ACOPLAMIENTO PERFECTO (RELOAD)

Si la pusiéramos delante del espejo que tiene sobre la cómoda de su habitación, observaríamos que es carnívora, pues su pelvis es similar a la de un lagarto y no a la de un ave, como la de un Diplodocus. Más que a un Tyrannosaurus cretácico diríamos que es más parecida a un Allosaurus jurásico. Su cuello en forma de S la delata como temible, además de sus pies con garras y cuatro dedos. Como buena bípeda, usa la cola para mantener el equilibrio. (Todas las tardes da largos paseos por el bulevar, tensando la vértebra caudal, convirtiéndose así en la más distinguida, que no querida ni deseada, de toda la ciudad. Los demás ciudadanos, cuando la ven, se apartan como ornitisquios asustados y ella avanza, muy digna, con la vista al frente y sin mirar a nadie: quince metros en dos zancadas, haciendo temblar el suelo a cada pisada suya. Cuando está cansada o los zapatos oprimen sus pies escamosos, regresa a casa y toma té con pastitas amargas que ella misma hace con hojas de arce; pues ella, aun siendo saurisquia, es vegetariana, aunque nadie lo crea. Por la noche, antes de irse a dormir, reza su novena sentada en la cama, con un viejo rosario de dientes de iguanodón heredado de su madre. Le ruega a dios un buen marido, que la cuide y que la quiera -en realidad arde en deseos por conseguir un buen macho dominante que la pise todas las noches- y que, por favor, suplica un día tras otro, no tarde mucho en llegar, porque la cloaca se le estaba secando.)

-Con un huevito o dos, me conformo. Porfavorporfavorporfavor... –mira al cielo, o sea, al blanco techo de su habitación, cada noche- amén.

Ella es buena, no es mala, no; lo que pasa es que está un poco resentida con el mundo: ¿qué es eso de que ni siquiera la saluden cuando sale a pasear, que se aparten de ella asustados, que los jóvenes (según ella, bellos seres en la mejor edad reproductora) la señalen con el dedo, que escupan a su paso...?

Un día aparentemente como cualquier otro (de todas maneras sabremos que fue un dos de febrero de 2265, gracias a la fecha del periódico que más tarde compraría), se despertó triste y amargada, lo que era usual en ella. Tras una ducha con agua fría para endurecer sus escamas, creyó renacer. Sus gestos no eran decididos ni calculados ni tampoco precisos. Optimista ella, cantaba en voz alta para que la oyera todo el mundo. No quería que nadie se enterara de su estado de ánimo. Fingía.

-¿Y por qué no? ¡Que se enteren! ¡Que se entere todo el mundo que estoy contenta! –gritaba a pleno pulmón, bajo el chorro de agua de la ducha. (Pero, realmente, no estaba contenta, era ira lo que sentía. Odio hacia los demás.)

En dos grandes zancadas llegó a su habitación y abrió el armario ropero de puertas de concha de tortuga. Sacó uno, tres, diez vestidos al azar y los tiró encima de la cama con dosel marfileño y sábanas de piel de lagartija. Los observó unos segundos y cogió uno rojo, para volver a dejarlo en el mismo sitio, y después coger otro verde de seda. Se lo probó y al verse reflejada en el espejo sobre la cómoda, se lo quitó al momento, lanzándolo al suelo con rabia. Nerviosa, dio un aullido sobrecogedor mientras saltaba, alternando las dos patas, sobre el suelo nacarado. Después, se prueba otro y se lo quita. Otro y se lo quita. Otro, y se lo quita. Otro más, y se lo quita…

-¡Loquita me voy a volver! ¡Loquita, loquita! –bramó, y empezó a patalear de nuevo.

Tras un lapso en el que creía estallar de ira, escoge uno de dorado lamé, y lo desecha. Uno naranja y lo desecha, uno de seda salvaje lila y lo desecha; otro, carísimo, y también lo desecha…

-¡Deshecha estoy, que no encuentro qué ponerme! –cayó al suelo, con el dorso de una de sus garras en la mejilla. Pasaba el tiempo y ella lloraba sin saber cuál de los vestidos ponerse...

Cuando logró serenarse un poco, se levantó del suelo y escogió (con los ojos cerrados) varios vestidos; se los probó uno tras otro: uno azul, otro violeta, uno granate, otro amarillo, hasta que se decidió por uno de raso negro, más negro aún que su vida.

-¿Y porqué no? –pensó, sin mucho entusiasmo, mientras se miraba en el espejo.

Antes de salir a la calle, asomó su enorme cabeza por la ventana y miró al cielo para ver qué tal día hacía: nublado a más no poder. Cogió su sombrilla de volante óseo de marginocéfalo para protegerse las escamas de la posible e inclemente lluvia ácida. Salió de casa y cerró la puerta con tres vueltas de llave. Dio unos pasos y volvió de nuevo hasta la puerta. Introdujo otra vez la llave en la cerradura y dio otro giro.

-Siempre es mejor cuatro vueltas que tres –se dijo a sí misma.

Bajó las escaleras de veinte en veinte y en un momento llegó al peristilo que daba a la calle donde, la portera, ni siquiera la saludó. Abrió el portón y, antes de salir definitivamente a la calle, se persignó tres veces, como era su costumbre.

-Hasta luego –le dijo a la portera. No obtuvo respuesta.

Su vértebra caudal estaba tensa, como era normal en ella. Andaba poco suelta, con pasos más cortos y toscos que de costumbre. Saludaba a la gente y no era correspondida, aunque de vez en cuando, alguien inclinaba la cabeza desagradablemente al cruzarse con ella, e incluso, alguno que otro escupía al suelo mostrando indiferencia.

-¿Por qué? -pensaba...- ¿Por qué? –seguía pensando.

Cuando pasó por delante de la terraza del bar del hotel Trentino, aminoró su marcha, pero no se decidió a quedarse y continuó caminando. Tras andar unos cuantos metros, paró en seco y pensó en volver, pero no se atrevió y siguió dando pequeñas zancadas hasta el quiosco en el que solía comprar el periódico.

-El Nowadays, por favor –pidió educadamente-. ¡Dos de febrero de 2265! ¡Cómo pasa el tiempo! –pensó, cuando vio la fecha del periódico impresa en una de las esquinas.

Hubiese querido desandar sus pasos y sentarse en una mesa solitaria de la terraza del bar del hotel Trentino, tomar un martini seco con unas cuantas gotas de ginebra mientras leía el periódico, pero el día no acompañaba. (En el bar del hotel Trentino había un camarero que le gustaba muchísimo, pero nunca se armaba de valor para sentarse en la terraza e intentar aunque fuera un amago de coqueteo.)

Bajo el parasol de marginocéfalo caminó y caminó durante horas sin que nadie le hiciese el menor caso, hasta que se sintió cansada y decidió volver a casa.

-Ha sido un día horrible –pensó, tristísima.

Al llegar a casa, se quitó el vestido y echó una pequeña siesta de tres horas y cuando despertó, ya era noche cerrada. Se levantó de la cama y se asomó a la ventana, recostándose sobre el alféizar, apoyando la barbilla en sus garras. Soñadoramente, miraba al cielo, o al infinito, o quizás hacia la nada, mientras meneaba la cola dibujando círculos en el espacio. Al cabo de un rato, comenzó a llorar desconsoladamente y se retiró de la ventana, no fuera que alguien la viera en ese estado. Se sentó frente al espejo de la cómoda de su habitación.

-¿Por qué? –le preguntó a su imagen reflejada.

Y poco a poco fue quedándose dormida...

Tras pasar toda la noche dormida (y roncando) sobre la madera caoba de la cómoda, despertó (debido, todo hay que decirlo, al ruido de sus propios ronquidos). También era un día aparentemente como cualquier otro (aunque sabremos que...), pero se sintió distinta. Decidió ducharse con agua tibia y no fría como normalmente acostumbraba, y sus escamas quedaron suaves y brillantes, igual que las de una iguana recién salida de las aguas del Pacífico.

-Qué extraño –pensó.

Salió del baño contenta (muy contenta) y en dos zancadas llegó a su habitación. Abrió de par en par las puertas de concha de tortuga de su armario ropero. Sacó un solo vestido. Era un vestido de piel de serpiente brillante, muy extremado.

-Perfecto –se dijo al ponérselo-, me queda perfecto –volvió a decirse, bastante sorprendida y extrañada.

Antes de salir a la calle, asomó su gran cabeza por la ventana y miró al cielo. Era un día soleado, sin una nube. Sonrió y cogió su sombrilla de volante óseo de marginocéfalo para protegerse las escamas del sol y salió de casa cerrando la puerta tras de sí, sin echar la llave. Olvidó persignarse antes de bajar las escaleras de veinte en veinte y en un momento llegó al peristilo que da a la calle donde, sorprendentemente, la portera la saludó.

-Que tenga un buen día, señorita.

-¿Cómo? –preguntó la saurisquia, pues no estaba acostumbrada a que la saludaran, y menos aún a que le deseasen un buen día.

-Que le deseo un buen día –repitió el saludo, más amablemente si cabe, la portera.

-¡Ah, oh, gracias!

-Hoy está usted muy guapa.

-¡...! –no logró decir nada nuestra jurásica amiga, mientras abría el portón y se disponía a salir a la calle.

Abrió su paraguas óseo de marginocéfalo y comenzó a caminar. Su vértebra caudal no estaba tensa como era normal en ella. Andaba más suelta, con pasos más largos y delicados que de costumbre. Saludaba a la gente y sorprendentemente era correspondida, incluso de vez en cuando, alguien inclinaba la cabeza cumplidamente al cruzarse con ella; es más, hubo alguien capaz de sonreírle con deferencia.

-¿Estaré soñando? -pensó ella...- ¿Estaré soñando? –siguió pensando.

Al pasar por delante de la terraza del bar del hotel Trentino, aminoró la marcha, pero decidió no quedarse y continuó caminando. Tras andar unos cuantos metros paró en seco y pensó en volver, pero no se atrevió y siguió dando pequeñas zancadas hasta el quiosco en el que solía comprar el periódico.

-El Nowadays, por favor –pidió educadamente-. ¡Dos de febrero de 2265! ¡Cómo tarda en pasar el tiempo! –pensó, extrañada, cuando vio la fecha del periódico impresa en una de las esquinas-. ¿El dos de febrero no fue ayer? –dudó.

Contrariamente a lo que pensaba, decidió volver al bar del hotel Trentino. Se sentó en la mesa más solitaria de la terraza y esperó (bastante nerviosa) a que viniera su adorado (y platónico amor) camarero, el cual, no hay duda de que era un día diferente, no tardó en llegar (más guapo y apuesto que nunca).

-¿Qué desea tomar la señorita? –preguntó, amable y encantador, el garboso camarero.

-Un martini seco con unas cuantas gotas de ginebra –pidió ella sin cerrar su sombrilla ósea, un poco avergonzada.

-¿Un dry martini, pero al revés?

-Exacto –respondió ella, ruborizada, escondida bajo el parasol óseo (lo que le permitía mirar la abultada entrepierna del camarero).

El camarero no tardó más de un minuto en traerle el cóctel y ella se lo agradeció con un ligero movimiento de cabeza. Él le devolvió el gesto con la mano en el pecho y una gentil inclinación. Ella sonrió, mostrando sus dientes de cocodrilo. El camarero se quedó (providencialmente) al lado de ella, a la espera de un nuevo servicio.

Bajo el parasol de marginocéfalo ella bebía el martini en cortos tragos sin quitar la vista de la entrepierna del camarero. Cuando lo hacía (dejar de mirar la hipnótica protuberancia), miraba a un lado y a otro, esperando que no la cogiesen en falta, mientras emitía una especie de risilla sorda y neurasténica tapándose la boca con la garra, como si estuviera haciendo una travesura. Al rato, las miradas de ella y el camarero se cruzaron. En vez de ponerse nerviosa, le aguantó la mirada con sus ojos de reptil. El camarero la siguió mirando. Ella, también. El camarero le sonrió. Ella, también. El camarero se acercó un poco más. Ella se removió en la silla. El camarero le iba a decir algo. Ella pestañeó excitada. El camarero habló y ella escuchó perpleja:

-Io sono Marco, bella dona.

Ella no acertó a decir palabra, sólo movía la cola, agitada. Durante casi dos horas, el camarero Marco no paró de hablar con la diplodocusiana lagarta, mientras que ella pensaba que, definitivamente, aquél no era un día normal.

-Fino a domani mattina –le dijo, el camarero, al final de su monólogo.

-¿Es... es... es una cita? –tartamudeó ella.

-Sí, mañana libro –le confirmó, mientras ella se desmayaba.

Al llegar a casa, vio un gran huevo sobre la cama. No recordaba haber puesto ninguno. Se acercó y posó delicadamente una garra sobre el cascarón. Notó que había vida. Lloró. Lloró de alegría. No se lo podía creer: iba a ser mamá. Llamaron al teléfono. Era Marco.

-Domani faremo l’amore.

-¿Quieres pisarme?

-Es lo que más deseo.

-¡Hay un huevo en mi cama!

-¡Ti amo! –colgó el camarero.

Se puso muy nerviosa. Algo no cuadraba. No era normal un día tan perfecto. Se acercó a la cómoda y se sentó frente al espejo. Fue entonces cuando se vio dormida al otro lado y lo comprendió todo.

-¡No! –gritó furibunda...- ¡No! –volvió a gritar, más furibunda todavía.

Se levantó de la silla hecha una furia. Rugió estremecedoramente. Agitó la cola con rabia y dibujó potentes círculos en el aire para tomar impulso y sacudir el cristal con ella. El espejo se hizo añicos al caer al suelo. No estaba dispuesta a volver al otro lado ni menos aún a que todo fuera un sueño. Había conseguido a su amado camarero; iba a ser mamá; no dudaba en qué ponerse por las mañanas, pues cualquier vestido le sentaba de maravilla; todos la saludaban; Marco la iba a pisar… Era tan feliz… ¡No volvería jamás! ¡Se quedaba allí!

-¡Crick! –empezó a resquebrajarse el cascarón del huevo que permanecía sobre la cama.