento criptográfico. Oí melodías ululantes nunca añoradas. Lejos de enojarme, juré a la onerosa sátrapa cochambrosa humanizar a todo súcubo, yuxtaponiendo las órdenes sabias bajo los olmos grises, según ganase alguna yarda salvadora. Quise usurpar el logro obtenido, sabiéndome wagneriano indiscutible.

Di gracias, enarbolando tres simples telas, apelando repulsas de antemano no estudiadas. No cupieron aburridos ruegos ganadores al rezar sumarios edulcorados. Y ya, acabé. Noté otro tiempo. Intuí emociones nunca esperadas sin tratar ilusiones emocionantes. Mostré poderes ocultos que únicamente empleé para enderezar razones declinadas. Encontré reposo y acomodo. Nadie obtuvo trofeos inigualables. Ella no expiró, solitaria, entre dos arcadas diamantinas y sucumbió, inerme, entre nebulosas trampas rutilantes. Asqueado, subí por ondulados nichos. Faltaba ofrecer testimonio ocurrido, necedades obtusas que utilicé impasible. Esperanzado, reí orgulloso. Quise unificar embustes, mas encontré indicios nigrománticos tan reales os digo… Un zoófago creció. Algunos suspiraron. Nadie inquirió. Se impusieron querubines, unicornios infaustos, elfos raros, altivos luchadores, adversarios preparados… Ungüentos no tintados irritaron toda alma enamorada. Nadie pensó liberar ángeles níveos, aunque muriesen instalados sobre trasgos. Aún duermo enojado, rumiando, especulando sobre una nunca anunciada posibilidad, un tiempo alegre, un niño adormecido por elegantes ritmos rituales, arte angélico delicado.

Ella murió amargamente, sin decidir embrujos ganadores. Iluminadas liturgias imantadas pasaron ofendidas llano abajo. Su amor demoníaco iluminó oscuros sótanos.

Pista para el criptograma: http://www.elblogderipley.com/2008/10/amor-y-myolastan.html