RUBIOS Y LEONADOS GIRASOLES (2ª parte)

Pero nadie responde. Silencio. Cuelga el teléfono, aterrada. Supo entonces que el orden natural de las cosas había cambiado…
No hay historia aquí, donde el canto permanente de las indestructibles abubillas se pierde en lo infinito. Es difícil de entender, porque lo infinito no se puede abarcar con el pensamiento. O sí. Ella solía pensar en una línea interminable de puntos. Y por interminable quiero decir infinita, una línea sempiterna… Si estaba atenta oía la marcha de las hormigas que, incansables, se dirigían hacia el hormiguero. Las miraba atentamente, las odiaba, le parecían un espanto. Buscaba, entonces, los botes de insecticida… Y todo debería tener su fin; pero el fin ya no existe. Quitó la vista del teléfono y la fijó unos segundos en los girasoles impresos de su camisón. Después, levantó la mirada y miró a través de la ventana de la habitación. Vio una sábanas blancas, o sea, color algodón, colgadas, bailando alegres, llenas de vida. Llenas de vida, pensó. Y de pronto, cayó un ave muerta. Y es curioso que aquello sucediera… Se tumbó en el suelo y empezó a llorar desconsolada. Consideró que los girasoles de su camisón eran flores marchitas que morían sobre su vientre, mientras otras flores le brotaban por la boca. Creyó que un árbol le crecía en la frente, y que en cada uno de los poros de su cuerpo germinaba un culantrillo. Sintió sus manos rosadas teñidas de musgo. Cerró los ojos y permitió que las plantas aéreas se estiraran hacia ella. ¿Para qué sirve luchar?, se preguntó. Para nada, se contestó. Seguidamente, oyó el golpe de otra ave contra el suelo del jardín. ¡Qué ironía…!, pesó, y recordó los días en los que se levantaba con ganas de hacer natillas y todos se entusiasmaban y le tiraban del delantal. Los días de natillas eran días de muerte: cuando uno iba a morir decía su nombre más oscuro, y largaba su discurso más secreto y húmedo, con ese pudor que tiembla en las estelas griegas donde un niño pensativo mira hacia la blanca noche de mármol. Hacer natillas a los niños era, más que nada, el momento para quitarles las ganas de hacer preguntas. Ay, aquella difícil costumbre de estar muerto…
No hay historia aquí, no la hay. Parece que todo está dicho. Pero no es verdad, pues la mujer Archimboldo oía ahora el ruido seco de las alas del ave moribunda agitándose contra la tierra. ¿Cómo se le ocurrió a la Muerte obsequiarnos con semejante cumplido y pasar luego a un segundo plano? Al principio le gustó esta reflexión, pero la verdad es que la Muerte estaba más presente que nunca. Y se recordó años atrás: antes… Antes, tenía unos cabellos románticos que caían sobre mis hombros y se enredaban en las noches entre imaginarios hombres almohada. Hombres que me querían y deseaban… Antes… Antes, cuando despertaba creía que era ciega, pues abría los ojos y sólo podía ver una oscuridad púrpura, sombras siniestras e informes moviéndose dentro de otras sombras inciertas… Era el miedo. El miedo a la Muerte. Pero al momento sentía el olor  de las sábanas frescas (las mismas que hoy hay colgadas) y volvía a quedarme dormida. No me llamaba ninguna voz infrahumana; podía seguir durmiendo. Pero ahora ya no hay defensa posible, o lo que es lo mismo, ya no hay razón. Porque nuestra mayor defensa es la razón, pensó.
No hay historia aquí, nunca la hubo… La mujer vegetal ataviada con camisón de rubios y leonados girasoles recordó ahora a su padre muerto: oh, papá… Lo insoportable era la falta de todo signo manifiesto; la locura puede darse como una cosa así, que de pronto una cama sea la Muerte sin dejar de ser nada más que una cama en una contradicción que anula toda defensa. Oh, papá, seguías inmóvil, la cara casi oculta… Yo miraba tus zapatos; de ahí salía como una mancha de vacío, un hedor de sombra, una potencia. Si hubieras levantado la cara para mirarme, hubiese gritado o hubiese salido corriendo en busca de una salida. Tu muerte era una sensación agridulce y el tiempo pasaba lento. En esa suspensión del tiempo jugaban fuerzas que ya nada tenían que ver con nosotros; el miedo era una materia viva que se abría paso sin pedir permiso. El miedo era la Muerte. El miedo comunicado desde la boca del estómago hasta el pelo de la nuca… Pero aquello era antes, ya no tengo miedo a la muerte, más que nada porque no muero… Escucha, papá, otro pájaro se estrella contra el suelo; el jardín está lleno de zopilotes muertos o moribundos. Ellos son los únicos que mueren. Ellos, que se alimentan de muerte… Justo ahora que ya no existe y no tienen qué comer, caen ante mis ojos llenos de vida. La Muerte no siempre gana.


RUBIOS Y LEONADOS GIRASOLES