DERRUMBES




-Es lo que hay –dijo.
-Sí –respondió.
-¿Podíamos haber hecho algo más?
-Era muy difícil.
-¿Qué suena?
-El volcán.
-¿Ya?
-Parece.
-Cenizas…
-Cenizas.
-Algún día tenía que ser.
-Sí.
-¿Han nacido los cinco niños japoneses?
-Todavía.
-Entonces…
-Sí.
-Queda poco.
-Poco para que empiece.
-¿Será rápido?
-Tanto como quiera serlo.
-Sí.
-Ya no depende de nosotros.
-Quedarán defraudados.
-Mira.
-¿Qué?
-El volcán.
-¿Qué?
-Su furia.
-Sí.
-¿Tienes miedo?
-No.
-Ya no hay marcha atrás.
-Ya no.
-Acaríciame, antes de que termine todo.
-Mi alma.

Un día, mientras la lava de un volcán de Islandia discurría ladera abajo para caer al mar y solidificarse, la llave de un grifo muy antiguo, de aquellos con forma de estrella, ya oxidado, decidió abrirse sin el permiso de nadie, con esa sabiduría que sólo los veteranos saben y que los jóvenes no tienen en cuenta, harto de esperar la calidez de la carne, el roce de unos dedos que lo giraran. El caño despertó con un fuerte dolor en las entrañas y vomitó agua turbia por los años de tristeza y olvido dentro de las cañerías de plomo, atrapadas entre los muros de un caserón abandonado...
Aquel mismo día, a miles de kilómetros de allí, casi, casi en la Patagonia,  un libro se leyó a sí mismo y quedó satisfecho; aunque la historia, su historia, él, en definitiva, era muy triste. Abatido, comenzó a llorar porque pensaba que nunca iba a poder llorar su autocomplaciente tristeza...
Y aquel mismo día, también, una jirafa despistada empezó a comer las tiernas hojas de las copas de los árboles sin mirar adónde iba, hasta que sin darse cuenta llegó al desierto de Australia. Miró a un lado y a otro, estirando el cuello más todavía, para intentar ubicarse, pero no vio nada, sólo dos nubes que chocaban a lo lejos y una pulga que se le acercaba y que se agrandaba a cada salto, hasta convertirse en un insecto gigante y monstruoso, parecido a un canguro. Entonces, la jirafa comprendió que se había perdido, que estaba hecha de tinta y que nunca podría volver a la pluma de aquel escritor mejicano de la cual salió...
Y en otro lado del mundo, no importa cuál, una lupa descuidada quiso ver tan de cerca el sol que, absorta en su empeño, no se dio cuenta de que detrás de ella, en su retaguardia cristalina, se quemaba todo lo que tocaba el haz destructor que ella misma desprendía, y dejó yermo lo vivo, aquello donde había vivido angustiada por la inmensa percepción del mundo que tenía... Un mundo que estaba loco: tierra de pura agua, ruedas cuadradas, pinzas que no sujetaban, días sin horas y adioses de bienvenida... Realmente, aquel día fue decisivo; tanto, que los niños africanos no hicieron caso a sus ombligos abultados y comieron lo incomible, lo repugnante, lo nauseabundo. Y unos niños de Suecia tiraron sus juguetes alemanes a la basura, mientras un matrimonio japonés tuvo cinco hijos: Hosokawa, Tomiichi, Hashimoto, Koizumi y Junichiro.

Otro día, el volcán de Islandia calló para siempre y dejó de arrojar  lava, las tuberías del viejo caserón se quedaron secas de lágrimas,  el libro que se leyó a sí mismo se volvió rencoroso, la jirafa comprendió la diferencia entre un canguro y una pulga, la lupa se dio cuenta de su poder... el mismo día que el mundo loco se quedó en paz.

Arriba, mucho más arriba de donde está Dios encadenado, donde no hay nada y está todo, algo se regocijaba por el trabajo bien hecho y la última mosca de mayo nació para arreglar el mundo, sin saber que sólo tenía un día para hacerlo. Y piensa que te piensa en cómo y cuándo, la mosca murió al anochecer con el deber en el propósito, beatificada en su propia buena intención… La luz se apagó y todo quedó en nada.
La nada, harta de serlo, comenzó a dar muestras de querer ser algo, así que dio un salto y la buena intención se convirtió en propósito. La rueda fue redonda y comenzó a girar… Al pan se le llamó pan; al hombre, hombre; a esto, esto; a aquello, aquello… Hasta que un día un volcán de la extinta Islandia comenzó a rugir.

-Calla.
-¿Qué pasa?
-¿No oyes?
-¿Qué?
-El volcán.
-Ya estamos otra vez.
-Sí.
-¿Hasta cuando?
-No lo sé.
-Cenizas…
-Cenizas.


CONSANGUÍNEO: EL CHICO DE LA CÁMARA

COLIBRÍ



La luz que se filtraba por las persianas caía sobre las flores rojas y amarillas al fondo de la habitación, transformándolas en fuego. Junto a la mesilla de noche, sobre la cual se disponían algunos retratos de muertos queridos, Dilecta vegetaba en la cama. Remoloneó unos minutos, según ella, y, al fin, se reincorporó al cabo de casi dos horas, según la misma realidad, para quedar sentada en el borde del lecho. Se calzó unas chinelas poco adecuadas para la temporada, pero es que no tenía otras, y se acercó, tambaleante, a la ventana. Mientras terminaba de subir las persianas medio bajadas, curiosamente, le llegó el aroma del café que todavía no había hecho, que la desperezó entre la falsa humildad de una mañana, que se evaporaba incomprensiblemente entre la amenaza de lluvia que pudo observar a través de los cristales. Dilecta no comprendió. Pensó o creyó que, poco antes, le había parecido haber oído el crepitar de las flores secas dispuestas en el jarroncito de cristal sobre la cómoda del fondo de la habitación y sintió que era otro día más, colmado de baladros y decisiones hipócritas. No había sol o había muy poco, lo que dejaban ver las muchas nubes que casi cubrían por completo el cielo. Los rayos de sol no incendiaron los pétalos de las flores de papel crepé. Se sintió engañada y traicionada, como tantas veces, por quien quiera que fuese. Dilecta intentó pensar en lo bueno y lo malo de la vida o, mejor dicho, pretendió dilucidar entre lo bueno y lo malo de vivir.
         Con el sabor del café inexistente todavía en la boca, fue a la cocina para prepararse uno. Mientras esperaba a que saliera, se acercó a la pequeña ventana de la cocina y miró el exterior con la frente apoyada en los cristales. Dilecta se sintió desposeída de todo, ninguneada y aturdida, como una semilla enterrada a la que se le niega el agua que necesita para germinar. Miraba por la ventana ajena a las almas que correteaban entre los paraguas, grandes hongos o minúsculas bombas atómicas, pensó, y se reiteró en lo que tantas veces en su vida había pensado: no ser un lastre de su propio destino. Miraba por la ventana el fragor de lo conocido y quiso no estar viva. Miraba por la ventana la vida y  deseó estar muerta. La apaciguada mirada de Dilecta a través de los cristales podría presagiar melancolía o un futuro lánguido, pero nunca un alma enjaulada y suicida.
         El silbido de la cafetera sacó a Dilecta de su ensimismamiento y corrió hacia el hornillo para apagar el fuego. Y quitó el gas, sí, y pensó en el viento que corta por la mitad el ajetreo y las vicisitudes de la vida. Y quitó, también, la cafetera del infiernillo, mientras pensaba en la lluvia y en las gotas de esa lluvia empapando los cabellos de la gente. Y se sirvió el café recién hecho y se lo llevó a los labios. Y empequeñeció esos mismos labios para soplar el café ardiente y pacificar su calor. Y dio un pequeño sorbo, para después fijar la vista en el infiernillo apagado. Y creyó ver un gran ojo que la observaba... Llevó su mano a una de las llaves de la cocina y la abrió. El gas suspiró, liberado. Después, una tras otra, lenta y mecánicamente, abrió las demás espitas, como si estuviera consumando  un rito ancestral. Dilecta sintió que estaba haciendo magia. Y magia es, en cierta manera, adelantar el paso hacia el otro lado. Siempre es magia lo desconocido.
         Sentada en una silla, con los brazos apoyados en una pequeña mesa de indefinible material sintético, con las manos sujetando la taza de café todavía caliente, Dilecta esperaba. Cerró los ojos y, en la oscuridad, vio cientos, miles de ojos extraños, que la observaban detrás del húmedo velo de sus párpados. Miradas recíprocas que, no sabía por qué, desaparecían entre las manecillas apresuradas de un reloj y que daban paso, por unos segundos,  a la visión de un tren abarrotado de bostezos para, finalmente, acabar entre sollozos. Dilecta no comprendió por qué lloraba, pero se dijo a sí misma que tal vez lloraba porque estaba dejando escapar la insoportable belleza del mundo que a ella tanto miedo le daba. Aún así, tomó un último sorbo de café de la taza.
         Dilecta pensó que había saltado desde la trinchera a campo abierto. Ya no había -ni lo quería ella- vuelta atrás. No se permitiría el retorno. No. Ya, no. Inspiró, retuvo el aire y quiso pensar en el infinito, pero nada; no hubo manera y expulsó el aire retenido. Dejó que la invadieran sonidos, olores, cualquier sensación ajena o propia. Quiso que la golpease la furia de un enjambre. Quiso sentir muchas cosas en ese corto e ingrávido espacio de tiempo. Lo quiso todo y no consiguió nada. Pensó en servirse otro café, pero no lo hizo. Dilecta seguía esperando, no sabía muy bien qué.
         Abrió los ojos y todo le pareció igual. Pero no lo era, porque pensó qué pasaría si encendiese todas las lámparas de la casa de las viudas de voluminosos moños de un cuento que una vez leyó. Se preguntó por qué todas las lámparas de aquella casa permanecían siempre apagadas; sobre todo, las lámparas del salón de lectura. Dilecta miró la cafetera y tuvo el impulso de servirse otra taza de café, pero permaneció sentada en aquella silla que siempre le había parecido incómoda y, de hecho, seguía pensándolo, porque el asiento lo consideraba demasiado pequeño, demasiado frío y demasiado duro. Pero, el motivo verdadero por el cual no se sirvió una taza de café fue que, ante sus ojos, su cocina ya no era su cocina, sino un salón de lectura, donde una mujer de cabello extraordinario le sonreía. Dilecta cerró los ojos durante unos segundos y los volvió a abrir. La extraña mujer de pelo arbóreo seguía allí, con una dulce y aprobatoria sonrisa, sentada en una silla inexistente por la amplitud de su vestido, la cabeza recostada ligeramente hacia atrás, en la pared, y su largo y negro cabello ondulado desparramado sobre esta. Pareciera que podía estar así todo el tiempo que hiciera falta, pensó Dilecta. Mirándola.
         Dilecta observaba cómo el pelo de la mujer avanzaba por la pared como si de una planta trepadora se tratara. Tuvo el impulso de ofrecerle una taza de café, pero cayó en la cuenta de que ya no estaba en la cocina de su casa, sino en el salón de lectura del cuento que una vez leyó y decidió -como si ella pudiera decidir ya- esperar a lo que fuese que le ofreciera el destino... Mientras esperaba, creyó ver a través de una de las persianas del salón  revolotear unas palomas y se percató de que la mujer de cabello móvil también miró hacia el mismo sitio, dejando en suspenso lo que parecía el comienzo de una conversación. Entonces, Dilecta pensó en la Muerte, en si no sería aquella mujer la muerte personificada que venía a llevársela. Recordó las espitas de gas abiertas, los grandes hongos y las minúsculas bombas atómicas. Quiso levantarse y cerrar las llaves de la cocina, pero le vinieron a la cabeza los voluminosos moños de las viudas del cuento y la percepción del mundo se le hizo vegetal. Voluminosos moños como coliflores, moñitos como coles, cabellos de paja y peinados repollo. Dilecta creyó ser un colibrí y quiso anidar en el frondoso y ondulado cabello de aquella mujer, fuese quien fuese... Y, es verdad que Dilecta, a pesar de estar sentada, casi derrumbada, en la silla de la cocina, se sentía ingrávida y volaba por aquel salón de cuento de paredes cubiertas de cabello, que avanzaba sin descanso por los marcos de las puertas, buscando libertad donde fuera.
         Dilecta vio cómo la mujer de pelo selvático le hacía señas con la mano para que fuese hacia donde se dirigiera su cabello. Pensó que el café ya estaría frío; pensó en la lluvia, en las flores que ardían en su habitación aquella mañana, en los enormes hongos o minúsculas bombas atómicas. Recordó las llaves de gas abiertas... Se arrepintió. Quiso cerrarlas y seguir viviendo. Corrió entre la maraña de cabello hasta toparse con una puerta; la abrió y se sorprendió de que estuviera abierta. Luego encontró que detrás de la puerta había otra puerta; la abrió y otra vez se sorprendió de que estuviera abierta; pero detrás de cada puerta había otras puertas y todas abiertas, infinitamente; hasta que llegó a una puerta que no abría… Entonces, todas las puertas anteriores se cerraron de golpe.



CONSANGUÍNEO: ENTRELUCES

AURORA


Sé de antemano que esta carta nunca te llegará y que quedará entre las cálidas y secas hojas de algún libro, escondida, nunca olvidada. Tus ojos no verán jamás las palabras confitadas que de mi pluma se deslizan hasta la inmaculada hoja de papel haciéndome sentir culpable del amor que siento por ti. Acaso, ni siquiera termine de garabatear los pensamientos que arrollan mi juicio, el sentido común que nos impone la vetusta humanidad  que domina al mundo en que vivimos. No habrá providencia alguna de que el viento arranque esta misiva de mis manos y la haga llegar a tu regazo, que en un futuro no muy lejano, será resguardo de algún joven afortunado, que no seré yo. Puede que ni termine el tormento que supone escribirte esta carta, aún sabiendo que nunca la leerás. ¿Hay dolor más grande que la pena lenta, pero implacable, de querer y no ser querido? ¿Qué sufrimiento puede compararse con el de saber que tu cuerpo  nunca será mío? ¡Saber que tu boca y la mía jamás apreciarán el roce jugoso de nuestros labios! Tu sexo totalmente prohibido al tacto de mis dedos. Tu cuerpo inexperto a merced de mis deseos... Nunca.

Cuando te veo sentada en tu pupitre frente a mí, todo lo demás desaparece.  Tú y nada más. Mis clases te las doy a ti. A ti van dirigidas las palabras que pronuncio, los ejemplos, las explicaciones, el movimiento de mis manos cuando hablo, el balbuceo de mi voz cuando me miras, la alegría que siento cuando sé que me escuchas, mi dolor si veo que te aburre mi lección, todo mi amor, todo mi ser es para ti, Aurora...

Me gusta tu nombre porque no hay diminutivo para él: Aurora. Mi luz, mi luciérnaga. Verte cada día en el aula: mi meteoro luminoso particular. Ojalá pudiera beber tu nombre, acariciar tu rostro perfecto, tu cuerpo adolescente, tuyo y de nadie más, sólo para los ojos que se maravillan al verte...

Cuando estás sentada frente a mí, con las piernas jónicas cruzadas, mis ojos se pierden en las oscuridades de los pliegues de tu falda. Tu sexo oculto, cobijado,  abrigado por los muslos prietos que, alguna vez que otra, se despliegan para volver a cerrarse y arropar de nuevo tu flor, mientras que mi verga se deslía, decidida, dentro del pantalón prisionero. ¡Cuántas veces ha llorado mi príapo la simiente sin querer, aunque sin poder remediarlo! ¿Habrás notado mis palabras entrecortadas mientras te miraba y me vaciaba avergonzado, disimuladamente? La mano en mi entrepierna acariciando con un vaivén mecánico el miembro que no piensa, que sólo codicia lo que cree que de verdad merece: lo que se le niega injustamente por el estupor que supone  la implacable vorágine de tu inmaculada inocencia. No sabes el dolor que siento cuando me vacío mientras escribes tus notas, apuntes ordenados de letra limpia en tu cuaderno cuadriculado, ajena al placer humillado que siento por la indiferencia propia y natural de tu rostro ingenuo...

Aquella vez que llegaste tarde y te acercaste a mí encogida y avergonzada, con una nota de tu madre explicando el retraso y que nunca leí, pues ya estabas perdonada de antemano, mi Aurora, mi tesoro... Tu olor a agua de colonia infantil al pasar a mi lado. Ese giro leve dándome la espalda mientras caminabas hacia tu mesa, aterradoramente vacía hasta aquél momento  que volvías a ocuparla con tu cuerpo... El inmenso vacío del aula quedó lleno con tu falda de flores primaverales: flores sobre otra flor todavía más perfecta, más bella, más hermosa... Ese olor tuyo de rosas frescas, que me embriaga y me transporta hacia una delicada telaraña a punto de romperse, a la locura, a la insensatez, a casi gritar, suplicar: Aurora, quiéreme...

Cada vez que me masturbo pensando en ti siento vergüenza. Pienso en tu cuerpo desnudo, en mis manos sobre tus pechos pequeños, en la presión húmeda de nuestros labios, tus ojos cerrados por la timidez, tus pies fríos y en un ligero temblor de tu abdomen antes de que tu orquídea jugosa acepte sin temor mi fuste decidido.

En sueños, recibo tu sexo caliente en mi boca, que espera entreabierta y ansiosa el almizcle que lo rodea. Saco la lengua y la paseo por toda la ecuación rosada, deteniéndome en el gracioso botón que hace que te estremezcas agarrando mi pelo fuertemente con tus delicados dedos de niña traviesa. En el momento que más gimes, paro y subo hasta tu ombligo ensalivándolo todo... Sin despegar la lengua de tu cuerpo, subo haciendo círculos mojados en tu piel, mientras tú te ríes por las cosquillas y subo un poco más para detenerme en tus pechos no definidos del todo, todavía, para morder suavemente las fresillas de tus pezones... Y vuelvo a bajar lentamente, aunque agitado, por todo tu cuerpo, sin despegar mis labios de tu piel, y llegar a tus pies. Tiemblas por el ligero temor de encontrarte junto a mí, sin saber qué es lo que voy a hacerte.

Muchas veces me he imaginado desnudo a tu merced... para enseñarte. Tú tocas con la boca y señalas con la lengua pedacitos de mi cuerpo con un redondel húmedo y caliente: ¿qué es?, me preguntas...  Yo respondo con un suspiro de gozo entrecortado: eso es mi mentón, y tú ya lo sabes... y vas bajando poco a poco haciéndome sufrir por esa lentitud que me excita y tanto deseo: ¿y esto?... el ombligo, ya lo sabes también... y bajas un poco más volviendo a señalar con tu lengua: ¿y esto?..., esto es el pene, Aurora, el falo, la verga, príapo o méntula, pudendo o bálamo, mi polla, Aurora, mi polla... Pero tú ya ni me escuchas: tu boca rodea mi glande, succionándolo, mientras tu lengua juega con en el prepucio y con el frenillo... palabras que dejo para otra lección, pues eyaculo y mi esperma caliente choca en el fondo de tu garganta... Lo tragas ansiosa, mientras tus ojos me miran fijamente y yo cierro los míos avergonzado.

Quiero más, me dices...

Lejos de desvanecerse la imantación de tu cuerpo cuando la clase termina y te vas, yo, sigo envarado en el aula hasta que todos habéis salido... ¡Cuántas veces me he dirigido por el pasillo vacío, entre mesas desiertas, y me he arrodillado al lado de tu silla y he inclinado mi cabeza hasta ella para oler el lugar donde tus nalgas han estado posadas durante horas! ¿Cuántas veces habré lamido el asiento de tu silla vacía llorando como un niño? ¿Cuántas veces me he sentido avergonzado por ello? ¿Hasta cuándo?




UP & DOWN

UP



-Jan llamando a Poc, Jan llamando a Poc... ¡Nada, no responden! ¿Qué vamos a hacer, Van?

-Estamos en una situación delicada, y no hay tiempo que perder. ¿Sabes lo que significa la falta de carburante en este rincón de la galaxia? ¡Es el fin!

-Todavía tenemos una posibilidad, Van.

-¿Cuál?

-Llegar a la piedra gigante interestelar que tenemos frente a nosotros.

-¡Claro, podemos coger la energía que nos falta de sus minas!

-¡Exacto!

-Pero, ¿cómo podemos llegar hasta ella? Los trajes espaciales están rotos, después de la colisión que tuvimos en Arrakis, y no podemos salir al espacio exterior sin ellos.

-Queda una posibilidad.

-¿Cuál?

-Podemos subir hasta la rampa  del nivel Atoris y deslizarnos hasta la piedra interestelar.

-¡Es muy peligroso! ¿Qué haremos con las perturbaciones eléctricas?

-Ya sé que es peligroso, pero no tenemos otra salida.

-Es verdad, o eso, o nuestro fin. No hay otra solución.

-Tenemos que ir. ¡Podemos hacerlo!

-¡Vamos!

-Espera, iré yo primero.

-No. Déjame pasar a mí primero. Las barras autoelectromagnéticas podrían alcanzarte, y ya sabes que a mí no me hacen nada. Soy inmune después de la descarga que tuve en Atoris.

-Vale, pero ten cuidado, no me gustaría perder a un amigo.

-No te preocupes, si pasase algo, moriríamos juntos.

-Van...

-¿Qué, Jan?

-Ten cuidado.

-No te preocupes. Iré desconectando las barras autoelectromagnéticas a medida que vaya subiendo. Tú sólo tienes que seguirme.

-¿Y que haremos con las perturbaciones eléctricas?

-Eso es cuestión de suerte, Jan. Tenemos que ser valientes. No hay otra salida.

-Sí, tienes razón. Venga, subamos ya, no tenemos mucho tiempo.



Iván y su amigo Juan subían por los tubos de hierro a modo de peldaños del tobogán del parque infantil de Balaguer. Mientras subían movían sus cuerpos a un lado y a otro, como si los balanceara un terrible viento y movían los brazos para apartar obstáculos invisibles...



-Ya queda poco, ánimo Jan. ¡Lo vamos a conseguir!

-Estoy sin fuerzas, ¡ayúdame!

Iván cogió a su amigo de la mano y estiró con fuerza hacia arriba.

-¡Lo hemos conseguido! Ahora solo tenemos que deslizarnos por la rampa con cuidado, para llegar a la piedra gigante interestelar. ¡Vamos, Jan!

-¡Cuidado!


DOWN


Siete... seis... cinco... cuatro... tres... dos... uno... ¡cero!

A resultas de una catástrofe espacial, Iván cayó en la superficie de un extraño planeta, liso y aparentemente estéril, como una gran bola de billar. No obstante, descubrió una asamblea increíble, como un muestrario de todas las razas pensantes de la galaxia, congregada en torno a una misteriosa pirámide de talla colosal, inmovilizada allí, acaso desde milenios, en un aparente estado de inmortalidad... Pero Iván, siempre curioso, descubre que, en realidad, la pirámide es una especie de nave espacial dotada de conciencia, que había estado esperándolo para transportarlo, junto con las otras razas, hacia un destino fabuloso: el mítico planeta paradisíaco Edena. No se lo dijo nadie, pero estaba seguro de ello, lo sabía. De vez en cuando, le parecía ver a su madre y a su amigo Juan, pero rápidamente desaparecían entre la multitud que había dentro de la pirámide transbordadora, que ya había iniciado el despegue, rumbo a Edena. Estaba cansado y le dolía la cabeza, así que decidió dormir un poco, reclinado en unos de los sillones galácticos a la espera de nuevos acontecimientos... Lo despertó una fuerte sacudida debida a los fuertes vientos solares que seguro circulaban en aquel momento por el espacio interestelar y le pareció volver a ver a su madre, que aparecía y desaparecía sin que él pudiera hacer nada. De pronto, el sonido de una sirena ensordecedora traspasó sus oídos y volvió a ver a su madre por unos segundos. Sería la última vez que la viera. Por los altavoces de la nave piramidal anunciaban una fiesta multirracial en el salón K-19 que invitaba a todos los pasajeros a acudir y a divertirse antes de llegar a su destino. En el salón todo el mundo hablaba animadamente, entre risas y gritos:



-Que sí, que sí...

-Acepto el trut y las explicaciones, ¿o qué te crees?

-...nada más aterrizar en aquel asteroide, los ordenadores se volvieron locos.

-No hay explicación. Es un misterio que nadie sabe cómo afrontar.

-¿Nosotros somos los más antiguos?

-...con los convertidores de materia, nunca se sabe.

-Y después llegó la impulsión.

-Es el trut más bueno que he comido en mi vida.

-¡Atan, amigo mío! ¡Tú por aquí!

-...exactamente, un proceso telepático irresistible...

-Yo creo que la pirámide no tiene tripulación.

-Acabo de llegar.

-Con o sin ella, no hay nada que hacer.

-Pásame un poco más de trut.

-¡Uy, qué moderno!

-...claro, claro, ¿de dónde crees tú que sacan la filusprita?

-...se me enredó el tentáculo en la...

-¡Yo sí que lo sé, yo sí que lo sé!

-...no, ahí no. Tócame aquí, ¿lo ves?



De pronto, una voz pregrabada informó de que estaban a punto de aterrizar en el planeta Edena y de que, por favor, hicieran colas uniformes en cada una de las cuatro puertas de salida. Iván corrió hacia una de ellas...


CONSANGUÍNEO: GLADYS-35

¿Por qué?

RUBIOS Y LEONADOS GIRASOLES



Desde hace algún tiempo, muestra, a veces, cierto aire absorto, una expresión de ausencia. Se le paran las manos en medio de un trabajo, interrumpido el gesto, distante la mirada; realmente, nada tiene esto de extraño, de no ser porque los pensamientos que la ocupan se resumen, todos ellos, aunque con infinitas variaciones, en esta pregunta: ¿Porqué a mí? Ahora mismo, se encuentra sentada frente al espejo de su habitación, cara a cara consigo misma, retándose con la periódica pregunta que nunca se contestará, pues no hay respuesta que valga, que la libere del tormento viciado que sigue enmarañado en su pensamiento. Las manos caídas sobre su regazo,  ocultas en el reflejo del espejo, permanecen inmóviles y es extraño verlas así. Esas manos ágiles y nerviosas que siempre se habían movido como mariposas, están ahora muertas, ajenas a todo, secuestradas por el olvido. De tanto en tanto, su cuerpo da un respingo, como si fuera verdad que hubiera alma y quisiera salir de golpe, y mira al espejo asustada sin saber por qué, y se da cuenta de que es de ella misma de quien tiene miedo, y observa su cara aterrorizada, y, al instante, comprende y comienza a llorar. Esa sangre blanca, que son las lágrimas, se hasta caer sobre distintas partes del  camisón estampado de pequeños girasoles que lleva puesto, y no parece que sea la tela la que absorbe, sino los mirasoles impresos que beben, sedientos, como si de lluvia se tratara; y es verdad que pareciese que crecieran. Incluso ella lo cree al bajar la mirada, pero no es más que la ilusión óptica, de las lágrimas que empañan sus ojos aturdidos, proyectando la visión como si fueran lupas envenenadas. Sus párpados se cierran para no ver y, tras unos segundos, vuelve a abrirlos para encontrar de nuevo su rostro en el espejo. Ya no llora. No le hace falta. De nada le sirve demostrar su pena. La tristeza que la embarga no necesita de lloros para que se vaya; necesita un milagro o un sueño eterno o, tal vez, perder definitivamente la razón para no saber ni pensar. Le gustaría vivir una vida ilógica que la apartara  del sufrimiento que la atormenta hace ya algún  tiempo. Pero esto no sucederá. La aflicción le consumirá el corazón entero. Sus noches serán largas y espesas. Vivirá consternada una vida llena de quebrantos. Y la pena se acomodará, agobiante, en todo su cuerpo, como ahora, sentada en una incómoda silla durante horas frente al espejo, que le devuelve, implacable, la verdad: la palidez de su cara por el sinsabor de su existencia. Ni siquiera ve otra cosa reflejada ante ella, algo que la distraiga de su angustia, algo que la haga olvidar durante unos minutos, al menos, la amargura que la carcome sin piedad. No puede; tiene que padecer el punzante desconsuelo que le ha tocado. Y vuelve a preguntarse (¿para qué?): ¿Por qué a mí? Y sigue sentada, clamando a Dios, con el alma partida durante unos minutos más. Hasta que su cuerpo, más inteligente que su pensamiento, decide levantarse. Camina hacia la cama; es tarde ya y debe dormir. Tiene miedo, pues le cuesta reconciliar el sueño. Aunque le asusta más que suene el teléfono. Sólo de pensarlo se le encoge el corazón. No quiere ni mirarlo y pasa por su lado ignorándolo, pero sabe que está ahí y  un escalofrío le recorre la espalda. Ya en la cama, se acurruca bajo la manta, cierra los ojos y piensa: Que no suene, por favor. Le tiembla todo el cuerpo, no de frío, sino por el suplicio que la tortura, el no saber o, por el contrario, el saberlo todo… Antes de quedarse dormida abre los ojos y ve el teléfono como si de un monstruo se tratara. No suenes, no suenes, no suenes, susurra, sin dejar de mirarlo...
Y suena. El teléfono suena. Se para el tiempo. Todo queda inmóvil, anormalmente suspendido. El pensamiento se le desordena. Se le nubla la vista. Su corazón late con inusitada fuerza. Se le atraviesa un nudo en la garganta. Alarga el brazo hacia el teléfono, pero no descuelga. Espera unos segundos, pero el maldito aparato no deja de sonar. Descuelga y pregunta, angustiada: ¿...sí?