LAS COLUMNAS

Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me atormenta… Iba yo entrelazándome en las columnas como si obedeciera órdenes de Lezama Lima. Eran duras y frías, de mármol diría yo, aunque me sería imposible asegurar todo esto que estoy diciendo, casi sin pensar; porque pensar en ciertas cosas, me da miedo. Después de que el jaspe acariciara mi cuerpo, miré hacia el cielo, que no era azul, lleno de tortugas pequeñas, y me pregunté porqué las cosas más simples son las que más me cuesta comprender. Nunca lo difícil, que me entretiene desenmarañando su intrincado ovillo de incógnitas, hasta dejarlo liso y comprensible, sensible e indefenso. Pero es entonces cuando lo ignoto deja de serlo y se convierte en fácil para mi entendimiento, gira la rueda de nuevo y no lo comprendo, pues como ya he dicho antes, lo simple me entorpece y se me hace arduo para su vislumbre. Son estos ciclos de idas y venidas en mi propio pensamiento los que se me revelan como un latigazo en lo sensato y hace que vuelva a ellos con la firme convicción de que jamás podré salir de su gravedad demoníaca. Es por todo esto que como si de una orden de Lezama se tratara, iba yo entrelazándome entre las columnas de mármol frío, aunque no pueda asegurarlo, porque digo todo esto casi sin pensar... Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me inquieta… Marchaba yo entretejiéndome en las pilastras como si acatara órdenes de Lezama Lima. Estaban rígidas y heladas, de jaspe señalaría yo, no obstante sería quimérico afirmar todo esto que estoy explicando, poco más o menos sin cavilar; porque pensar en algunas cosas, me da pavor. Luego de que el mármol arrullara mi cuerpo, eché un vistazo hacia a las alturas, que no eran añiles, y me inquirí a mí mismo porqué las unidades, sean tortugas o no, más fáciles, son las que más me cuesta percibir. Jamás lo peliagudo, que me distrae dilucidando su enredado lío de enigmas, hasta dejarlo llano y evidente, impresionable y desamparado. Mas a la sazón, es cuando lo desconocido deja de estarlo y se reconcilia en posible para mi intelecto, da la vuelta el círculo de nuevo y no lo alcanzo, pues como ya he dicho anteriormente, lo fácil me estorba y se me crea tarea peliaguda para su comprensión. Son estos períodos de impulsos y regresos en mi propio especular los que se me revelan como un azote en lo juicioso y hace que retorne a ellos con la irrevocable certeza de que en la vida podré saltar de su infernal gravitación. Es por todo esto que como si de una orden de Lezama se tratara, iba yo trabándome entre los puntales de cuarzo helado, si bien no puedo aseverarlo, porque expreso todo esto poco más o menos sin recapacitar... Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me aflige… Caminaba yo trenzándome en los puntales como si cumpliera un mandato de Lezama Lima. Vivían rigurosas y frescas, de diaspro acotaría yo, sin embargo concurriría caprichosamente en aseverar todo esto que estoy declarando, poco más o menos sin meditar; porque recapacitar en algunas cosas me da pánico. Un poco más tarde de que el ónice coqueteara con mi cuerpo, observé la cúpula celestial, que no era celeste, repleta de tortugas, y me contrarié porque las cosas más factibles son las que más me cuesta distinguir. En absoluto lo laborioso, que me hacen matar el tiempo interpretando su confundido fardo de misterios, hasta dejarlo natural e innegable, susceptible y desabrigado. Pero cuando lo inexplorado deja de estarlo y se aviene cómodo para mi capacidad, da la vuelta el disco nuevamente y no logro su merecimiento, ya que como he expuesto antes, lo posible me cohíbe y se me crea labor compleja para su juicio. Son estas etapas de tracciones y regresiones en mi propio discurrir los que se dejan ver como una flagelación en el juicio y hace que regrese a ellos con la irreparable seguridad de que en la vida conseguiré dejarme llevar en su vorágine espiral de elementos inabarcables. Gracias a ello me sometía a un supuesto mandato de Lezama, si es que de eso se trataba, e iba yo enlazándome entre cariátides que no lo eran, de piedra inerme y fría, aunque no pueda confirmarlo, porque casi siempre digo las cosas por decirlas, casi sin pensarlas, casi por decir algo, casi, casi, como cuando iba yo entrelazándome en las columnas como si de una orden de Lezama Lima se tratara.... Y si de eso se trataba, tengo que decir que las columnas que se disponían a lo largo y ancho de aquel jardín sombrío, no eran columnas, ni tan siquiera había, pero yo obedecía órdenes de alguien, que no era Lezama, y no podía dejar de entrelazarme en ellas. Porque era tan fácil hacerlo, tan sencillo, que no importaba que no hubiera pilastras en las que entretejerme si me lo mandaba Lezama, aunque no fuera él quien me lo ordenara, ya que yo estaba decidido a obedecer. Y aquél cielo que no era cielo, ni firmamento, ni nada parecido, lleno de tortugas. Lo azul, que no lo era, y que yo veía, se extendía a un infinito acotado por mis ojos cerrados. Me dejaba llevar por el roce de las columnas con mi cuerpo, mientras pensaba en cosas difíciles de entender y que comprendía, para dejar de comprenderlas. Yo creo que fue aquel día cuando sucedió todo. O, al menos, comenzó a suceder, y ni siquiera sé cuando acabará, porque una cosa es segura: todavía no ha terminado. Veo tortugas que se hacen más y más pequeñas a medida que cogen altura. Las tortugas se convierten en tortuguitas. Aún sigue lo oscuro sobrecogiéndome como a un animal indefenso antes de ser devorado por su enemigo, que quizás no lo sea, o sí, quién sabe... Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me angustia… Quién sabe si no empezó todo el día en que las columnas me llamaban en susurros con la voz de Lezama obligándome a ir hacia ellas. Acércate, me decían. Y yo apartaba la hiedra del camino con sólo mirarla. Ni una sola hoja pisé de las trepadoras que confundían el camino tortuoso que conducía a las hileras de sirenas de piedra. Porque yo ya pensaba que las pilastras eran sirenas de piedra, cariátides marinas de sal, de cuarzo, de mármol. Y la voz de dios Lezama, de lezama Dios, empujándome, ordenándome que fuera hacia la misteriosa telaraña de columnas en la que quedaría atrapado como una hoja, un insecto, un Ulises trastornado por la suave voz que como una ligera brisa discurría entre el aire acuoso y frío de aquellas sombrías pilastras del fondo del jardín... Poco a poco fui descubriendo la terrorífica verdad. ¿Era realmente aquello un jardín? ¿Eran columnas? ¿Era Lezama quien me hablaba? Yo creo que estaba buscando a Dios igual que un pájaro hambriento busca los huevos semienterrados de mamá tortuga a punto de resquebrajarse… Los pájaros negros, más negros aún que las aguas del mar en la noche, esperan a que las mamás tortugas pongan los huevos. Una acción lenta la de poner los huevos, como lento es el enterrarlos en la arena, como lenta es la vuelta de las tortugas, arrastrándose, a las negras y lentas aguas del mar en calma. Desde los acantilados los pájaros vislumbran el reflejo nacarado de los huevos mal enterrados y se lanzan hacia ellos. Negro rápido contra blanco lento… Pero es normal: en el momento en que la ola calma acaricia la cabeza de mamá tortuga lenta, el pico del pájaro rápido rompe el cascarón del huevo indefenso… Dios es todo esto y más: la horrible verdad. Pues, ¿no es cierto que la verdad siempre es despiadada? Y si la verdad es Dios y dios es la Verdad, Dios también es despiadado: los pájaros esperan a que los huevos maduren, florezcan y se rompan, de pronto, todos en la misma noche negra, dejando libres a miles de tortuguitas lentas y siniestramente florales que corren desesperadas con sus cortas patas-pétalo hacia la playa calma. Terrorífico… Intentan escapar del pico rápido y mortal de las aves bajo los gritos de las lentas mamás tortugas que ven cómo sus crías lentas son devoradas en la negra noche por los negros pájaros, más negros aún que las aguas calmas del mar adónde intentan llegar las miles de tortuguitas lentas sin llegar a conseguirlo, en un angustioso ciclo de supervivencia y depredación absoluta. Tortuguitas que vuelan entre los picos de las aves aleteando en el aire sus cortas patas-pétalo a punto de morir bajo la desesperada mirada de mamá tortuga-flor, que sólo le queda sumergirse en las negras profundidades del océano para llorar, sola, sin ser vista, escondida entre las algas. El castigo que impone la vida llega demasiado pronto para algunos. No hay que luchar contra ese castigo, sino aceptarlo. No hay nada que hacer… Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me abruma… Es la sentencia más horrible de la vida. Igual que el amor es utilizar a las personas, yo utilizaba a las columnas para entrelazarme en ellas y ellas me utilizaban a mí para acariciarme, aunque no lo recuerdo bien. No logro recordar ciertas cosas, pero sé que había amor y tortugas-flores. Mi auténtico primer recuerdo es el de ayer. Ayer mismo, como cuando me entrelazaba en las columnas del fondo del jardín, o eso creo. El caso es que empiezo a recordar un futuro sin algas. El pasado se me nubla, no puedo recordarlo. Por eso, no sé desde cuando me deslizo entre las columnas del fondo del jardín. Si pudiera recordar… Pero prefiero jugar. Somos niños en un gran jardín de infancia lleno de columnas. Y jugamos a las cuatro esquinitas. No estoy solo. No estamos solos, las tortugas y yo. Jugamos a mirar dibujos. Miramos dibujos de tortugas para salvarnos. Ahora sólo miro dibujos de tortugas. Antes podía leer, pero ya no, no sé desde cuando las letras dejaron de serlo para ser sólo dibujos de tortugas. Creo que Dios intenta salvarme, pero ¿por qué a mí? Quizás piense que merezco ser rescatado del pico implacable del ave Recuerdo, al igual que una tortuguita lenta la salva la mano de la ola Suerte, ofreciéndome las columnas del fondo del jardín para entrelazarme en ellas, bajo el cielo azul, que no es tal, sino negro, como el destino de un recuerdo pasado e inútil de Lezama, que me implora y ordena que me entreteja en las pilastras de mármol del fondo del jardín, o al menos eso creo yo. Porque no hay mayor placer que poder hacer una y otra vez algo que me gusta. Acaso no sea más que un simple juguete en este jardín de infancia. Las columnas vivas juegan con mi cuerpo inerme. O no… O sí, no sé. A veces estoy tan, tan nervioso que podría salirme de la misma piel. Aunque no pueda recordar, todavía puedo pensar. Carpe diem sin final, si no fuera por esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic y que me atormenta… No oigo llorar a nadie… No oigo llorar a nadie… Creo que cada vez tengo las cosas más claras. Estoy más cerca de la verdad. Pero, antes de que deje de oír el sonido metálico de mi, acaso, propia respiración, déjenme hacer una pregunta: ¿no es verdad que he estado entrelazándome en las columnas del fondo del jardín?