EL CUENTO PERFECTO


Si escribo, tiendo lo que escribo y dejo que el aire decida lo demás, pensaba Strawberry en la cama. Normalmente, el aire altera todo lo que escribo, se dijo. Si escribiera aquel sueño, quizás el de otro; no, mejor el mío, aquel que tengo marcado en el recuerdo... Hacía ya algún tiempo que un sueño le rondaba por la cabeza y Strawberry quería escribirlo. Era un sueño de medusas que corrían por el marco de la puerta de su dormitorio. Si lo escribo, debiera sumergirlo en agua destilada, que siempre es mejor que el agua mineral, pues constantemente quedan restos, para que fuese un sueño verdadero y puro, para que se diluya la tinta en el pocillo de arcilla, pues lo haría de forma artesanal, con cariño, con cuidado, con el corazón, igual que el sueño en las lagunas de mi cerebro castigado; sí, si lo escribo, pensaba Strawberry todavía en la cama, sin la menor intención de levantarse y escribirlo. Debiera hacerlo... Si escrito estuviera el sueño, o sea, en un papel marcado, cogería el mechero para quemar las puntas del papel escrito. El sueño en llamas, pensó Strawberry. Las llamas serían pequeñas; serían llamitas... Y se juntarían. Poco a poco, las llamitas se juntarían e irían creciendo, mientras muevo los dedos; despego uno, después el otro, alternativamente, y jugaría a no quemarme mientras las medusas corren despavoridas hacia la nada… Si escribo el sueño, entierro lo escrito en un cajón con la esperanza de que no lo encuentre yo cuando consuma ese poco de tiempo que tenga para descubrirlo. Podré decir que era un cuento maravilloso. Era maravilloso, diría a mis amigos, pues unas medusas semitransparentes recorrían el marco de la puerta de mi habitación. Un cuento cuento, de los de verdad, creedme. Un cuento perfecto… El sueño, a cada instante, renace y muere. Nadie lo contempla. Sólo yo, pensaba. Y qué delicia verlo ir y venir borrándose, del modo en que a veces uno se esfuma con un cigarrillo en la boca, acodado en la barandilla de un balcón, el mío, pensó Strawberry, el de un quinto piso que es sétimo o séptimo, ya no sé, se dijo, o por qué no, mi sueño proyectado en un papel fotográfico, para que luego se rebele y se revele, si quiere, si yo quiero, siguió pensando. Yo decido, pensaba Strawberry mientras se daba media vuelta para seguir durmiendo, yo decido. ¿Añadiré algo más al sueño, lo adornaré, le pondré florituras o lo dejaré así, desnudo, tal como es, en su sencillez, con su verdad y su mentira, con los tentáculos de las medusas recorriendo el marco de la puerta? Yo decido.

Strawberry tendía unas hojas de papel escrito en las cuerdas del tendedero. Qué voy a hacer, le dijo a su vecino de al lado cuando éste le preguntó qué hacía tendiendo unas hojas de papel en el tendal; ¿no ve? le dijo, no ve que estoy tendiendo unas hojas de papel, pensó. Es muy sencillo, continuó, pues realmente lo hago para que el aire altere lo que hay escrito en estas hojas, ¿sabe una cosa?, siguió Strawberry justificándose ante su vecino, apoyando la barriga en el borde de la barandilla mientras tendía las hojas desde el sétimo o séptimo piso, todo lo que escribo lo tiendo y en este caso era más necesario que nunca. ¿Que porqué? Pues porque hacía ya algún tiempo que quería escribir un cuento sobre un sueño que tuve hace ya muchos años y que nunca he podido quitarme de la cabeza. Un sueño sobre medusas y anémonas… Bueno, si quiere que le diga la verdad, seguía hablando Strawberry a su vecino, no había anémonas, sólo medusas que recorrían el marco de la puerta de mi habitación pero, fíjese usted que, aún sin querer hacerlo, resulta que al final he adornado un poco el cuento sobre mi sueño de medusas que recorren el marco de la puerta de mi habitación y he incluido alguna que otra anémona compañera que, ahora que me doy cuenta, son totalmente innecesarias. Por eso cuelgo las hojas en las cuerdas, para que el viento se lleve lo innecesario. No me mire con esa cara. Le sorprendería la de cosas que se lleva el aire. En este caso, quizás se lleve a las anémonas. Y a los peces abisales. Porque también he incluido unos cuantos peces de los fondos marinos, ¿sabe usted? No. No sabe, claro. No puede saberlo. Le hablo, decía Strawberry a su asombrado vecino, de cosas muy personales que a usted ni le van ni le vienen, pero le recuerdo que fue usted quien me preguntó. ¿Qué me diría usted si le dijera que otra de las cosas que hago con mis escritos es sumergirlos en agua destilada? Lo hago muchas veces. Lleno un pocillo de agua y sumerjo los papeles escritos. Es muy emocionante. Sólo queda lo que realmente importa; lo mismo que hace el viento, lo hace el agua. A veces, sabe usted, me pregunto si vale la pena escribir, no sé si me entiende… Cuando hay que ser drástico, acudo al fuego. Empecé ya de pequeño, pues me gustaba mucho hacer mapas antiguos con indicaciones tortuosas para llegar a un tesoro escondido, casi siempre por los piratas. Quemaba los bordes de la hoja con el mechero de mi padre y pasaba la llamita por debajo, haciendo círculos rápidos para que el papel se oscureciera y tomara el color típico de los pergaminos. Con el tiempo, fíjese usted, me di cuenta de que el fuego también borraba lo innecesario, lo superfluo, las tonterías, digamos, para que usted me entienda, decía Strawberry a su vecino mientras seguía tendiendo hojas en las cuerdas. Si yo, por ejemplo, siguió, cogiera estas hojas y las quemara, quién sabe lo que el azar quemaría y lo que no. Figúrese que desapareciera lo concerniente a las medusas que recorren el marco de la puerta de mi habitación, sí, hombre, las medusas de mi sueño, las que hay escritas en lo que estoy colgando. Pues eso, imagine que quedaran sólo las florituras, las anémonas y los peces abisales. Muchas veces, el fuego se equivoca, créame. Quién sabe si lo mejor es esconder lo que escribo en un cajón hasta que se me olvide que lo tengo escondido allí y, entonces, pueda decir a mis amigos que escribí un cuento maravilloso, perfecto. En este caso, podría decir que era un cuento sobre unas medusas que recorrían el marco de la puerta de mi habitación y que es una pena que no puedan leerlo, porque era un cuento muy, muy bonito y muy bien escrito, porque en el momento de escribirlo estaba muy, muy inspirado. ¿No cree que sería lo mejor, dígame, no lo cree…? También es posible proyectar un sueño en papel fotográfico, ¿sabe? No crea que no lo haya hecho con este, el de las medusas, pero es que me quedó muy simple, muy así, ¿sabe?, como muy pobre, con solamente unas medusas recorriendo el marco de la puerta de mi habitación, sin anémonas ni peces abisales, y uno a veces es pomposo, como usted sabrá… Es curioso, pensó Strawberry cuando estaba tendiendo la última hoja de su cuento sobre medusas que recorrían el marco de la puerta de su habitación, que esté hablando solo, como si hubiera un vecino aquí al lado que me escucha, es curioso, pensó; mucho... Bueno, ya está, terminé, dijo al colgar la última hoja sobre el tendal. Seguro que queda un cuento perfecto, pensó.

AHORA YA ESTÁ CLARO

La muerte es el futuro de todos; por eso sé que has venido desde el futuro, porque en la muerte el tiempo pasa mucho más rápido que cuando estamos vivos, por el simple hecho de que allí, donde quiera que estés, no existen las horas. Has venido a rescatarme del infierno en que me encuentro desde que ya no estás a mi lado. Porque tú no quieres verme así, como un animal enjaulado entre cuatro paredes, lloroso, sucio, obsceno.

Ahora, cuando el sol de verano empieza a dejar rincones sombríos a lo largo de toda la casa, justo cuando parecía que te habías ido para siempre y la vida se me escurría de los dedos colándose por el fregadero como agua sucia, vuelves junto a mí para llevarme. No quieres aparecerte sólo en sueños, porque desde que ya no estás, todas las noches he estado junto a ti aunque fuera en sueños. Pero un día vi mi nombre escrito en los cristales empañados de la ventana y supe que habías sido tú.

Yo creo que ya habías venido otras veces, pero no me daba cuenta. Me sobresaltaba de aquel modo tan extraño, cuando dormitaba en el sofá en las tardes solitarias hecho un ovillo, con un temblor leve y un sudor frío empapándome todo el cuerpo. Entonces, miraba a través de los cristales de la ventana entreabierta, por donde entraba una fresca brisa marina, que me embriagaba con su aroma salado y traía consigo, muy a lo lejos, los dóciles punteos del lamento de tu muerte. Me percataba de que el sol decía adiós, coloreando de tonos violetas y anaranjados las nubes rezagadas del horizonte que se alzaban en el cielo, poco antes azulísimo. No te veía, pero sospechaba que habías estado a mi lado…

Me calzaba perezosamente los zapatos olvidados en el suelo desde no sabía cuándo, y observaba primero el salón y luego el resto de la casa. Todo estaba intacto, tal y como quedó aquella fría noche de invierno camino del hospital. Los platos seguían sucios sobre la mesa, las gotas del grifo repiqueteando perennes sobre el fregadero de acero inoxidable, una vela colocada en medio del mantel se había consumido hacía ya mucho tiempo, al igual que mi (tu) vida. Y aunque la habitación mostrara un clima apagado, frío y vacío, la imagen de nuestra última noche juntos seguía aún muy viva. (Igual que cuando mi padre destrozó aquel tren de vapor que tanto me gustaba porque decía que yo ya era demasiado mayor para jugar con esas cosas. Y aun así, seguía viéndolo como nuevo en mi cabeza, deleitándome con sus movimientos en círculo sobre la vía, el traqueteo de sus vagones y aquel humo imaginario de un color tan negro como el azabache.)

Podía aspirar todavía el olor de la colonia que llevabas puesta aquella noche. Miraba hacia el sofá de terciopelo marrón que había situado junto a la ventana y te recordaba allí, durmiendo junto al calor del fuego de la chimenea, con un libro abierto de par en par encima de tu pecho, esperando a que yo volviese y te despertara, revolviendo tu pelo y diciéndote cosas al oído para que tú me besaras y me obligases a quedarme toda la noche a tu lado, a la espera del nacimiento de un nuevo día.

Pero aunque me costaba admitirlo, ya no estabas. Te habías ido... lejos, muy lejos. Pero no partiste como partía el sol en aquellas tardes, triste y solitario. No, porque a la mañana siguiente él volvería risueño para darme un poco de calor mientras que tú… Tú te habías marchado para no volver jamás. A un lugar de donde aún nadie ha podido volver.

Si hubiera sabido que habías estado buscándome mientras yo dormía el resto de mis noches, junto a una parte vacía de la cama que nadie jamás volvería a poder llenar, hubiera salido a la arena de la playa en busca de tus pisadas; hubiera recogido las cenizas de las hogueras que había junto al mar, para averiguar si tu habías encendido la llama; hubiera bebido del agua del mar para saber si te habías bañado en sus aguas; hubiera recogido todas las caracolas para intentar oír tu voz; hubiera examinado cada roca por si había sido acariciada por tus manos, para saber si habías sido tú quien había pasado la noche al raso, dándole gracias a las estrellas por aquellos días que pasamos juntos y preguntarle al sol si había tocado con su luz naranja a la persona que convirtió, con su embaucadora media sonrisa, el infierno en mi propio paraíso.

Y te recordaba tumbado en el sofá... O cuando atrasaba la hora de los relojes para que no te marcharas a trabajar y tenerte así unos minutos más a mi lado. O aquella vez en que me besaste sin decir nada... Aquella tarde en la calle, cuando empezó a llover de forma huracanada y nada más llegar a casa cogiste una toalla y me secaste el pelo. O aquellas veces que nos quedábamos tirados en el césped mirando el sol, sin pensar. O cuando me dijiste que tú nunca te enterabas de nada hasta que no te lo decían claramente, y entonces yo te dije que te quería y tú me dijiste: “vale, ahora ya está claro...” Como la vez en que te descubrí llorando y se me partió el corazón. O cuando me hice un corte muy feo en la cara y le pedí al médico que te dejara entrar a la habitación para que me soplases en la herida. ¿Y aquella noche, de pie, junto a la orilla del mar, cuando me mentiste diciendo que estarías toda la vida a mi lado? No ha sido así. Ya no estás a mi lado. Ya no estás. Te fuiste.

Recordar me hacía sentir bien. Recordar aquello que fue y no volvería a ser jamás...

Pero has venido a rescatarme. El sol acaba de marcharse y ha dejado a una bandada de gaviotas volando en picado tras él, pero no logran alcanzarlo. La habitación ha quedado sumida en la más profunda oscuridad, y en el más absoluto y frío silencio, sólo roto por el sonido del devenir y el retroceso de las olas del mar. Has venido justo cuando empezaba a afrontar que no volvería a sentirte rodeándome con tus brazos, como tampoco sentiría el roce de tus dulces labios sobre mi piel salada, ni escucharía ninguna de tus risas, ni volvería a sentirme vivo nunca más.

Has venido por mí. Te he visto golpear las ventanas. Yo pensaba que no era cierto y me acurrucaba todavía más en el sofá. Pero cuando he oído que pronunciabas mi nombre y he abierto los ojos, te he visto rascando los cristales... Has vuelto, pues tras noches en las que nada queda, ni siquiera el eco del viento en el cristal de la ventana congelada, has arañado mi corazón para despertarme de la noche eterna en la que me encontraba; después de tantos días de papel vacío en los que, como un ciego, leía páginas no escritas; has vuelto para que huyamos lejos.

Vienes para rescatarme. ¿Huiremos del frío y del aliento escarchado, del prematuro desengaño y los derrumbes? Voy contigo... Huimos lejos, muy lejos, al otro lado.

Es una intimidad precaria la nuestra, pues algunos hombres desnudos salen de entre la niebla olvidada para acariciar nuestro cabello y alisar los flecos de nuestra ropa raída. No estamos solos, pero, curiosamente, no hay nadie más aquí. Estamos solos tú y yo.

Yo siempre quise ser un niño muerto para que pudieran contarme metáforas gastadas, hablarme de fantasmas que se desvanecen, de cenizas y huesos, de las voces que nadie escucha, de sucias pupilas, de los ojos redondos de calavera, de sombras tenaces, de la nada instantánea, de las gaviotas golpeadas en la ventana.

Tú eres un muerto muy singular; ya nadie, y yo menos, recuerda desde cuándo. Somos olvidados de pelo oscuro, y hemos perdido la vida en una batalla secreta, que solo nosotros sabemos. Hemos quedado tendidos en una suave pendiente del laberinto oscuro. Nada se ha atrevido a tocar nuestra carne muerta. Nos hemos fundido lentamente en la tierra. Nuestros cuerpos resisten la podredumbre y nadie entiende el macabro portento. Los años van diluyéndose sobre nuestra piel reseca y permanecemos adheridos al paisaje como otra fría pared gris.

Recostados en el suave declive, nos observamos en silencio y señalamos nuestro sueño de cuero viejo; admiramos nuestra tenacidad y anhelo de pervivir en la muerte. Hay otros hombres desnudos; la mayoría de ellos sólo se sientan a nuestro lado, en silencio, o nos hablan sobre sus sueños y pesadillas. Es curioso que haya otros hombres si estamos solos. Algunos pocos nos acunan y nos humedecen con sus lágrimas que resbalan por la suave piel de nuestro vientre de pergamino, hasta llegar al escondido ombligo, para caer, y perderse en el áspero y negro pelo de nuestro sexo herrumbroso. En el centro del laberinto, nuestras manos plácidas yacen extendidas, y entre los dedos crece la hierba y persistimos.

Doy un trago y te miro: dime, ¿por qué hemos vivido? Tú no me respondes. Silenciosa y terrorífica respuesta. Ni tan solo una huella borrada…

Derrotados, nos miramos de nuevo y nos alejamos. Ni siquiera nos decimos adiós, pues mutuamente nos recordamos otro tiempo, y nuestras palabras sólo son palabras, palabras deshaciéndose, desaparecidas, ya, en el fracaso. Y no lloramos... En la muerte, nos vamos distanciando. Caminamos por pasillos diferentes y ya ni siquiera oigo tus pasos. Cada vez más lejos el uno del otro. ¿Acaso me has traído junto a ti para una nueva despedida? Un día lluvioso, no cualquiera, cansado de buscar y no encontrarte, avanzo entre la niebla.

Intento volver a casa para que vuelvas a rescatarme, pero es inútil; ya estoy en el lugar donde el tiempo no existe, en el futuro de todos. Bajo la lluvia, como lo hacen los enamorados, miro a través de la ventana de lo que fue nuestra casa y me encuentro únicamente para afirmar, con grotesca elegancia, el terror de mi propio cadáver sobre el sofá.

VORÁGINE

Sólo lo que se esconde es profundo y es verdadero. De ahí la fuerza de los sentimientos viles. Es excéntrico decirlo, pero no encuentro una diferencia clara entre escribir, vivir y morir. Es lo mismo. Quizás no tenga valor lo que digo, pues la forma esencial de abordarlo no necesita del menor talento. Aún después de haber matado al niño Leocadio, a veces, me visita su espíritu por las noches... Oigo como sus uñas arañan el cristal de mi ventana. Me sonríe. Cric, cric, cric, suenan sus uñas en el cristal. Creo que todos los espíritus están dotados de deficiencias inconfesables.

-¿Doce añitos dices que tienes?

-Todavía, no, pero casi.

-¡Que ricura de niño!

-¿Jugamos?

Hacía años que me daba cuenta y no me importaba, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si el idiota era quien lo expone. Pero el idiota no soy yo, era Leocadio y por eso lo cuento. En realidad, no es grave cerrarse en banda, aunque te pone completamente aparte, y aún teniendo cosas buenas es evidente que a ratos existe una especie de nostalgia, un deseo de cruzar hacia el otro lado. Y se cruza, vaya si se cruza... Lo triste es que todo va mal cuando uno es idiota, y el niño Leocadio lo era. Ser imbécil te deslumbra y te ciega. Vas dándote contra los quicios de las puertas, hasta que un día, la herida es tan grande que no puedes poner remedio. Las soluciones huyen mientras uno coge violetas, ajeno a todo. Coges el frasquito y te olvidas de todo.

-Toma, huele.

-¿Qué es?

-Huele muy bien, ya verás.

-¿A margaritas?

-No, a violetas; las margaritas no huelen.

El niño Leocadio, a pesar de que para mí tenía nombre de loco, no lo era. Más bien era idiota, como ya he dicho. Tengo que hacer esto y lo otro, decía, mientras las margaritas lo sepultaban. Se dejaba llevar por él mismo, aunque no estaba del todo desligado: tenía un sentimiento de no estar del todo bien, lo que lo ponía de nuevo al pie del cañón. Era idiota, pero no tonto. Era como un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños con un adulto a cuestas, de manera que cuando el niño Leocadio llegaba a ser, en unos de esos momentos de justicia existencial, un adulto, ocurría que a su vez llevaba consigo al niño, y como sabemos, una coexistencia pacífica de dos mundos, con sus tonos lilas y naranjas, es imposible.

-¿Así huelen las violetas?

-Así.

-No me gusta, me marean.

-Qué le vamos a hacer. Anda, huele un poquito más.

Lo podríamos entender metafóricamente, pero no hace falta pensarlo más: es lo mismo que decir que un poeta es un criminal; o lo mismo que cuando decimos que fulano no tiene talento, sólo estilo. Pero justamente ese estilo particular es lo que no se puede inventar, pues es con lo que se nace. Es una gracia heredada, el privilegio que tienen algunos de hacer sentir su pulsación orgánica: es algo más que el talento, es su esencia. Es un bombeo, una comba de sentimientos ensalzados. El niño Leocadio y yo, quien sabe si no somos la misma persona. He decidido no detestar más a nadie desde que he observado que termino siempre por parecerme a mi último enemigo. Y el niño Leocadio y yo, no lo voy a negar, nos parecemos (creo que conocí al pequeño Leocadio el mismo día que creí conocerme a mí. Por eso tuve que matarlo). El infante (Leocadio) no sólo se comía mis quesos franceses, sino que también me produjo arritmias en el corazón y en la memoria. Tras unos años de supuesta complementación provechosa, un día me di cuenta de que el niño Leocadio era un completo idiota. Intenté deshacerme de él cordialmente. Vete antes de que sea tarde, le decía. Pero, nada: todo lo bueno que podía hacer venía de mi indolencia, de mi incapacidad de pasar a la acción, de llevar a cabo mis proyectos y designios. Mi voluntad de dar lo máximo (¿hay algo mejor que ofrecer la muerte?), era lo que llevaba al impúber Leocadio a los excesos y a los desajustes. Yo no quería herir sus sentimientos, pues quizás eran los míos. Pero no tuve otra opción. Tuve que darle un poco de lejía... Es que la vi allí, tan sugerente, encima de la lavadora. Una botella blanca que, como en el cuento de Alicia, decía (no lo decía): bébeme.

-Toma, Leocadio, bebe, lo necesitas.

-¿Está rico?

-Está muy rico.

-Vale.

Tuve que darle un vaso de lejía para que el corazón le quedara blanco y no se le rompiera. Toma, Leocadio, lo necesitas, le dije. La bebió de un trago y desde entonces viene a visitarme todas las noches: cric, cric, cric, suenan sus uñas en el cristal de la ventana de mi habitación. ¿Qué quiere? No lo sé, pero yo lo siento como algo divertido. Y no es que intente justificarme por haber matado al niño Leocadio, pero muchas veces pienso si Leocadio (el idiota, él, ¿yo mismo?) no soy yo por querer quemar el corazón del niño que todos llevamos dentro.

-Me encuentro mal.

-Claro, claro.

Cuando viene a visitarme (cric, cric, cric), nunca abro la ventana. Sólo me acerco a ella y observo al pequeño Leocadio; cómo sonríe suspendido en la oscuridad vacía de la noche. Se parece tanto a mí que me toco y acaricio mientras me doy asco de mí mismo... Al cabo de un rato deja de rasgar el cristal con las uñas y deja de sonreír. Me señala y me dice no con el dedo. No, me dice. No, ¿qué?, pienso yo. Y dejo de tocarme... Yo hago un gesto diferente cada noche; un gesto de no saber qué es lo que quiere que no haga, pero él desaparece alejándose hacia no sé dónde y yo vuelvo a la cama para llorar, mientras oigo al vecino de al lado masturbándose con los movimientos sincopados, cada vez más rápidos, de su mano lubrificada de su propia saliva viral.

-¿Leocadio?

-...

-Leocadio, no vuelvas más.

Leocadio deja de ultrajarme a medida que se acerca el alba y sólo me redimo en el momento en que él desaparece. De vuelta a ese mundo que es éste me siento presa de un orgullo pueril y me abandono al espanto. Creo que no hay un eje central. Soy disperso, qué le voy a hacer. Cojo un libro de Rimbaud y salgo para comprar el pan. Mi vecino sale a la misma hora y esperamos el ascensor. Buenos días, me dice. Buenas tardes, le contesto. ¿Perdón?, se extraña. Te perdono, le digo. Cuando llega el ascensor y mi vecino abre la puerta, le digo que mejor bajo andando, no sin antes observar su mano... Él se encoge de hombros y yo aprieto con odio el libro de Rimbaud contra mi pecho y comienzo a bajar las escaleras cantando el abecedario, hasta el último escalón que es la letra ka.

-¡...hache, í, jota, ka!

Paso el día como si estuviera en el paraíso. Ni me acuerdo del niño Leocadio. Me noto bien apegado al mundo, aunque creyéndome que no formo parte de él. Me siento como el alce caucasicus, ya extinto. Un mínimo de conciencia me hace infeliz y vuelvo a casa. Al llegar me doy cuenta que he perdido mi libro de Rimbaud y de que no he comprado el pan del día. Angustiado, vuelvo a la cama. Leocadio vuelve a mí: cric, cric, cric...

-He perdido mi libro de Rimbaud.

-(Cric, cric, cric...)

-Y no tengo pan.

Pienso que si la muerte es tan horrible como pretende hacerme creer el pequeño Leocadio, ¿cómo es posible que al cabo de cierto tiempo crea feliz a cualquiera (amigo o enemigo) que haya dejado de vivir?

-¡Vete, vete!

-(Cric, cric, cric...)

-¡No quiero verte más!

Mañana pasearé por todos los sitios en los que estuve hoy. Quiero encontrar mi libro de Rimbaud. Y comprar pan.

Mi vecino es un imbécil. También tendré que matarlo.

-(Cric, cric, cric...)

DUPLICADOS


Hasta hace poco, lo increíble no era que se hubiesen separado sin la ayuda siquiera de un bisturí. Lo que más cuesta creer es la total inconsistencia de las leyes filosóficas y científicas sobre las casualidades o inocentes coincidencias. No podemos tomar a la ligera el hecho de que, mientras uno de ellos daba los buenos días a una señora de Connecticut, el otro hacía lo propio con otra de Singapur, en distinto idioma, eso sí, pero en el mismo momento, con los mismos gestos y con el mismo respeto. Irremediablemente, uno de los dos quedaba, por lo menos, como un idiota o un excéntrico ante la mirada atónita de una de las sorprendidas mujeres, dependiendo de la hora en la que fuera dicho el, por otra parte, amable saludo. Aunque, a medida que iba pasando el tiempo, esa diferencia horaria que perturbaba involuntariamente el ritmo de sus vidas iba haciéndose más y más corta, a la vez que más y más larga, pues nunca dejaron de separarse… Ahora, ya no. Han vuelto el uno al otro, no sé si me entienden…

Allí están, duplicados, sentados en una silla especial, unidos por no importa qué parte del cuerpo y por la telepatía incuestionable de los siameses, y que a ellos les gustaría que no existiera, pero existe. Son dos, son uno. Un cuerpo compartido, sin quererlo, sin pedirlo. Impuesto. Para siempre. Cada uno siente, sospecha lo que el otro piensa. Los órganos compartidos se encargan de ello sin discreción, reveladores de cualquier sentimiento físico o psíquico: un hormigueo en el estómago, un mal pensamiento, la sangre llenando las cavernas del sexo, una lágrima contenida.... Un corazón negro para dos cerebros torcidos. Dos cuerpos imantados a la fuerza. No se quieren; es terrible, pero nunca se quisieron. Se aborrecen, se odian. Les repugna su propio olor porque es el del otro. Los pensamientos corren a través de una onda electromagnética imaginaria, invisible y traicionera, de un cerebro a otro, rebotándoles amargamente la verdad del contrario, de una parte de sí mismos. No se hablan, sólo se transmiten la abominación que se sienten con una simple mirada o con una sonrisa forzada y llena de odio… En las vigilias, sobretodo, se reprochan el haber nacido, se recriminan la infelicidad de sus vidas, lloran de rabia, se autocompadecen, se ahogan en su propia angustia; todo esto, sin abrir la boca, sin hablar y llenos de rencor, de permanente aversión, mientras observan desde la cama los terroríficos amaneceres a través de la ventana, a la espera de otro día estéril, lleno de despechos y malos humores, en el que ni siquiera se confesarán sus penas, las de cada uno, por el simple hecho de querer hacer sufrir al otro. Implacables, despiadados, severos.

Tuvieron la oportunidad de arreglar sus vidas aquella vez que siguieron caminos separados, el día que decidieron distanciarse mental y físicamente. Quién sabe si no fue en sueños la libertad que sintieron. Quién sabe si alguna vez estuvieron realmente separados, libres… Qué más da; vuelven a estar unidos, allí, en una silla bipersonal, la misma que siempre habían compartido a la fuerza por años y años, y que seguirán compartiendo, duplicados, pegados para siempre, sin poder salir de la maraña que enturbia e impide que un simple buen pensamiento salga de sus cerebros enfermos... Puede que sólo fuera imaginada la historia que me contaron unos borrachos, enfermo yo también de alcohol, ingenuo y crédulo ante semejante historia, como un mal dios con visión duplicada, igual que la misma historia de pares y simetrías siniestras que mis oídos oían aquella tarde extraña.

Me dijeron que quisieron separarse porque ya no podían aguantarse el uno al otro. Eso, lo creo. Fue una mañana de invierno, en pleno mes de enero, según parece, cuando pensaron que era el momento oportuno. Despertaron a la vez y cada uno saltó de la cama por un lado diferente. Así, sin más… Salieron a la calle, desierta, y caminaron en direcciones diametralmente opuestas bajo los perfectos copos de nieve que caían en aquel momento, callados, tiernos, perecederos… Expandían con total soltura la alegría de poder estar separados, el anhelo de echar por tierra las imperfecciones médicas y científicas que les habían negado el camino que ahora reafirmaban en cada paso que daban. Rompieron la barrera que acaso nunca existió. Quién sabe… Parecía que quisieran demostrar que el equilibrio soñado de la entropía fuera cierto, y puede que en algún momento lo consiguieran, justo cuando más separados estaban... Ahí debieron parar pero, codiciosos, siguieron andando hacia delante, sin mirar atrás, sin pensar que nunca se puede andar en una línea recta infinita, ni paralela a otra, ni opuesta, por el simple hecho de que no existen... Sin quererlo ni saberlo, a cada paso que daban, estaban más cerca el uno del otro, caminando sobre una imperceptible, lenta y perversa curvatura que los ha vuelto a unir y, que definitivamente, va haciéndose menos flexible y más perpetua.

DOPAMINA

1. Golem


Querido:

En realidad, no es que todo sea fuliginoso, sino que tú lo percibes así, como el alquitrán o la brea, de esa manera que sólo unos cuantos tristemente privilegiados pueden ver. Taciturno, corres sobre la acera de antracita, grisácea y sucia de andares ajenos, carcomida de pasos furtivos, lamida por el caucho de suelas impertinentes, en busca de una salvación que ni tú mismo estás seguro de encontrar.

Pero tienes miedo... Se le podría perdonar que fuera noche –siempre es noche a tu alrededor-, aunque daría igual que fuese a pleno día, pues cualquier hora es parda, hecha de tinieblas, prieta, mate, gris. La muerte, bruna, te persigue escondida entre las sombras de ébano que te circundan, camuflada, quizás, en un oso de peluche carbonizado después de tanta vida nitratada, de tantos apretones y moliendas en aquellos tiempos en los que llorabas abrazado a él... Desde la estantería de tu habitación, entre la luz fúnebre de horas intempestivas, el oso te dice a través de su hocico cosido: un perro sin colmillos, negro como el azabache, te morderá el cuello cuando menos te lo esperes, y morirás sin remedio, dentro de tu propia herida innoble e infectada...

Sin colmillos para hacerte más daño, si cabe. Por eso decides huir, para salvarte, para vivir una vida plácida, sin tintas ni betunes que, como la brea, enlutan tu corazón y tu pensamiento. Dicen que serán años y años umbrosos el tiempo que huirás de tu vida mísera y renegrida, pero no sé por qué motivo estoy seguro de que sólo serán unos días crepusculares, unas semanas vespertinas, a lo sumo. Yo, que como tú, me veo reflejado en los horizontes infinitos, en las cuadraturas de nuestro pensamiento, creo que todo está a punto de finalizar, si es que el fin existe...

Hacía años que te dabas cuenta, pero nunca se te ocurrió contárselo a nadie porque te parecía un tema muy desagradable. Por eso lo escribo yo, que pareciera que fuésemos uno solo. No pienses que soy insensible, es demasiado rotundo. Las cosas hay que dejarlas muy claras desde un primer momento. ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre? Existe una especie de nostalgia, un deseo de cruzar hacia el otro lado, donde amigos y enemigos están reunidos en una misma inteligencia y una misma comprensión brunas; pareciera que quisieses acariciar otros cuerpos para ver que no hay una diferencia apreciable y comprobar que perteneces al mismo círculo de belleza oscura, bronceada. Quieres un mal para todos, compartido… Sin darte cuenta, deseas el mal para los demás, aunque sólo sea a ratos, de vez en cuando y en ocasiones cenicientas, en las tardes crepusculares y tristes.

Sueñas con ver algún resplandor deslumbrante y cegador, que te salve, pero a medida que vas huyendo por los caminos broncíneos, la dopamina se disuelve en tu cerebro de forma equivocada… Eres ambiguo para muchas cosas, pero con una lógica a cuestas, de manera que cuando llegas a ser, en unos de esos momentos de justicia existencial, alguien razonable, ocurre que a su vez llevas contigo la ambigüedad, y como sabes, una coexistencia pacífica de dos mundos en tonos diferentes es imposible, acaso malsana...

Muchas veces oías el ladrido tétrico del perro asesino detrás de la ventana y cómo sus pezuñas arañaban el cristal… Entonces bebías de la, según tú, poción mágica, y dejabas de oír. Nunca abrías la ventana. Sólo te acercabas a ella y observabas cómo el asesino mineral se desvanecía entre el hollín, sometiendo a la dopamina traviesa y culpable de tus frecuentes desvaríos…

Te conozco personalmente, sé muchas cosas de ti, y lo más curioso es que no sé quién ha podido contármelas. No recuerdo. Creo conocerte casi tanto como a mí o aún más… Incluso yo mismo veo a las urracas sobrevolar el cielo en busca de corazones desprevenidos. Pero tengo en la billetera esta carta que recibí un día y que en estos momentos estás leyendo. Eso, me ayuda. Me tranquiliza.

Ahora, que veo el reloj girar hacia atrás, es el momento... Tira del tiempo hacia atrás, de tus recuerdos. No mires al cielo macabro plagado de sombríos pájaros. No dejes que sus picos hurguen en el pecho de las buenas personas, como tú. No me conoces, no lo conoces todo. Recuerda cuando eras niño. Coge el oso y llora sobre él. Te conozco más que nadie. Cuando entre la hulla veas aparecer al perro sin colmillos, piensa que ese perro no existe. ¿No ves que no puede morderte? Su pezuña endrina no tizna el cristal de tu ventana. Es imposible vivir en dos mundos, recuérdalo. Escoge la existencia pacífica del camino y busca el resplandor. Sal del lado plúmbeo que eclipsa tu sentir calcinado, negro como el tizón. Déjate de ambigüedades cetrinas. Es la única manera que la dopamina deje de alcoholar tu cerebro noctívago que, sin tú quererlo, de forma mecánica y sin pedirte permiso, calcina y negrea el resplandor que estás buscando, asfaltándolo todo de negror interminable. Llama a las cosas por su nombre: nostalgia a la nostalgia, carbón al carbón, malvado a lo malvado, noche a las horas sin luz... Lee todo esto y guárdalo en tu billetera, a ser posible cerca de tu corazón, sobre el pecho, como yo mismo hice un día. Debes ser más sensible. Más aún que yo mismo, que escribo esto para ayudarte, para ayudarme. Ya son demasiados días requemados, aunque no te des cuenta y sigas destruyendo los horizontes que te propone el destino.

Oscurecido ya el día, apagado, cansado de pensares opacos, tengo que dejarte y esfumarme en la penumbra, dentro de ti. Espero que, cuando leas todo esto, te sirva de algo y pueda ayudarnos a dejar atrás la negrura de la vida requemada y que la dopamina encuentre el camino adecuado de una vez por todas, y que cada uno siga por caminos separados, hasta perdernos de vista. Cada día, a cada minuto, más lejos el uno del otro...

Tuyo, siempre,
un amigo


2. Tiempo compartido

Una conducta impredecible y aparentemente aleatoria era la tendencia en la vida de Ludovico, al igual que una columna de humo ascendente, el latido de cualquier corazón humano o el comportamiento de los enamorados.

-No es que lo rechace o lo acepte. La verdad es que estoy harto de este diálogo absurdo. Es mucho más fácil avanzar con vicios que con virtudes... ¿Quieres un café? Ayer volví a leer la carta. Creo que por eso me he decidido a hacerlo hoy. ¿Quieres un café o no?

Durante mucho tiempo careció de, al menos, un medio matemático para corregir su vida, por mucho que otros le insistieron que él mismo podía evitar la percepción de infinito que sentía. Sólo eran simples teorías.

-¿Me estás diciendo que debería abandonar sin más los simulacros? ¿Qué simulacros? No puedo salirme de la realidad y situarme fuera de todo. ¿Quieres que viva con tan pocos deseos como un elefante solitario? A veces me das risa.

La vida real, la práctica, le demostraba que era imposible evitar esa percepción. No paró de buscar la liberación de su caos interior. Ciertos esquemas recurrentes de comportamiento en su sistema tendente al caos implicaban unas constantes igual a los números de Feigenbaum. La geometría fractal, tan bella estéticamente, entró en su vida, y así pudo comprender un poco mejor su propio ser, sus actos y lo que provocaban, la afinidad insospechada y contundente con la teoría de catástrofes.

-Lo que quiero decir es que, si llego a odiarme, querrá decir que no soy humilde. La humildad es tan hipócrita. ¿Para qué sirve? Para serte sincero, siempre he buscado paisajes anteriores a Dios. De ahí el caos... ¿Me escuchas? ¿Qué miras? Tómate el café... Esta noche también ha sido terrible. Había tanta gente en mi habitación. ¿Qué quieren de mí?

Ludovico se bipolarizaba de la misma manera que un copo de nieve es la curva resultante de triángulos equiláteros, cada vez de menor tamaño, superpuestos en el tercio medio de los lados cada vez más pequeños; o sea, cuando la dopamina llegaba a su cerebro de forma descontrolada, se veía a sí mismo durmiendo en su cama o tomando un café en la cocina. Duplicado, triplicado, cuadriplicado..., dependía del día, pero en realidad siempre estaba solo.

-Escucha. Lo que pasa es que me siento acorralado en un juego inútil, donde quiera que vaya. ¿Me entiendes? Simulo interesarme por lo que no me importa. Por la caridad, por ejemplo. Por eso me atrae el otro lado, aunque no sepa cómo es. ¿Para qué involucrarte si no puedes cumplir? Siempre estoy en ninguna parte... o en todas... hoy... me duele tanto la cabeza...

Lo mismo que la curva del copo de nieve no puede diferenciarse, Ludovico no notaba diferencias entre él y sus réplicas. A simple vista, sus repeticiones podrían parecer extravagantes, pero si aplicamos un poco de matemática abstracta y no euclidiana, nos daremos cuenta de nuestra equivocación. Su catástrofe era la inexistencia de un sistema matemático capaz de representarle sus desgracias, donde el cálculo diferencial fallaba una vez tras otra. Sus dimensiones no eran tres: longitud, anchura y altura; podían ser infinitas y fraccionarias.

-Es como si cada día reventara, como si mi pensamiento fuera mi cuerpo, o viceversa. Estoy en perpetua combustión, a expensas de mi cuerpo, como los ascetas, que de tanta paz se desgastan y se agotan. Sé que me entiendes, porque tú también te encuentras en lo más bajo de ti mismo y ni siquiera tienes la fuerza de recuperar las ilusiones habituales. Estás cansado, como yo. De ser ignorado por todos, he pasado a ser perseguido por todos. Estoy harto, y tú también.

Una percepción deficiente implica experimentar el mundo como un caos, mientras que una extrapercepción puede llevar a experimentar el mundo inadecuadamente, con sentimientos de depresión en el primer caso, y de alucinación o delirio en el segundo. Ambos casos tejían el raciocinio de Ludovico. Toda su vida era un acantilado visual definido por la excesiva cantidad de dopamina que navegaba por su cerebro. El fallo fue que no supo aprender cómo aprender.
-Estoy convencido de que vale la pena matarse; cuanto más pronto, mejor. Ya no creo en mí ni en nadie. Ni siquiera sé por qué te cuento esto... suavemente... necesito paz...

Como un moderno Merlín, Ludovico se sirvió otra taza de café y vació el frasco cuentagotas de haloperidol.

-Así es mejor... mucho mejor... ¿Quién me escribiría la carta? Muchas veces he pensado si no sería yo mismo quien la escribió... el café... mi pócima amarga... con las pastillas hubiera sido más lento, más pesado y, sobre todo, mucho más vulgar... ¿Sabes? ¿Dónde estás? Ya veo al perro venir. Corre entre la negrura... corre para morderme. Corre... se le han caído los colmillos... hoy será diferente, no tengo miedo... me hubiera gustado que me cogieras la mano. Te has ido en el momento más difícil, después de entrar en mi casa cada día sin invitarte; hoy te vas, no te veo, no me veo, no hay perro, ¿quién llora? ¿Quiénes sois? Me quemo... al fondo, el resplandor...

EL MONSTRUO


Prestadme vuestros oídos para que pueda contarles esta historia. Es la historia de Elías, una historia de palabras escritas en la ventana... Deben saber que Elías ve lucecitas en la soledad de sus ojos cerrados. A veces, Elías canta canciones que recuerda de la infancia con la boca entreabierta. Elías se muerde con frecuencia el labio inferior. Elías suele presionar las yemas de los dedos de una mano contra la otra. En los días en los que hace mucho frío y los cristales quedan empañados, a Elías le gusta leer lo que hay escrito en ellos... Elías también lee los posos del café. Las historias terroríficas o las de locos son las que más le gustan... ¿Hay algo más pavoroso que estar loco?
No hay momento más adecuado para contar una historia que ahora que estoy sentada junto a la ventana, bajo la enfermiza luz del atardecer que toda historia necesita. A través de la ventana observo los retorcidos sauces recortados en el cielo cuajado de tempranas estrellas, y ¿saben? tengo la sensación de no darme cuenta de alguna cosa, como si alguien hubiera suprimido algo vital, quizás espantoso, del desenlace de lo que aquí sigue... No logro entender el qué. Ahora, en el momento en que poso el dedo sobre el cristal empañado de la ventana y escribo una palabra, es cuando comienza la historia que quiero contarles y que no sé cómo acabará.

DIARIO DE ELISA
20 de enero de 2008

Estoy preocupada por Elías. Lleva días leyendo cosas en el cristal de la ventana. Cosas que yo no veo escritas. Cosas que no me quiere contar. Palabras que no veo y que me dan miedo. ¿Qué es lo que ve? Hoy lo he encontrado de pie frente a la ventana del salón, inmóvil, pálido, presionándose las yemas de los dedos. No se ha dado cuenta de que yo lo observaba escondida tras el marco de la puerta. Verlo en la ventana contra el cielo violeta me ha producido desasosiego. Ha estado así durante horas, hasta que ha venido su amigo con unos papeles en la mano, que dijo que se había encontrado en uno de los cajones de su escritorio... Cuando le he abierto la puerta, lo he recibido con la mejor de mis sonrisas. No quería que viera que estaba preocupada. Lo acompañé hasta Elías, que ya no estaba frente a la ventana observando los cristales, sino sentado en una de las sillas del salón, con los ojos cerrados, tarareando una canción infantil que yo nunca había oído. Les dije que iba a la cocina a preparar café, pero me quedé tras la puerta, escuchándolos... Le preguntó a su amigo si veía lucecitas cuando cerraba los ojos. Le contestó que todo el mundo ve lucecitas cuando cierra los ojos y que venía a contarle lo que le había pasado aquella mañana. No todo el mundo ve lucecitas, le replicó Elías, y seguidamente se interesó por lo que quería contarle su amigo... Espero que no seas tan tonto de creer que lo que te voy a contar es sobre mí, le dijo. En cierto modo, Elías, es una suerte que la historia que te voy a contar se refiera en gran parte a las sombras indecisas, a las dudosas insinuaciones y a las deducciones discutibles de alguien que, por suerte, no soy yo. O sea, que la historia no es mía. Por eso, ¿sabes, Elías? le dijo, tengo la total libertad para contártela... Esta mañana, al revolver los cajones donde guardo mis tesoros más preciados, ahí estaban, bajo las decenas de cartas que siempre dejo olvidadas, unas hojas escritas con letra desconocida y buen pulso, aunque, sin duda, infantil en sus formas, sospechosamente precisa, pero sobre todo era infantil por los puntitos redondeados sobre las íes. Ahí estaban las hojas convirtiéndose en pergamino; créeme, Elías, no te miento, le dijo su amigo. Te aseguro que deben de haber estado años en el cajón de mi escritorio, sin yo saberlo. Yo no sé cómo no he podido darme cuenta antes... Como te digo, Elías, siguió su amigo, esta mañana, cuando tomaba el café, he pensado en ti. Siempre pienso en ti cuando tomo el café, le dijo. Me hace gracia cuando lees los posos y me dices que ese mismo día, no sabes la hora exacta, encontraré al amor que he estado esperando toda mi vida o que debería apostar a un número porque la suerte está conmigo. No deja de sorprenderme, le dijo, que a veces aciertas y un escalofrío corre por toda mi espalda. Pues bien, esta mañana, continuó contándole, después de tomar el café y de pensar en ti, he encontrado unos papeles amarillentos en el cajón de mi escritorio. Y le contó lo que decían...

DIARIO DE ELÍAS
21 de enero de 2008

Desde siempre, yo diría que desde muy pequeño, me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito; los temores innombrables que me han obsesionado durante años siempre han tenido un poderoso e inexplicable atractivo para mí, como lo que ayer me contó mi amigo sobre lo que leyó en unas hojas encontradas en el cajón de su escritorio...
Espero que no seas tan tonto de creer que lo que te voy a contar es sobre mí, me dijo. En cierto modo, amigo mío, es una suerte que la historia que te voy a contar se refiera en gran parte a las sombras indecisas, a las dudosas insinuaciones y a las deducciones discutibles de alguien, que por suerte, no soy yo. O sea, que la historia no es mía. Por eso, ¿sabes? tengo la total libertad para contártela... Esta mañana, siguió mi amigo, al revolver los cajones donde guardo mis tesoros más preciados, ahí estaban, bajo las decenas de cartas que siempre dejo olvidadas, unas hojas escritas con letra desconocida y buen pulso; aunque, sin duda, es una letra infantil en sus formas, sospechosamente precisa, pero, sobre todo, es una letra infantil por los puntitos redondeados sobre las íes. Ahí estaban las hojas, Elías, convirtiéndose en pergamino; créeme, no te miento. Te aseguro que deben de haber estado años en el cajón de mi escritorio sin yo saberlo. Yo no sé cómo no he podido darme cuenta antes... Como te digo, Elías, esta mañana, cuando tomaba el café, he pensado en ti. Siempre pienso en ti cuando tomo el café. Me hace gracia cuando lees los posos y me dices que ese mismo día, no sabes la hora exacta, encontraré al amor que he estado esperando toda mi vida o que debería apostar a un número porque la suerte está conmigo. No deja de sorprenderme, Elías, que a veces aciertas y un escalofrío corre por toda mi espalda. Pues bien, esta mañana, continuó mi amigo, después de tomar el café y de pensar en ti, he encontrado unos papeles amarillentos en el cajón de mi escritorio, siguió hablando mi amigo, pero eso es otra historia... Otra historia que no quiero contar.
Las letras en el cristal, precisas, malignas e infantiles... No sé cómo he podido matar a mi querida Elisa.

DIARIO DEL AMIGO
21 de enero de 2008

Ayer le conté a mi amigo Elías lo que encontré de manera inesperada en uno de los cajones de mi escritorio. Fui a su casa. Elisa me abrió la puerta y me recibió, como es costumbre, con su sonrisa más arrebatadora. Me hizo pasar al salón y volvió sobre sus pasos hacia la cocina preguntándome si quería café sin esperar respuesta. Mi amigo Elías estaba sentado en una de las sillas que rodeaban la mesa donde siempre tomamos café y donde invariablemente me lee el porvenir con más buena intención que acierto. Estaba con los ojos cerrados tarareando One litle indian con los labios cerrados. Al cabo de unos segundos, notó mi presencia y dejó de cantar. Igual que un niño pillado en falta, se mordió el labio inferior y me preguntó si yo veía lucecitas cuando cerraba los ojos. Yo le dije que todo el mundo ve lucecitas cuando cierra los ojos y que venía a contarle lo que me había pasado aquella mañana. Todo el mundo no, me dijo presionando las yemas de los dedos de una mano contra las de la otra, y ¿qué es lo que me tenías que contar? me preguntó, eso sí, muy interesado. Me senté frente él... Espero que no seas tan tonto de creer que lo que te voy a contar es sobre mí, le dije. En cierto modo, Elías, es una suerte que la historia que te voy a contar se refiera en gran parte a las sombras indecisas, a las dudosas insinuaciones y a las deducciones discutibles de alguien, que por suerte, no soy yo. O sea, que la historia no es mía. Por eso, ¿sabes, Elías? le dije, tengo la total libertad para contártela... Esta mañana, al revolver los cajones donde guardo mis tesoros más preciados, ahí estaban, bajo las decenas de cartas que siempre dejo olvidadas, unas hojas escritas con letra desconocida y buen pulso, aunque, sin duda, infantil en sus formas, sospechosamente precisa, pero sobre todo era infantil por los puntitos redondeados sobre las íes. Ahí estaban las hojas convirtiéndose en pergamino; créeme, Elías, no te miento. Te aseguro que deben de haber estado años en el cajón de mi escritorio, sin yo saberlo. Yo no sé cómo no he podido darme cuenta antes... Como te digo, Elías, esta mañana, cuando tomaba el café, he pensado en ti. Siempre pienso en ti cuando tomo el café. Me hace gracia cuando lees los posos y me dices que ese mismo día, no sabes la hora exacta, encontraré al amor que he estado esperando toda mi vida o que debería apostar a un número porque la suerte está conmigo. No deja de sorprenderme, Elías, que a veces aciertas y un escalofrío corre por toda mi espalda. Pues bien, esta mañana, Elías, después de tomar el café y de pensar en ti, he encontrado unos papeles amarillentos en el cajón de mi escritorio. Y le conté lo que decían...

DIARIO DEL MONSTRUO
13 de abril de 1921

Por un rato todavía me parece irrisorio que el monstruo me haya estado esperando para empezar una vez más a vivir, que me haya estado esperando a mí que soy la única que lo detesta y lo teme...
Digo y escribo Babilonia por el simple hecho de que me gusta la palabra. Babilonia. Babi-lonia. Ba-bi-lo-ni-a. Ba-biloni-a. Hay pocas palabras tan bonitas. Hoy el monstruo está durmiendo, lejos de mí...
¿Qué culpa tengo yo de que me guste robar monedas de mi casa para tirarlas cuando salgo a pasear y volver sobre mis pasos para encontrármelas diseminadas en el suelo y recogerlas con entusiasmado disimulo...?
La física creativa es el movimiento de un borracho cuando pierde la estabilidad o el eco que almacena sus propias réplicas con arreglo a otra acústica de conciencias y esperanzas...
En casa nadie me habla, nadie me dice nada, pero lo más extraño es que yo ni siquiera me haya dado cuenta. El monstruo está rondando...
Llevo una semana en cama, fingiendo una gripe. He conseguido que el monstruo se ocupe todo el tiempo de mí...
El impulso de posesión me abandona. Creo que ha llegado el momento de dar. Seré un monstruo dadivoso...
Cuando la caja de pastitas de té queda vacía, en ella guardo botones. Los botones no pueden estar desperdigados por ahí, porque después los buscas y no los encuentras. Hoy mismo tenía que coser un botón, pero no he encontrado la cajita en la que los guardo; en cambio, he encontrado unas hojas amarillentas en el cajón de mi escritorio, que ni siquiera sabía que yo misma había escrito. El monstruo debe de estar rondando. Siempre se encuentran cosas que se creen perdidas. Las he vuelto a guardar en el mismo sitio. Es posible que con el paso de los años alguien las encuentre y las lea. A veces pienso si no seré yo el monstruo. No sé. ¿Soy yo el monstruo? Préstenme los oídos para que pueda contarles una historia que ni siquiera sé cómo acabará. La historia comienza, escúchenme, en el momento en que escribo sobre los cristales de la ventana, empañados por el frío y la lluvia, la palabra mátala.

POÉTICO SQUASH


Fueron días en los que los ruidos que la maldad ignora se deshacen en la lluvia y en la bruma, y quedan como la tenaz realidad de una sombra que nos sueña. Pero uno de aquellos días fue decisivo; fue como el zarpazo de un oso: una presencia momentánea que con sus uñas desgarra la razón dejando un olor tibio.

Aquel día de identidad precisa, Quincey McGee apoyó el periódico en su regazo y le preguntó a su esposa qué era lo que le ocurría por el modo en que lo miraba. La señora McGee oyó la pregunta como un eco quebrantado y perdido, y retrocedió hasta el alféizar interior de una de las ventanas del salón para contestarle que no lo estaba mirando, que no le pasaba nada, que simplemente estaba pensando en no ir aquella tarde a jugar al squash con su amiga Susan -como de costumbre hacía todos los jueves-, y que no sabía por qué, el número de teléfono de su amiga había desaparecido de la agenda del móvil y no tenía cómo avisarle. Después, la señora McGee se sentó en el alféizar, de espaldas a la ventana, y sintió el calor del sol en la espalda, provocándole un temblor agrietado, como si por su espina dorsal revoloteara la luz de una lámpara de aceite. Estaba decidida.

Quincey McGee notó en el aire el reflejo de lo desaparecido, se acomodó en el sillón, y disimuló leer el periódico. Por nada del mundo su mujer dejaba de ir cada jueves a jugar al squash con su amiga y le pareció extraño. Aquel día de resplandores y de sombras, el corazón de Quincey McGee comprendió la labor de un cielo distante y la absurda certeza que se tiene de no poseer la vida. Volvió a dejar el diario sobre su regazo.

-¿Te encuentras bien?

-Sí, sólo estoy un poco cansada.

-¿La mujer del doctor Ellis?

-¿Cómo?

-Tu amiga.

-¿Qué?

-¿La mujer de Edward Ellis?

-Claro, ¿qué otra Susan conoces?

-El teléfono de Edward está en mi agenda. Sube al estudio y llámalo; él avisará a su mujer o le puedes pedir su número.

-No.

-¿No, qué?

-Sí, no lo había pensado.

-¿Quieres que suba yo?

-No, ya voy yo. Sigue leyendo.

La señora McGee atravesó el salón sintiendo la mirada de su marido, que fingía leer de nuevo. Al llegar a la puerta se detuvo unos instantes al notar una bocanada caliente en su interior, quizás debido a su propia sangre. Pensó que así debía de ser siempre en el infierno. Reaccionó y continuó andando para entrar en un infierno distinto: ante la escalera que subía hasta la segunda planta de la casa, una de esas nubes espesas que las tardes convoca, nubló la luz caoba filtrada por una de las cristaleras del hall. Todo oscureció un poco, incluso sus intenciones: una afirmación que niega, el gesto de unas manos cruzadas, la luz de un paisaje en su memoria; la conversión del ultraje de los años en música, en un rumor, en un símbolo... Pero puso un pie en el primer escalón... Bajó la mirada durante unos segundos mendigando el reflejo que el silencio nombra. Después, levantó la cabeza, y sus ojos avanzaron lentamente por todos y cada uno de los diecisiete escalones enmoquetados de color silencioso. La señora McGee subió decidida con los gestos perdidos de una juventud, ahora renovada.

Entró en el estudio de su marido y vio la agenda sobre el escritorio: no la necesitaba, pero supo que Quincey no tenía nada que ocultarle. Ella nunca le dejaría ver su agenda al señor McGee. Comparó la agenda con la intimidad de un dulce sueño infantil que se olvida con los años. Aquella agenda, que bien podría ser un manual para construir jaulas para avestruces –pensó la señora McGee, siempre propensa a hacer semejantes asociaciones-, parecía hecha de una materia eterna. Y, en esos momentos de encuentro con la incertidumbre de lo efímero, cuando las esperanzas furtivas trazan mensajes misteriosos, la señora McGee pulsó la tecla de rellamada de su móvil.

-¿Edward? Lo voy a hacer... Sí, ahora... Ya está, ya está... ¿Qué? No te oigo... Lo voy a hacer... Edward, lo voy a hacer... Ven cuando puedas... ¿Edward...? Ya está, ya está...

Y cortó.

Al principio, aquellas palabras de sombra le dejaron un sabor intenso en la boca, pero después se dio cuenta que no era por las palabras, sino por el olor del marido, impregnado en la habitación. La señora McGee se tapó la boca y salió del estudio como quien sale del confesionario. Bajó con las manos en los bolsillos de su vestido, contando los escalones: diecisiete. ¿Qué pensaría su marido si supiera que nunca había jugado al squash con Susan? –pensó la señora McGee.

Se acercó a su marido por la espalda y, como las olas que cubren las rocas, lo abrazó. Fue un dorado instante fugitivo para Quincey McGee, un momento de dioses abandonados mecidos por el viento; el absurdo errante de la vida, algo definitivo y noctámbulo, difícil de explicar; algo así como el recorrido trazado por una pelota en un partido de squash.

Sin una buena práctica adquirida y con la fuerza de un dolor aturdido, la señora McGee talló un deslumbrante relámpago de bronce herido y el gris resplandor, en los momentos finales del fogonazo de un revólver, inundó la sala. Aquel instante condensó el cañón de los años que reflejan la clave de la vida y dibujó en el aire garabatos de humo sin el eco de unas palabras de despedida.

La señora McGee, borrados los gestos de su marido, permaneció tras él durante unos cuantos minutos, sin pensar en nada, aunque le quedó el refugio de la memoria y la confirmación de los azares resueltos y los sudores de pergamino; le quedó algo así como el trazado de una pelota de squash jugada en la cancha poliédrica que es la vida. Pero, ¿había resultado ganadora?

Una extraña honradez sacrificada habrá de permanecer en la vida de la señora McGee. Ella deseaba sentir de nuevo la niñez para poder entender la razón fundida en su cuerpo, y que sólo por eso, su existir no era en vano... El futuro de la señora McGee es inquietante por lo desconocido. Pero, eso sí, desde lejos, parece una bella adolescente momificada. Y le queda el recuerdo de una vida esperada y el fantasma más poderoso y terrible: cuando nos tenemos que enfrentar a uno mismo...

La señora McGee sigue esperando a Edward. Cada cierto tiempo se asoma a la ventana para ver si viene. Pero Edward no llega. Las llamaradas de vida que la señora McGee ve a través de la ventana la hacen sentirse minúscula, casi una mota de polvo o una cabeza de alfiler, o quizás nada, o sea, todo.

BALLENA CON JOROBA


...y una vez, no recuerdo ahora cuándo, un día nublado muy caluroso... Una gran afluencia de gente con banderitas, carnes desbordadas, y grandes ventas de refrescos en los quioscos dispersos a lo largo del malecón... Pero, si nos fijásemos más detalladamente, podríamos observar la herrumbre y los excrementos de las gaviotas como si fueran un manto podrido lanzado indiscriminadamente sobre aquel paraíso por el cual transitaba una ciudadanía educada, orgullosa, occidental (las banderitas, las banderitas...), a lo Susan Sontag. Así, poco más o menos, discurría aquel día de verano... En efecto, una postal. Y en ella, oculta entre no importa qué personas, ni el lugar exacto, una figura oscura parecida a un submarino, a una ballena con joroba... Nadie reivindicó el atentado y sólo ella supo por qué lo hizo. Realmente, no odiaba a nadie en particular; pero el odio ennegrecía su sangre y quemaba su piel. Una piel que ni siquiera el paso de los años logró curtir. Piel de seda nunca acariciada por el sol... Cuando se miraba la cara en el espejo, no se reconocía. Era una cara dura, inexpresiva, distinta, como si llevara encima el cadáver de otro. (¿Fue siempre así? Es posible que no, porque recordaba que unas venitas rojizas atravesaban sus párpados superiores y hacía tiempo, no sabía cuánto, ni yo sabría decirlo, que habían desaparecido.) ¿Desde cuándo aceptaba sin rebelarse una vida sin sueños, sin deseos y sin esperanza? No estaba para ideas neutras. Cada día que despertaba notaba un poco más de mal en el mundo. Empezó a desechar el instinto de conservación. No esperó el momento, su momento, para proponer algo, no sé qué. Tenía su voz. Ella misma se bastaba. Ella ya tenía su plan. Los demás pagarían caro no ser sordos ni mudos... Se consideró el centro, la razón y el resultado del tiempo. Nuestro tiempo. ¡Qué nostalgia el Paraíso! Una eternidad sin vida, una vida muerta, tranquila... Perdió algo, no sabemos qué. Sólo sabemos que perdió algo porque le era imposible llorar; es esa imposibilidad de llorar la que conserva el gusto por las cosas y las hace existir todavía. En su recuerdo hubo algún tormento que provocó el odio hacia los demás. ¿Le era imposible imaginar la vida de los demás, si hasta la suya le parecía inconcebible? Cuántos secretos... En el fondo de su armario guardaba su mayor secreto... Intentaba recordar algo que realmente le hubiera apetecido hacer o que hubiera deseado intensamente. Nada. Nada le importaba. Nada especialmente. Sólo sentía un vacío enorme dentro de ella, sólo silencio. Para ella, la dicha no estaba en el deseo, sino en la ausencia de deseo, y más exactamente en el entusiasmo por esa ausencia. Aquel día... Estaba inmóvil, bajo el calor, viendo pasar a las alegres muchachas de senos puntiagudos bajo las blusas ligeras. A los hombres enseñando los torsos oscuros por las camisas entreabiertas. Pero ya no le importaba, ya no. Le hirió el sol en la cara como una espada. El piar de los pájaros fue como un insulto para ella, y los gritos de los niños, una agresión. Se detuvo indecisa al borde de la calle, aturdida por un griterío inesperado. Ya no se movió. Se quedó quieta. Comprendió que en una o dos décimas de segundo iba a convertirse de verdad en el cadáver que tantas veces había creído ser. Miró al cielo. Los preparativos y la sensación de seguridad ejercieron una influencia benigna sobre su espíritu. Cerró los ojos durante un instante para tomar aire y los volvió a abrir: vio a unos niños en la acera de enfrente con sus ojitos tiernos y los pájaros interrumpieron su canto por la explosión. Un velo hecho de cuervos, como por arte de magia, eclosionó ofreciendo colores nunca vistos (porque cada vez es diferente). Se inflamó un naranja carnoso y antinatural, vaporoso e ingrávido. El momento se iluminó como los cuadros de antiguos maestros, donde flotan nubes de delicado plumaje: una luz peregrina sobre el oleaje sanguinolento. Se encendieron amapolas en el cielo y se apagaron los corazones como si algún dios, no sé si desde las alturas, pero sí desde muy lejos, apretara el OK de un mando a distancia. La ensordeció el ruido y comprendió que estaba muerta. No importaba que siguiera moviéndose. Estaba muerta. Se preguntó desde cuando había dejado de oírse, de sentirse a sí misma entre todo lo que la rodeaba. Seguía moviéndose, sin embargo, como las aves decapitadas... Se suspendió la vida en ese instante. Todo menos ella, que empezó a vivir de nuevo. Se le despertó un carácter místico... Y volvió a oírse en el silencio que la rodeaba y a sentir el mundo en ella y en torno a ella, y supo exactamente lo que había perdido, lo que había desaprovechado tontamente. Yo diría que se dio cuenta de que las razones que la impulsaron a hacer lo que había hecho eran las mismas que hubieran podido disuadirla. Se le hizo patente la belleza de todo lo que la rodeaba. Recordó la tierra donde había nacido, lejos de allí. Y el mar. Descubrió todo. Todo. Quiso detener el tiempo y volver hacia atrás. Por un momento vio a mucha gente que la miraba horrorizada, aunque ella no sabía que no la estaba viendo en ese momento, sino que era el recuerdo perpetuo de lo último que sus ojos fotografiaron. Recordó que abrió la boca para decirles algo, pero sólo le salió un grito de rabia justo en el momento de la explosión... No había un antes y un después. Era todo. Y todo mezclado. La envolvió un torbellino que la elevó y derribó al mismo tiempo. Sintió un vacío enorme dentro de ella, un temblor profundo, como si fuera deshilachándose. Fue olvidándose del porqué de todo aquello. Y pidió perdón, aunque no sepamos a quién... Las gaviotas del malecón, locas, levantaron el vuelo huyendo de la polvareda ocre y lanzaron unos chillidos penetrantes, robados probablemente de las almas muertas. Después de la explosión, sobrevino un silencio espeso. Y luego, más silencio todavía... Más tarde, no sé cuánto tiempo después, pero por fin, un estallido liberador estremeció el aire y sobrevoló, como un buitre hambriento: un helicóptero incansable, que fue gravitando majestuosamente hacia la postal destruida, como si fuera la paloma del Espíritu Santo, libélula curiosa, desplazando el aire malsano, soplando contra el veneno, ahuecando, removiendo dolores aspados; educado, al fin y al cabo.

ENTRE LILAS


-Perdón, ¿cómo me ha dicho usted que se llamaba?
-Alberto Hernández Esplugues.
-Y, ¿lo que me ha dicho es verdad?
-Totalmente.
-No me estará engañando...
-Eso, nunca lo haría; y mucho menos bromearía con algo tan serio. Ahora, si me permite, tengo que irme. Tengo otra mala noticia que dar y una novela a medio terminar.

A principios del 2008 (el 13 de enero, para ser más exactos), Alberto encontró encima de su escritorio la siguiente esquela:

Olga Figuerola i Nualart, vídua de Alberto Hernández Esplugues, ha mort cristianament a Barcelona, a l’edat de 87 anys, el dia 9 de setembre de 2006...

Alberto no recordó haberla visto antes y se preguntó cómo había ido a parar allí; pero no quiso darle importancia y salió del estudio para dedicarse a su pasatiempo preferido: el cultivo de lilas. Aquella tarde no le apetecía escribir.

Alberto decía que era escritor cuando le preguntaban a qué se dedicaba. Y no mentía; había escrito tres novelas: Sepan ustedes que no soy un caballero, de trescientas cincuenta y dos páginas; Con el agua hasta el cuello, de doscientas páginas, y la más ambiciosa, Por el camino equivocado, de casi ochocientas páginas. También había escrito centenares de poemas desde la adolescencia, de los que seleccionó setenta y cuatro para su poemario Mi vida al límite, el cual constaba de cuatro partes: Una rueda como volante, la primera, que trataba sobre los peligros que supone el azar en las relaciones con mujeres de rompe y rasga, de veinte poemas de no más de treinta versos; Sobran las noches, la segunda, sobre sus noches solitarias y melancólicas, de quince poemas de rima asonante y sesenta versos cada uno; Desfases y desacuerdos sublimes, veintidós poemas libres sobre la dualidad de las personas queridas, y por último, Amaneceres entrópicos, diecisiete poemas que trataban sobre su vida sexual. De toda la obra citada, nada fue publicado. Nada. Pero eso no quitaba que no fuera escritor; no remunerado, pero escritor al fin y al cabo. Realmente, Alberto se ganaba la vida dando malas noticias y, en sus pocos ratos libres (según él, cuando no se dedicaba a escribir ni a dar malas noticias), a cultivar lilas (no pavos o insípidos, ni gente insustancial, sino flores).

A Alberto lo llamaban para que dijera a la señora del abrigo de piel de zorro que, sintiéndolo mucho, ya no quedaban zapatos de color crema de la talla siete y, en los restaurantes, para comunicar a los matrimonios de mediana edad y aspecto dudoso que, si no tenían reservas, no les podían dar una mesa, pues todo estaba completo y en esos momentos nadie estaba tomando el postre... Por las mañanas, en el centro comercial, tenía que repetir varias veces que se había agotado el último libro de la periodista de moda, y por las tardes, sino escribía, cuidaba de sus lilas.

Aquel domingo por la tarde, 13 de enero de 2008, estaba vaciando todas sus macetas y revisando con cuidado cada brizna, cada hoja y cada terrón de tierra que sacaba. Había empezado sobre la mesa metálica de siempre, pero hacía un buen rato que la tenía totalmente llena de tierra oscura y flores aplastadas, y ya no sabía cómo seguir. Pensaba en la esquela que se había encontrado encima del escritorio... Se sintió nervioso y algo perturbado. Algo había leído en aquella esquela que le hacía sentirse así, pero no sabía qué. Aquella sensación era rara en él, pues estaba acostumbrado a afrontar todo tipo de contratiempos, alguno de ellos muy difíciles. Como le ocurrió la semana anterior, cuando tuvo que ir al hospital para dar una mala noticia: una funcionaria de correos, después de un parto sin demasiadas complicaciones, había tenido un niño azul. Los médicos no se lo habían dejado ver a la madre ni al padre, y habían llamado a Alberto para pedirle que, por favor, viniera lo más pronto posible y fuera él quien informara a los padres de la noticia. Alberto, que en aquellos momentos estaba trabajando en su próxima novela (Soy más hombre de lo que tú nunca llegarás a ser y más mujer de lo que nunca llegarás a conseguir era el título provisional), salió corriendo hacia el hospital. Al llegar, en una sala de paredes blancas y llena de médicos en bata, unas verdes y otras blancas, se encontró a una enfermera con moño, bastante pálida, con el niño azul en brazos... Poco antes, la enfermera había tenido un ataque de nervios al ver al niño azul. Ella estaba acostumbrada a los niños sonrosados y no pudo con aquello. Había visto bebés rojo intenso y blanco rojizo, rojo pálido y blanco inmaculado, pero nunca azules. Era superior a sus fuerzas... Aquella tarde, delante de la parturienta todavía mareada por la anestesia y de un padre que mascaba chicle sin parar, Federica, que así se llamaba la enfermera, no supo cómo decirles que su hijo no era sonrosado como el recién nacido de la habitación de al lado. Les dijo buenas tardes, y también que el niño estaba sano y que se lo llevarían tan pronto le hubieran hecho los últimos análisis. Y no se le ocurrió nada más que decir... Por eso tuvieron que llamar a Alberto, todo un profesional dando malas noticias. Y Alberto miró primero a Federica (blanca como el papel) y después al niño, más que nada para comprobar si era cierto o no lo que le habían dicho minutos antes por teléfono. Y, sí: no estaba morado ni congestionado; era azul, sólo azul. No como las fichas azules de parchís o como las canicas azules, ni como el mar azul que sale en las postales o en las ensaladeras de plástico que se regalan como souvenir a las personas que odiamos tras unas vacaciones en cualquier pueblo costero. Era sólo azul. Azul sin más. Y Alberto tenía que decírselo a los padres... El ginecólogo jefe de maternidad señaló al niño (todavía en brazos de la enfermera, ya más tranquila, al ver a Alberto) y luego una puerta, tras la cual esperaban la funcionaria de correos y su marido (abogado en paro, dicho sea de paso). Alberto entró en la habitación con total serenidad. Los padres del niño azul lo miraron angustiados, pues sospechaban que algo raro pasaba. Alberto hizo su trabajo:

-Tienen ustedes un niño azul precioso –les dijo; y salió de la habitación, mientras la cartera lloraba amargamente y el jurisconsulto en paro pensaba en cómo denunciar al hospital.

Pero ese domingo por la tarde, Alberto tenía toda la mesa llena de tierra oscura y flores aplastadas, y aún le quedaban varias macetas de lilas que vaciar. Podía recogerlo todo y tirarlo a la basura, o podía sacar la mesa plegable que le regaló su madre y que guardaba en el trastero, pero tenía prisa y no quería entretenerse. (¿Prisa para qué? Pues no lo sabemos.) Sólo le quedaba tirarse al suelo y continuar bajo la mesa. A Alberto le pareció una buena idea. Ahora, bajo la mesa, rodeado de tierra y de lilas aplastadas, recordaba el momento del hospital, y lo fácil que le resultó su trabajo. ¿Por qué ahora no le era tan fácil? Su prestigio ante las dificultades caería en picado. No lo volverían a llamar de los teatros para decir a los intelectuales que habían cambiado Hamlet por un musical de tipo Broadway, ni de las tiendas de moda para decirles a las chicas que no vendían tallas superiores a la cuarenta... Se agobió de tal manera, que recogió toda la tierra y todas las flores, y las tiró a la basura. Después, comprendió el motivo del bloqueo: la esquela.

¿Cómo era posible que después de más quince meses nadie le hubiera dicho que su mujer había muerto? Y lo que era peor: ¿Cómo es que nadie le había dicho que él ni existía desde no sabía cuándo? Eran muy malas noticias.

-Alberto, tu mujer murió el nueve de septiembre de 2006. Y tú, un par de años antes –se dijo a sí mismo, profesionalmente.