RUBIOS Y LEONADOS GIRASOLES (2ª parte)

Pero nadie responde. Silencio. Cuelga el teléfono, aterrada. Supo entonces que el orden natural de las cosas había cambiado…
No hay historia aquí, donde el canto permanente de las indestructibles abubillas se pierde en lo infinito. Es difícil de entender, porque lo infinito no se puede abarcar con el pensamiento. O sí. Ella solía pensar en una línea interminable de puntos. Y por interminable quiero decir infinita, una línea sempiterna… Si estaba atenta oía la marcha de las hormigas que, incansables, se dirigían hacia el hormiguero. Las miraba atentamente, las odiaba, le parecían un espanto. Buscaba, entonces, los botes de insecticida… Y todo debería tener su fin; pero el fin ya no existe. Quitó la vista del teléfono y la fijó unos segundos en los girasoles impresos de su camisón. Después, levantó la mirada y miró a través de la ventana de la habitación. Vio una sábanas blancas, o sea, color algodón, colgadas, bailando alegres, llenas de vida. Llenas de vida, pensó. Y de pronto, cayó un ave muerta. Y es curioso que aquello sucediera… Se tumbó en el suelo y empezó a llorar desconsolada. Consideró que los girasoles de su camisón eran flores marchitas que morían sobre su vientre, mientras otras flores le brotaban por la boca. Creyó que un árbol le crecía en la frente, y que en cada uno de los poros de su cuerpo germinaba un culantrillo. Sintió sus manos rosadas teñidas de musgo. Cerró los ojos y permitió que las plantas aéreas se estiraran hacia ella. ¿Para qué sirve luchar?, se preguntó. Para nada, se contestó. Seguidamente, oyó el golpe de otra ave contra el suelo del jardín. ¡Qué ironía…!, pesó, y recordó los días en los que se levantaba con ganas de hacer natillas y todos se entusiasmaban y le tiraban del delantal. Los días de natillas eran días de muerte: cuando uno iba a morir decía su nombre más oscuro, y largaba su discurso más secreto y húmedo, con ese pudor que tiembla en las estelas griegas donde un niño pensativo mira hacia la blanca noche de mármol. Hacer natillas a los niños era, más que nada, el momento para quitarles las ganas de hacer preguntas. Ay, aquella difícil costumbre de estar muerto…
No hay historia aquí, no la hay. Parece que todo está dicho. Pero no es verdad, pues la mujer Archimboldo oía ahora el ruido seco de las alas del ave moribunda agitándose contra la tierra. ¿Cómo se le ocurrió a la Muerte obsequiarnos con semejante cumplido y pasar luego a un segundo plano? Al principio le gustó esta reflexión, pero la verdad es que la Muerte estaba más presente que nunca. Y se recordó años atrás: antes… Antes, tenía unos cabellos románticos que caían sobre mis hombros y se enredaban en las noches entre imaginarios hombres almohada. Hombres que me querían y deseaban… Antes… Antes, cuando despertaba creía que era ciega, pues abría los ojos y sólo podía ver una oscuridad púrpura, sombras siniestras e informes moviéndose dentro de otras sombras inciertas… Era el miedo. El miedo a la Muerte. Pero al momento sentía el olor  de las sábanas frescas (las mismas que hoy hay colgadas) y volvía a quedarme dormida. No me llamaba ninguna voz infrahumana; podía seguir durmiendo. Pero ahora ya no hay defensa posible, o lo que es lo mismo, ya no hay razón. Porque nuestra mayor defensa es la razón, pensó.
No hay historia aquí, nunca la hubo… La mujer vegetal ataviada con camisón de rubios y leonados girasoles recordó ahora a su padre muerto: oh, papá… Lo insoportable era la falta de todo signo manifiesto; la locura puede darse como una cosa así, que de pronto una cama sea la Muerte sin dejar de ser nada más que una cama en una contradicción que anula toda defensa. Oh, papá, seguías inmóvil, la cara casi oculta… Yo miraba tus zapatos; de ahí salía como una mancha de vacío, un hedor de sombra, una potencia. Si hubieras levantado la cara para mirarme, hubiese gritado o hubiese salido corriendo en busca de una salida. Tu muerte era una sensación agridulce y el tiempo pasaba lento. En esa suspensión del tiempo jugaban fuerzas que ya nada tenían que ver con nosotros; el miedo era una materia viva que se abría paso sin pedir permiso. El miedo era la Muerte. El miedo comunicado desde la boca del estómago hasta el pelo de la nuca… Pero aquello era antes, ya no tengo miedo a la muerte, más que nada porque no muero… Escucha, papá, otro pájaro se estrella contra el suelo; el jardín está lleno de zopilotes muertos o moribundos. Ellos son los únicos que mueren. Ellos, que se alimentan de muerte… Justo ahora que ya no existe y no tienen qué comer, caen ante mis ojos llenos de vida. La Muerte no siempre gana.


RUBIOS Y LEONADOS GIRASOLES

A TIRO DE PIEDRA

Uno

La pasión es como una botella de gaseosa que se deja abierta en la nevera: se va enfriando y el tiempo va matando las burbujas y las mariposas en el estómago.

Pasaron unos cuantos años desde que  Nick Coleman Jr. se acostara por última vez con Phoebe Collins, pero no piensen que se sentía ni muy triste ni muy mal por tal motivo. Dejaron de vivir juntos hacía varias primaveras, cuando tenían veintitantos, y estuvieron muchísimo tiempo sin verse. Ahora, Nick estaba a punto de cumplir los cuarenta y ocho años.

Llevaba un tiempo (unos siete años) conduciendo de un pueblo para otro en un viejo Chevy heredado de su padre. Rutas de peajes y de paisajes infinitos entre el triángulo delimitado por Dallas, Houston y San Antonio. Mientras conducía, sacaba las cuentas pendientes que tendría que haber hecho la noche anterior, a la vez que atendía el teléfono móvil a gritos. Nick ya estaba acostumbrado a los pensamientos simples. Todavía le quedaba algo del gusto por las palabras, pero ya estaba acostumbrado a una vida con pocas inquietudes. En fin, era lo que se dice (no se sabe muy bien por qué) un ejemplo de hombre sano, un tipo sencillo, sin grandes problemas.
Aquella tarde volvía a Dallas desde Waco por la autopista 35; después de Hillsboro, cogió la 35 Este y decidió que en la primera estación de servicio que viera antes de llegar a Milford pararía a tomar algo y repostar el viejo Chevy, pero no fue hasta poco antes de llegar a Forreston que vio el primer bar decente con gasolinera. Se dirigió hacia el primer surtidor y con dos maniobras aparcó junto a él. Salió del coche, pasó la tarjeta de crédito por la ranura y llenó el depósito mientras caían las primeras gotas de lo que sería al final una tormenta frustrada. Miró alrededor girando rápidamente la cabeza a un lado y a otro como hace un depredador buscando a su presa para ver dónde podía dejar el coche, mientras tomaba algo en el bar. Vio una decena de grandes camiones aparcados en línea en el lado más apartado del estacionamiento y una treintena de coches donde destacaba un reluciente Mercedes Cabriolet celeste bajo unos soportales de un estilo inexplicablemente neoclásico, además de poco prácticos por el gran espacio que ocupaban las grandes columnas de falso mármol rosa que sostenían el techo, también de un moderno y extraño diseño retrofuturista o neopretérito. Decidió aparcar el coche en uno de aquellos pórticos, pero lo más alejado posible de aquel Mercedes Cabriolet estupendo: las comparaciones con su viejo Chevy le parecían innecesarias.
Justo al salir del coche, después de aparcar, el neón con el nombre del bar se encendió: A Stone’s Throw Away Rest Area. La noche estaba a punto de caer y la lluvia arreciaba.


Dos

Dentro de la cabina de uno de los grandes camiones aparcados en línea, un enorme GMC plateado, se encontraba Brandon Sanderson junto al dueño del camión, Bruce Jones.

—Es pronto todavía, Clarisse no sale hasta las ocho —dijo Brandon.
—Más que suficiente, tenemos tiempo de sobra.
—No sabía si hoy vendrías.
—Siempre vengo los jueves.
—Ya, pero con esta lluvia pensé que a lo mejor pasabas de largo.
—Nunca dejaría pasar un buen polvo.

Brandon y Bruce se conocieron por medio de Camioneros en ruta norte, un blog para contactar con camioneros gays y admiradores de la zona. Hacía ya un par de años que se veían todos los jueves en el estacionamiento de aquella área de servicio.

—Bueno, ¿qué?

Bruce se sacó la polla y Brandon se abalanzó hacia ella y comenzó a mamársela.
—¡Wow, mucho mejor que una mujer! —exclamó Bruce.
—¿Mmm?
—Toma, he traido popper.

Brandon cogió la botellita y esnifó.

—¡Yeah! —gritó Bruce


Tres

Dicterios a un gran literato era el título en relieve del libro que ella estaba leyendo en una de las mesas del bar. Era una de esas ediciones baratas en formato de bolsillo de best sellers de temporada, uno de esos libros que se compran para distraerse un rato y después se tiran a la basura o se prestan a nuestros peores enemigos. Ella estaba sentada en una supuesta mesita decó  junto a una supuesta vidriera modernista desde donde se podía observar el ajetreo de coches mojados y sedientos de gasolina.

Cuando Nick entro al bar, enseguida le llamó la atención aquella mujer vestida exquisitamente. Después de unos segundos la reconoció: el cabello lacio color manzanilla, ahora más corto; boca de labios gruesos, tentadores e infinitos, debajo de una nariz griega imperfecta pero sin poder ser de otra manera; pechos delicados debajo de un jersey de hilo malva... Era ella: Phoebe Collins.

Nick la observaba desde la barra. Pensaba que Phoebe leía como siempre: impresionable, excitada, decidida, rápidamente, mientras sus ojos saltaban de un lado a otro de la página, sus dedos acariciaban las páginas de aquel libro como si fueran el teclado de un ordenador portátil.

Nick decidió sentarse en una mesa que acababa de quedar libre contigua a la de ella.  Cuando estuvo junto a Phoebe, notó que ya no seguía usando el mismo perfume, sino uno más sofisticado y seguramente más caro. Cuando Phoebe se percató de que la estaban observando, giró la cabeza hacia la vidriera modernista y fingió mirar afuera a través del emplomado.

—¿Phoebe?

Ella sonrió al reconocerlo; a Nick, su sonrisa le pareció igual que el brillo del sol del mediodía sobre un bruñido cañón del rifle de un cazador de coyotes en medio del desierto. Nick creía que los saludos de Phoebe siempre tenían ese efecto: parecía que lo esperaba desde el principio de los tiempos y que era feliz por haberle encontrado, al fin. Siempre era así para Nick.

Phoebe invitó a Nick a sentarse con ella y al momento se presentó, impaciente, una camarera con gorrito y delantal rojos. En su pecho colgaba una tarjeta identificativa donde podía leerse Clarisse Sanderson.

—¿Tomarán algo más? —preguntó, mientras miraba el reloj de su muñeca.

Phoebe negó con la cabeza y Nick pidió un Ocean Spray de grosellas. Clarisse apuntó con indiferencia en su libretita de comandas y se dirigió con desgana hacia la barra.

—¿Ocean Spray? —se sorprendió Phoebe.
—Ya ves —sonrió Nick, mientras se arrepentía de no haber pedido algo más fuerte (más varonil, pensó en realidad).
—¡Ni que estuviéramos en Massachusetts! —dijo riendo Phoebe.

Nick le contó que ahora trabajaba como representante de productos para el hogar de una fábrica de Arlington y que tenía un viejo Chevy aparcado afuera repleto de folletos de batidoras, aspiradoras y robots de cocina. Le contó que se dedicaba a eso desde hacía siete años, que le iba bien, y que le gustaba recorrer los pueblos de medio Texas a través de las autopistas desiertas en medio de la nada. Le mintió y le comentó que aquella estación de servicio donde se encontraban estaba en su recorrido habitual, y casi siempre paraba a comer algo y a distraerse un poco.

—¿Distraerte?
—Bueno, sí…

Después de estar unos cinco minutos hablando, Nick pensó que Phoebe no le había preguntado si había terminado la carrera de letras y se imaginó que, de todas formas, a ella no le importaba lo más mínimo. Ella le contó que era licenciada en Economía y que, gracias a un familiar muy influyente, entró sin problemas a trabajar como ejecutiva en Wells Fargo y que ahora volvía de pasar un fin de semana en Waco, pues estaba interesada en comprar una casa para el verano a orillas del lago. Nick Pensó que ella ganaba unas veinte o quizás treinta veces más que él, y que había un solo Mercedes Cabriolet en el estacionamiento, un Mercedes Cabriolet celeste que él había visto con envidia al llegar, y que no tenía que preguntarle a ella para saber de quién era.

—¿Todavía sigues escribiendo cuentos, Nick?
—Sí, a veces —fue la escueta respuesta de Nick, pues no quería explicarle a Phoebe que ningún editor del medio oeste se había interesado jamás en publicarlos.
—A veces —repitió ella.
—Dicterios a un gran literato —susurró Nick con la vista clavada en el título del libro de ella.

Phoebe chasqueó la lengua. Nick levantó la mirada y ella sonrió. La luz crepuscular y la lluvia tras la vidriera modernista ofrecían a Nick una imagen de Phoebe de tigre bengalí.

—¿Por qué no te vas a New York? Seguro que allá hay más oportunidades para los escritores.
—Sí, tendría que ir, a ver qué pasa...

Los dos se quedaron en silencio, ambos sabían perfectamente que él nunca iría a New York. Lo sabían desde que los dos eran estudiantes y hacían planes distintos para el futuro, tirados en la misma alfombra llena de libros e ilusiones. Durante aquel silencio incómodo, Nick iba a decir algo sobre el Ocean Spray y Massachusetts, un comentario que en el momento de pensarlo le parecía gracioso, pero de repente decidió que no lo era en absoluto y permaneció mudo. La noche seguía cayendo poco a poco y la lluvia, que nunca llegó a ser la tormenta que se presagiaba poco antes, paró en seco. Los coches mojados iban saliendo y entrando del aparcamiento con una extraña y cortés coreografía. Nick pensó que no le había dicho nada sobre su vida personal y que Phoebe tampoco le contaba nada de la de ella. Entonces, empezó a hojear Dicterios a un gran literato, que seguía inmóvil desde que ella lo dejara sobre la mesa, y se imaginó en New York escribiendo libros como aquél, llenos de tíos guapos y tías guapas, ganadores y triunfantes, elegantes campos de cerezos en flor, refinadas copas de vino tinto con bouquet extraterrestre,  y melocotones y fresas con nata surcando los cuerpos de los personajes protagonistas.

Phoebe quiso enseñarle un pasaje del libro y Nick musitó algo incomprensible. Sus manos se rozaron. Habían vivido ocho meses juntos en un pequeño apartamento en Fort Worth, en las afueras de Dallas, pero en aquel instante en que sus manos se cruzaron, Nick descubrió que seguía sintiendo por ella lo mismo que el primer día que Phoebe le dejó entrar en su cama para que le leyera al oído uno de sus cuentos de misterio.


Cuatro

Nick dejó el dinero de la cuenta sobre la mesa, ayudó a Phoebe a ponerse la chaqueta, la cogió del hombro y se encaminaron hacia la salida. Al pasar delante de la barra, Nick se despidió de la camarera de gorrito y delantal rojos con un alegre ciao. Clarisse no contestó, se limitó a mirar el reloj calculando cuánto tiempo de hamburguesas y Cocacolas le quedaba todavía para el cambio de turno y poder irse a su casa y follar con Brandon.

Los camiones del aparcamiento parecían intactos, mientras que en los estacionamientos, bajo los pórticos, había algún que otro coche nuevo, pero muchos más espacios vacíos que antes.

—¡Hasta el jueves, Bruce! —gritó Brandon mientras se dirigía al Stone’s Throw Away para recoger a su esposa.
—¡Yeah! —se oyó decir desde dentro de la cabina del GMC plateado.

Pasaron de largo el Mercedes Cabriolet celeste sin que Phoebe dijera nada y subieron al viejo Chevy de Nick. Él puso en marcha el motor y accionó el limpiaparabrisas para quitar las gotas de agua que habían quedado en el cristal tras la lluvia. Después, puso rumbo hacia el primer motel que encontraran.

Ambos permanecían callados. Ella apoyó la cabeza sobre el hombro de Nick. Dentro del coche hacía un calor confortable. Nick puso la radio y sonó “Little Lover’s So Polite”, de Silversun Pickups. Nick se animó y rompió el silencio.

—¿Te acuerdas de cuando queríamos casarnos, Phoebe?

Inmediatamente, Nick supo que no tenía que haberlo preguntado, y que hay cosas en la vida que ya pasaron y que volver a ellas no tiene ningún sentido. Phoebe quitó la cabeza del hombro de Nick y clavó sus ojos en él. Ahora no sonreía. Parecía que iba a decir algo, pero en ese momento un pájaro se estrelló contra el parabrisas. Un ensangrentado borrón de plumas y huesecillos empañó el cristal en la esquina superior derecha del parabrisas. Nick intentó quitarlo con el limpiaparabrisas, pero estaba fuera del alcance de las escobillas. Ella no decía nada y él pensó en improvisar algo, pero no se animó a decir nada; sólo pensaba que Phoebe estaba más guapa que nunca y que tenía que decírselo, pero no quiso meter la pata otra vez. Nick volvió a pensar en Dicterios a un gran literato, en New York y en la antipática camarera de gorrito y delantal rojos, mientras en la radio sonaba A New Jerusalem, de Mark Hollis. Durante un buen rato ella se quedó mirando absorta el asfalto vacío de la carretera, en medio del nada hospitalario anochecer que les rodeaba en aquel campo húmedo cruzado de carreteras secundarias, sin sospechar que dentro de muy poco, otro pájaro impactaría en el cristal delantero del viejo Chevy y que no sería el último.

POÉTICO SQUASH II

Mi querido Edward nunca vino y aun así, después de tanto tiempo, sigo asomándome a la ventana y miro a lo largo de la serpenteante carretera por si apareciera el Cadillac Deville Coupé, de color crema, en el que tantas veces nos habíamos besado, escondidos del mundo, entre la frondosidad de las montañas Longfellow. Soy como un animal enjaulado esperando la hora de la comida; un viático que nunca llegará. Pero yo no fallé. Hice lo acordado. Yo no fallé, ¡no fallé! ¿O sí? Quincey ya no está. Es curioso que no esté y que, en cambio, siempre lo tenga presente; más que nunca… ¿Se impuso el deseo a la razón y por eso disparé a Quincey? Después de siete años sigo preguntándomelo, pero a medida que pasa el tiempo, la respuesta se me hace más confusa e imprecisa. Nunca pude imaginar hacer algo así y, sin embargo, lo hice, estudiada y meticulosamente. Tanto planear nuestra huida para nada, sólo para quedarme asomada a la ventana esperando; primero, con ilusión; después, con incertidumbre; y, ahora, por la inercia que se concibe gracias a la esperanza defraudada. Ni siquiera logro recordar con exactitud aquel día. Los engaños y mentiras previos deben tener gran parte de culpa. Sí recuerdo que Quincey me preguntó si me pasaba algo cuando se dio cuenta que yo lo observaba mientras leía uno de esos libros de aventuras que tanto le gustaban y que yo no supe qué contestarle en un primer momento porque justo estaba pensando en mi amiga Susan, la mujer de Edward. Me acerqué al alféizar del ventanal del salón y me senté en él sin decir nada. Quincey volvió a preguntarme si me sucedía algo, que me veía rara. Mientras pensaba que aquel era el día, que ya no podía esperar más tiempo, a pesar del dolor que en aquellos momentos sentía en el pecho, le respondí que había perdido el número de teléfono de mi amiga Susan y que no tenía cómo hacerle saber que aquella tarde no podría ir al Lawn Tennis Club a jugar squash con ella. Me levanté del alféizar y di unos pasos inciertos hacía la puerta de salida del salón. Creo que Quincey ni me escuchó y siguió leyendo o, más bien, fingió seguir leyendo, porque mientras atravesaba la habitación, juro que sentí su mirada sobre mi espalda. Quizás sólo era la sensación de calor por haber estado sentada en el alféizar de la ventana en un día anticiclónico como pocos, pero puedo asegurar sin temor a equivocarme que Quincey me observaba. Mi cuerpo estaba en plena combustión. Ardía por dentro, pero supe guardar las apariencias hasta que salí del salón. Pensaba si realmente era aquel el día. Ya en el hall, frente a la escalera que sube a la segunda planta de la casa y fuera de la vista de Quincey, empecé a hacerme fuerte otra vez y a cada escalón que subía, la sensación de poder se afianzaba y me decía a mí misma: sí, sí es el día, es el día; porque odio a Quincey, porque odio a Susan, porque odio North Berwick, porque odio mi vida, porque no quiero ser la señora McGee; porque quiero a Edward Ellis y quiero sentirlo dentro de mí todos los días; porque hemos hecho un pacto y tengo que cumplirlo, nunca le fallaré… Así, hasta el decimoséptimo escalón. Y a pesar de que la decisión ya estaba tomada y estaba segura, fue a partir de entonces cuando más me cuesta recordar todo lo que pasó. Recuerdo que antes de entrar en el estudio de Quincey, me paré ante la puerta cerrada de la habitación de Bradley, nuestro hijo muerto, y le pedí perdón por lo que iba a hacer. Tuve la intención de abrir la puerta y entrar, pero tras unos momentos de indecisión, no lo hice y llamé a Edward para decirle que estaba decidida a hacerlo y que ya no había marcha atrás. Estaba tan excitada que ni siquiera dejé hablar a Edward. Le dije: ¡lo voy a hacer, lo voy a hacer! Y colgué sin darle derecho a réplica. Quién sabe si no fue ese mi error. Pudiera ser que Edward ya se hubiera echado para atrás; quizás Edward y Susan ya tuvieran hechas la maletas para desaparecer de North Berwick; para desaparecer del condado de York; para desaparecer del estado de Maine; para desaparecer, en definitiva, de mi vida. Antes de entrar en el estudio de Quincey, me acordé de Bradley, nuestro hijito, y tuve el impulso, otra vez, de entrar en su habitación. Pensé que desde su muerte todo se había precipitado. Desde aquel día empecé a caminar levantando los pies más de lo normal. Muchas noches salía descalza y gritaba que quería volar, que los pies me quemaban. Obsesionada con pisar el suelo lo menos posible, mis saltos hacia el cielo eran cada vez más grandes. Como el Wendigo, me elevaba siniestramente en el aire con los pies de fuego bajo la noche iluminada por las explosiones de los misiles scout. A cada detonación, mi cuerpo se evidenciaba en el aire como una bailarina iluminada en estampida con los pies encendidos; a cada detonación, mi cuerpo se evidenciaba en el aire como una diva crepuscular de pies incendiados. Comencé a caminar como lo hacen los flamencos y al poco tiempo empecé a levitar.  Yo ya no era la misma. Si se me soltaba de la mano, volaba confundiéndome con el vuelo de los misiles scout de los enemigos. Porque mi vida era una guerra. Cada vez era peor y yo no sabía qué hacer para no levantar el vuelo. Cuando por las noches salía descalza y gritaba que quería volar, que los pies me quemaban, es que era así: los pies me ardían y entonces saltaba, me elevaba en el aire con pies de fuego, bajo la noche iluminada por las explosiones. Mi vida era una guerra y mi hijo ya no estaba. Bradley murió ahogado en el lago, mientras yo jugaba al squash con Susan. Y luego, apareció Edward, que fue la única persona que pudo retener mi cuerpo en tierra firme, como un ancla. Dejé de volar y empecé a sentir, a odiar, a sentirme como una avestruz dentro de una jaula… Pero no entré en la habitación de Bradley y me dirigí al estudio de Quincey. Me acerqué a su escritorio y abrí todos los cajones en busca de lo que yo pensaba era una Bond Derringer. Resultó no ser así: en el interior del último cajón de arriba del escritorio había una Browning Hi-Power de 9 mm. Al principio me pareció una contrariedad, como si mi plan se fuera abajo de golpe, pero tras unos segundos de aturdimiento, cogí la pistola y me la introduje en uno de los bolsillos del vestido. Salí del estudio impregnada del olor a Quincey y bajé las escaleras pensando que nunca me había gustado jugar al squash. Mientras me acercaba sigilosamente al salón, pensaba algo así como que una percepción deficiente implica experimentar el mundo como un caos, mientras que una percepción extra puede llevar a experimentar el mundo inadecuadamente, con sentimientos de depresión en el primer caso, y de alucinación o delirio en el segundo. Estaba convencida de que valía la pena matarlo; cuanto más pronto, mejor. Me acerqué a Quincey por la espalda y creo que lo abracé. Sentí asco no por lo que iba a hacer, sino de él. Entonces, lo solté, di unos pasos hacia atrás, cogí el arma del bolsillo del vestido, apunté con las dos manos, di un grito y disparé. El salón se inflamó de naranja carnoso y antinatural. El momento se iluminó como un cuadro de Hopper, de una luz peregrina. Se encendieron amapolas en el techo y en las paredes. Todo quedó suspendido en aquel instante. Todo menos yo, que empecé a vivir de nuevo, y, a pesar de que me empezaba a dar cuenta de que las razones que me impulsaron a hacer lo que había hecho podrían ser las mismas que hubieran podido disuadirme, se me hizo patente la belleza de todo lo que me rodeaba… Ya sólo me quedaba esperar a Edward. 



Consanguíneo: POÉTICO SQUASH