AFICIONES EXTRAÑAS

AFICIONES DIVERSAS

1) Me paso el día leyendo los anuncios breves de los periódicos. Hay algunos muy curiosos: “Señora vallisoletana sin piernas ni brazos, busca joven mozo sin piernas, pero con brazos, para empezar nueva vida. Preferible que disponga de olla exprés”. Pensé en cortarme las piernas y responderle, pero cuando estaba a punto de cortarme la segunda pierna, me di cuenta de que no tenía una olla exprés. Una pena. “Mujer ambigua, muy viajada y con barco propio, busca compañero ambiguo y con ganas de recorrer mundo, para encerrarnos en casa durante un año. Abstenerse menores de diez años”. Obviamente, no le contesté. “Caballero sin igual, busca a nadie con el que pueda compararse”. “Mujer abierta, busca alma gemela que la cierre”. “Si quieres conocer caballero augusto dispuesto a todo, no busques más, estoy detrás de ti”. “Si al levantarte cada mañana sientes que te duele el bazo, llámame”. “Auténtico turco en el amor ofrece demostración gratis”. “Soberbia soltera daría clases de buena conducta a un precio módico”. “Crucigramista consumada desearía fundar hogar”. “Busco a alguien para actividad simpática”. “Vendo o regalo mujer por cansancio, a cambio de masaje capilar”, etcétera, etcétera... Yo, ya tengo preparado el mío: “Busco gente de todo tipo a la que le guste la oca rellena. No importa sexo, ni edad”.
2) Me encanta mirarme al espejo durante horas enteras, totalmente quieto, sin pestañear, casi sin respirar. Siempre gana el de enfrente.
3) Cuando defeco, observo si el producto flota o no. Es un buen sistema para decidir cualquier duda de cualquier tipo.
4) Me gusta hacer lámparas modelo Tiffany, broches de pan tostado, fruteros de papel maché, muñecos de alcanfor, ceniceros de tela, y tarjetas de felicitación al óleo o carboncillo, que nunca obsequio y que guardo en el fondo del armario.
5) Adoro romperme las uñas con las tenacillas y las falanges de los dedos con el martillo, para luego aullar de dolor.
6) Asomado al balcón de mi casa, me pongo a mirar a toda la gente que pasa: si alguien tiene el pelo ensortijado, o es menor de siete años, tiro una maceta desde lo alto para que le rompa la cabeza, y luego me escondo y me río.
Me gustan todas estas cosas, que ya se han convertido en aficiones. No podría vivir sin ellas. No podría.

AFICIÓN ANTIGUA

Siempre me ha gustado la tierra. Comer tierra. De pequeño, cuando mi madre me llevaba al parque para que me columpiara en las cadenetas y en la barca, yo prefería comer tierra. Menos mal que el pediatra le dijo a mi madre que eso era normal en los niños. Así, primero comía tierra y después jugaba con los niños a hacer castillos de arena, a las canicas o bolas, a las chapas que debían seguir el camino trazado en el suelo arenoso. Yo, todo lo hacía con la boca: los castillos de arena, lanzar la canica contra otra con la lengua, desplazar la chapa con los labios... Todo, con tal deque mi boca estuviera en contacto con la tierra. Me quedé sin amigos. No controlaba. Decían que era un cochino. Me daba igual. Yo seguí comiendo tierra sin controlarme. Hasta ahora. Al salir de casa no me persigno, sino que cojo un puñado de tierra de las macetas que adornan el portal del edificio donde vivo, y me lo meto en la boca. Si no lo hago, no salgo. He tenido algún problema con algún vecino (últimamente, con mi vecino Federico) que me ha visto comer la tierra de las macetas comunales, pero lo he mandado al carajo y punto. Dicen que soy un degenerado, y ya. Pues bueno, soy un degenerado, ¿y qué? Ayer mismo, cuando fui a la floristería a comprar tres saquitos de tierra vegetal, el dependiente me preguntó si tenía una buena terraza con plantas, pues voy cada semana a comprarle unos cuantos sacos de tierra, y cuando le dije que no, que me los comía, me miró de una manera extraña. Que se joda. Ya no voy a comprarle nunca más. Además, últimamente encuentro demasiadas lombrices de tierra en sus sacos, y a mí, lo que me gusta es la tierra, no los gusanos. Todo tipo de tierra me gusta. La tierra abertal, que se abre tiernamente, con sus grietas misteriosas. La tierra blanca o de Segovia, como astringente o aperitivo. La tierra campa, ¡kilómetros cuadrados de tierra sin un solo árbol! La tierra de batán como caramelo. La tierra de miga, tan arcillosa y sabrosa. La tierra de pan llevar, donde se siembran los cereales, tan nutritiva. La de Venecia o ancorca, dura como el turrón alicantino. Incluso la tierra vegetal, oxigenada y orgánica. A veces, quisiera morirme y que me enterraran bajo tierra para estar en contacto permanente con ella. Pudrirme con ella. Deshacerme en ella. Para siempre. Sin que nadie me moleste. Sólo yo. Yo, y nadie más.

NUEVA Y SINGULAR AFICIÓN

Hoy he deshuesado una oca. Le he abierto las patas para poder vaciarla por el ano. No es ninguna tontería, es algo muy delicado. Cuando he introducido los dedos (índice y corazón) a través del recto (proctólogo yo), he tenido una erección. ¿A partir de ahora, cada vez que quiera follar con alguien, tendré que hacerlo con los dedos metidos en el culo de una oca...? Bueno, la oca era grande, no sé cuanto pesaba, pues la vendían por pieza y no por peso. ¡Una gran oca! Me la han vendido viva. Yo he insistido en ello. He preferido jugar un poco con ella antes de matarla. Al llegar a casa la he soltado dejándola en el suelo y se ha puesto a correr como una loca. La oca loca. Parecía que supiera, la cabrona. Se ha metido en todas las habitaciones, meándose y cagándose por todos lados. Ahí ha sido cuando me he cabreado y he empezado a darle golpes con el palo de la escoba en la cabeza. ¡Toma, hijaputa, toma!, le decía. Pero ella, claro, no entendía su penosa situación y se ha puesto histérica. ¿Las ocas qué hacen: gritan, cacarean, aúllan, gruñen, berrean...? No sé, el caso es que se ha puesto a chillar como una desequilibrada. Puesto que dicen que la música tranquiliza a las fieras, he puesto un CD de Mozart. Pensé que La flauta mágica iría bien, dado el caso (¿qué caso?), pero no. Cuando la reina de la noche entonaba mi aria preferida, la de la risa, la oca subió el tono de sus gritos y yo me dije: ¡basta! ¡Ahora vas a ver...! ¿Que qué hice? ¿Alguien ha visto una oca desplumada viva? Es patético..., pero divertido. La oca, desplumada, se quedó muda. No sé si traumatizada, pero muda, por fin. Con la oca calladita en un rincón de la cocina, me dispuse a preparar el relleno: jengibre, hinojo, canela, azafrán, ciruelas pasas, todo ello, macerado en un buen coñac. La oca (desplumada) miraba muerta de miedo, cómo iba yo pesando y mezclando los ingredientes para su relleno. Cuando terminé de ¿acondicionar? lo que le iba a meter por el culo, la miré y le dije: ven. Ella, claro, no se movió. Yo insistí con un tono de voz más dulce: ven, ven, que no te voy a hacer nada... No se movió. Como vi que se resistía, desistí yo también: la deshuesaría viva y punto... Creo que al final murió de vergüenza, o del susto, o... no sé. El caso es que no soportó ser sodomizada. No lo entiendo, seguro que se pasó la vida poniendo huevos mucho más grandes que el diámetro de mis dos dedos. Nunca imaginé que deshuesar una oca por el ano fuera tan sencillo, siempre que se tengan los utensilios adecuados. Lo primero que he hecho es cortar de un tajo el cuello por el coracoides, y las patas por el tarso: la cabeza y los pies han quedado separados del cuerpo central. Después, con la oca bocabajo, he separado las tibias para dejar más espacio libre a la salida de los huesos, y he metido los dedos por el ano para inspeccionar y tener una idea más clara de lo que había por ahí dentro (ha sido cuando he tenido la erección, arriba mencionada). Lo primero que he encontrado ha sido el pigostillo, que son los huesos que están pegados a la pelvis y al fémur. Sin pensarlo dos veces, he tirado de ellos para ver qué pasaba. Parecía que la oca tomaba vida otra vez, pero no, sólo era el movimiento involuntario de su carne al mover sus huesos por dentro. Tras un momento de duda comprendí que nunca podría sacar los huesos de la oca por el ano de aquella manera, pues estaban todos unidos y el conjunto era demasiado grande para poder sacarlo por un orificio tan pequeño. Así no. Imposible. Pero pensando, pensando... Cogí un mazo y golpeé a la oca por todo el cuerpo: tenía que romper sus huesos para poder sacarlos con mayor facilidad. Y así fue: todos iban saliendo gracias a mi paciencia y buen hacer. La caja torácica salió sin ningún tipo de complicación. Poco a poco, a trocitos. Todo el proceso me llevó dos horas. Dos horas extrañamente perturbadoras y hermosas. A todo ello, yo seguía con la erección. Incluso, cuando llegó el momento de rellenar la oca (procedimiento mucho más fácil que el deshuesado), yo seguía caliente. Por eso, antes de meter la oca en el horno, tuve un affaire con ella. Fue perfecto. Yo diría que sublime. Una sensación nueva a la que tendría que prestar atención más adelante (¿se convertiría en una nueva afición?). Cuando llegó el momento de éxtasis, lo pensé... De verdad que lo pensé: ¿sigo o no? Era tanto el placer, que seguí. No pude parar. Un ingrediente más se uniría al relleno... ¡Mis invitados a la cena no notarían la diferencia! Estoy muy contento de haber encontrado una nueva afición. Aparte de aportarme una necesaria vida social que últimamente tenía olvidada. No debo estar solo. Cada día una cena, una reunión: una sopita, unos bombones rellenos de... licor, una buena copa con sus cubitos de... hielo, un buen café con... ¿leche?

CUATRO MUNDOS NUEVOS

La afición a deshuesar ocas ha producido, indirectamente, otras no menos singulares:
1) la de hacer cojines una vez desplumado el animal. Cojines grandes, pequeños, medianos, de seda, de raso, de algodón salvaje, triangulares, redondos, cuadrados o en forma de trapecio...
2) Hacer caldos de ave con sus huesos, que hierven durante largas horas en las tardes de domingo...
3) Crear lienzos abstractos con sus vísceras...
4) Recoger perritos abandonados de las calles...
Me explico: una vez sodomizada y cocinada la oca, ¿qué hacía con sus despojos?... A veces pienso que no merezco tanta felicidad, tanta dicha causada por mis aficiones, pero quién sabe si Dios existe y me obsequia con simpáticas ocupaciones, que yo hago con aplicada pasión... Una vez, el vecino de enfrente me dijo que yo era raro y que en ocasiones le daba miedo. ¡Hipócrita! Recuerdo el día que lo vi en el cuarto de baño de su casa frente al espejo, desnudo y espatarrado, con una cubitera repleta de hielo. Yo estaba peinándome, a punto de salir de casa para ir a la granja a comprar una oca, cuando oí unos gemidos extraños. Apagué la luz y observé por la ventanilla (que, mira tú por dónde, está frente a la de mi vecino). ¡Se metía cubitos de hielo por el culo! Después, esperaba unos minutos y los expulsaba ya licuados, extasiado y sollozando de placer. ¡Eso es raro, no yo! Si hubiese sido en verano, en pleno mes de agosto, lo entendería, lo vería lógico, pero introducirse cubitos de hielo en pleno invierno, es de locos. Mi vecino Federico, (¿Federico on the rocks…?) No, yo no soy raro, ¡no señor! ¿Qué tiene de raro hacer cojines con pluma de oca, o hacer sopa de ave, o plasmar en lienzos mis emociones, o recoger perritos abandonados?

COJINES

Una vez enculada y guisada la oca, ¿qué podría hacer con sus plumas? Evidentemente, cojines. Me gusta hacerlos, sobre todo, en forma de estrella de cinco puntas. Son los más difíciles, pero los que me dan mayor satisfacción una vez terminados. Primero, dibujo dos estrellas en dos piezas de tela. Una en cada trozo. No es nada fácil, no. Una estrella de cinco puntas bien hecha tiene su intríngulis. Como en un principio no me salían, tuve que recurrir a mi vecino Federico, que es matemático (aparte de raro). Al principio, no quería prestarme un libro de trigonometría, por lo que tuve que acudir al bajo instinto del chantaje. Le dije: “o me prestas el mejor libro de trigonometría que tengas o en la próxima reunión de la comunidad digo que te metes cubitos de hielo por el culo. Tengo pruebas; lo he grabado con mi cámara de vídeo.” Y me fui a mi casa a esperar los dos minutos escasos que tardó en traerme no uno, sino cinco libros de trigonometría y un curioso y sesudo tratado sobre el tema, titulado: “Trigonometría de los tres tristes tigres” (¡Ay, Guy yermo de cabras e infantes!) Ahora, dibujo unas estrellas de cinco puntas perfectas para mis cojines de pluma de oca. En pocos meses, hice cientos de cojines de todas clases. La casa se me llenó de cojines, por lo que tuve que empezar a regalarlos. No hay biblioteca, geriátrico o sala de espera en toda la ciudad, que no tenga uno de mis cojines de pluma de oca. Son cómodos y originales. Tuvieron tanto éxito que tuve que patentarlos, y ahora, Zorra Home quiere hablar conmigo y llegar a un acuerdo para su comercialización a gran escala por todo el mundo. Pero yo no quiero. Mi afición a hacer cojines con pluma de oca no es lucrativa. Es un acto de amor, un pasatiempo, un no tirar plumas de oca al viento. Hay que aprovecharlas y punto. Como los huesos...

SOPAS

Un día, cuando la oca estuvo deshuesada, follada y asada, me dije: si se hacen caldos de pollo, se podrán hacer también de oca. Así fue como empezó mi afición a los caldos de oca. Me salen riquísimos. En una cacerola pongo dos litros de agua fría, los huesos de la oca, una cebolla partida en dos, abundante apio, tres zanahorias medianas que le pido a mi vecino Federico (que siempre tiene, no sé porqué, aunque empiezo a sospechar), y un pellizco de sal. Lo dejo cocer todo una hora y media a fuego mediano. Después, saco los huesos de la oca, pero no los tiro, pues me servirán para otra afición que me embauca sobremanera y que más adelante contaré... Aparte, en una sartén, pongo aceite y un trozo de mantequilla a calentar: añado harina y leche (he dicho leche) sin dejar de remover con la varilla hasta que tengo lista una bechamel (he dicho bechamel), que añadiré licuada junto con la zanahoria y el apio previamente colados al caldo de oca. Al final, una vez apartado el caldo, deslío una yema de huevo (a ser posible de oca) en él, pero con cuidado que no hierva, pues la yema no tiene que cuajar. Escupo tres o cuatro veces en la olla, y ¡ya está lista para tomar! Yo... no la pruebo. Yo sólo como tierra como creo recordar que os he dicho alguna vez; pero a mis amigos les encanta. Ellos no conocen mi toque final... Reconozco que es una pequeña travesura mía. Travesura, no perversión. Para perversión la de mi vecino Federico. Además, son tan gratos los domingos por la tarde en los que preparo el caldo y siento su olor impregnado por toda la casa mientras lanzo vísceras de oca contra el lienzo.

LIENZOS

Cuando ya pensaba que las ocas no daban más de sí, descubrí, de pronto, que sí, que todavía había más por hacer. Hasta el momento, una vez que había hecho el amor (queda claro que no es ninguna perversión: hacer el amor) con la oca y se horneaba, rellena, poco a poco en mi horno, yo tiraba sus vísceras a la basura. Pensaba que no servían para nada. Pero no fue así. Una nueva afición se estaba gestando sin yo saberlo: cuando un día, un trozo de hígado cayó al suelo blanco (de mármol impoluto) de la cocina y vi aquella masa informe desparramada bajo mis pies, quedé maravillado. Exaltado, comprobé que una nueva afición se imponía: ¿qué pasaría si, en vez del suelo, el destino de la casquería ocal fuera lanzado contra un lienzo desde diferentes posiciones espaciales y a velocidades alternativas? Al día siguiente, compré un lienzo de dimensiones considerables (tres por cuatro metros) y lo dispuse recostado en la pared más grande de mi salón. Lo primero que lancé fue un riñón, que estalló en la tela en tonos marrones y lilas. Quedé maravillado, imposible explicar lo que sentí ante el impacto visual que, de pronto, se ofrecía ante mis ojos. Sin pensarlo (era mi primer cuadro y no tenía experiencia, no me controlaba), cogí el hígado que yacía, viscoso, en una bandeja junto al resto de la casquería y lo reventé contra el lienzo, que cambiaba de vida a cada explosión de color visceral. Viendo que mi obra necesitaba un rojo intenso en la esquina superior derecha, lancé con furia el corazón. Quedó magnífico, quizás algo ostentoso, pero justo donde yo quería. La lengua y las patas quedaron fijadas en la parte inferior del cuadro, oportunas y eficaces. Las mollejas, justo en el centro, como corales extraños que daban un toque marino y ambiguo a la obra. Los ojos estallaron en el borde izquierdo del tapiz, creando una atmósfera inquietante y a la vez graciosa. Y, por último, dispuse los sesos triturados sobre la tela para que fueran escurriéndose, a ver qué pasaba. Esa noche casi no dormí. Me levantaba a cada rato de la cama e iba al salón para observar cómo iban deslizándose los sesos en mi obra de arte. Hipnotizado, quedé dormido en el suelo del salón, mientras miraba embelesado el discurrir lento y viscoso, caracolil, de los sesos entre la demás casquería plasmada sobre la tela. Ese fue mi primer cuadro. Ahora, después de haber hecho cientos de ellos, se pueden observar en distintas galerías de arte, y están muy cotizados. Tengo un prestigio. Un reconocimiento. Pero, que estén muy cotizados, no quiere decir que los venda. Son míos. Míos y de nadie más. No hago cuadros para enriquecerme. Es una afición. Una de tantas, y no la comparto. Mi vecino Federico dice que soy raro, que no es normal que no venda mis cuadros que valen millones. Yo le digo que más anómalo es meterse cubitos por el culo en pleno invierno. Él se enfada y deja de hablarme durante un par de semanas, y yo, lejos de preocuparme por ello, aprovecho y encuentro nuevas aficiones. Como la de recoger perritos abandonados por la calle.

PERRITOS

Mira, Federico, le dije un día a mi vecino, no pienso darte dos pepinos grandes, ni un poco de sal, que sé cómo eres y cómo las gastas; además, no soy tonto, y sé que la sal es para despistarme. Y le cerré la puerta en las narices. Desde entonces no me habla, pero no me importa, pues gracias a él he encontrado otra afición. Cuando me siento solo, salgo a la calle y recojo un perrito abandonado. Me da igual la raza. Conque quiera venir conmigo, me basta. Yo no lo obligo. ¿Que por qué esta nueva afición? Pues para ver cómo roen los huesos que han servido para el caldo de oca (que previamente ha sido dada por culo, rellenada y dorada lentamente en el horno) y que por supuesto, no he tirado, sino que he guardado en la nevera después de su cocción, ya que nunca se sabe qué nueva afición puede acontecer. Y es que es una delicia entrañable ver cómo roen y juguetean los perritos con el hueso antes de atragantarse con ellos. Ya se sabe que estos huesos no son los más adecuados para que los coman los perros, pero ellos parecen no saberlo. Mucha gente pensará que esto es una perversión. Nada más lejos. No. Antes de que les pase algo malo por estas incívicas calles de Dios, yo los recojo, los acaricio y les doy algo que comer. Para perversión, la de mi vecino Federico. Algún día acabará mal.

CONCLUSIÓN

Me levanto de la cama a las siete de la mañana. Me lavo la cara, las manos, y el glande después de orinar. Voy a la cocina y me preparo un buen tazón de tierra vegetal para desayunar. Desayuno en pijama si es invierno o desnudo si es verano. Después, me visto y me peino (con raya al lado) y salgo a la calle contento. Voy al parking donde tengo mi moto (dos calles más abajo). La arranco normalmente a la primera, y voy hacia la granja donde compro siempre las ocas. El dueño de la granja me saluda efusivamente (soy una mina para él). Pongo la oca dentro del ¿cofre? de la moto. La oca chilla: no comprende esa oscuridad, ni esa compresión. A la vuelta, antes de subir a casa con mi oca, compro el periódico en el quiosco del barrio. El quiosquero, en vez de coger el dinero que vale el periódico y callarse, me pregunta: ¿otra oca? Yo ni le respondo. Espero el cambio (si lo hubiera), doy media vuelta y voy directo a mi casa con la oca (que no para de moverse) en brazos y que es motivo goloso de algún perro callejero que no deja de mirarla y que a la menor oportunidad le hincaría el diente. Me apiado de él (del perro) y lo invito a casa. Al llegar, dejo a la oca en el suelo, y al momento se pone a correr. Cojo al perro para que no vaya tras la oca, y le acaricio suavemente la cabeza y el lomo. El perro, agradecido, me lame la mano cariñosamente y se calma. Mientras la oca corre aterrorizada por toda la casa, yo leo tranquilamente los anuncios clasificados del periódico junto a mi nuevo amigo canino, que me mira ufano y satisfecho. Tomo un aperitivo de tierra de Segovia mientras leo y subrayo los anuncios que me parecen interesantes, tipo: “alquilo pasapurés antiguo a persona decente”, o “pies de cerdo, vendería a persona inspirada”. A eso de las dos de la tarde, deshueso y relleno la oca como ya he explicado más arriba y la meto en el horno. Aparto los huesos y las vísceras para posteriores aficiones. De hecho, mientras la oca se tuesta en el horno, aprovecho y hago el caldo de oca (ver el apartado sopas) y comienzo a lanzar las vísceras contra el lienzo (ver apartado lienzos.) El perro observa estupefacto mis lanzamientos de casquería sobre un cojín de pluma de oca (ver apartado cojines) que yo mismo he hecho días atrás. Con mi obra de arte (perturbadora, precisa e inquietante, según los críticos) a medio terminar, cuelo el caldo para entresacar los huesos de oca y apago el horno. Los pongo en un plato y llamo al perro (ver apartado perritos). Viene moviendo la colita (si la tiene), me mira expectante reprimiendo un ladrido. Entretanto, yo mantengo el plato de huesos en mi mano y observo cómo va poniéndose cada vez más nervioso. Cuando el perrito dice guau o empieza a saltar intentando llegar hasta la pitanza, poso el plato en el suelo para que empiece a corroer los huesos. Durante unos segundos o minutos (depende del caso), observo detenidamente al perro que ni me hace caso mientras come. Hasta que: ¡oh!, se le atraviesa un hueso fino de oca en la garganta o en el cuello, y muere. El tiempo de agonía varía según el hueso y el lugar en donde se haya obstruido (de tres minutos a cuatro horas, por el momento). Meto al perro en una bolsa de basura perfumada. Bajo y lo tiro al container más cercano y vuelvo a subir a mi casa para terminar de preparar el caldo, y sacar la oca del horno. Después, culmino el cuadro lanzando las últimas vísceras. Si no tengo invitados, ceno solo en la cocina algo de tierra de pan llevar o de batán. Antes de irme a dormir, no siempre, aunque cada vez más, observo a través de la ventanilla del cuarto de baño y a oscuras a mi vecino Federico. Seguidamente, me voy a dormir y sueño con nuevas aficiones.

[CASO 711, ESTANTERÍA 10, H-9]

A las 10:45 horas, Camila De Souza e Mello sale de la floristería La Fleur du jour con un ramo de de flores variadas [foto 6, carrete 3]. Aprieta el ramo contra su pecho, huele las flores y después mira al cielo. Hace un día espléndido, radiante. Mientras intenta abrir el parasol para proteger su fina y blanca piel, el ramo de flores cae al suelo [foto 7, carrete 3]. Stephan de la Gueroniert, que casualmente pasa frente a la floristería, se apresura a recoger las flores del suelo para seguidamente ofrecérselo a la señorita De Souza, la cual agradece la atención bajando ligeramente la cabeza [foto 8, carrete 3]. Se establece entre ellos una corta conversación de no más de diez segundos. Después, cada uno camina en sentido contrario.

Hoy, a las 19:15, horas se ha encontrado el cuerpo sin vida de Eduardo Souto de Moura, reconocido comerciante de telas florentinas, bajo la hojarasca y ramas secas del bosque, al noreste de la región. Su cuerpo ha sido trasladado al Hospital Viana do Castello. Estamos a la espera de los resultados de la autopsia...

Leo en los periódicos que ha desaparecido otro niño...

Causa de la muerte del hombre (todavía sin identificar) encontrado hace una semana en el Parque Santarém: desconocida.

La bella Camila De Souza e Mello sale de la floristería Los Jardines de Babilonia a las 09:30 horas con un ramo de rosas rojas [foto 9, carrete 3]. Antes de bajar el escalón que separa la puerta de la floristería de la acera, mira hacia el cielo azul. Hace un día radiante. Abre el parasol, baja el escalón como lo haría una gacela y el ramo de rosas cae al suelo [foto 10, carrete 3]. Joao Pessoa, que casualmente pasaba por allí, recoge las rosas rojas del pavimento y lo devuelve a Camila De Souza. Ella, aparentemente ruborizada, oculta una leve sonrisa tras el ramo y da las gracias con una grácil inclinación, que pareciera de otra época [foto 11, carrete 3]. Hablan unos segundos, once o doce a lo sumo. Al despedirse, ella ofrece su mano y él la besa [foto 12, carrete 3]. Siguen caminos separados.

Hoy, al amanecer, concretamente a las 05:10 horas, se ha encontrado el cuerpo sin vida de Stephan de la Gueroniert, reputado notario sin mácula y querido por todos. El cuerpo, sin aparente signo de violencia, se trasladó al Hospital Viana do Castello, donde se le practicará la consiguiente autopsia...

Ayer desapareció otro niño...

Causa de la muerte de Eduardo Souto de Moura: desconocida.

Son las 11:15 horas y la bella, dulce y admirable Camila De Souza e Mello camina por el bulevar elegantemente. Lleva el parasol cerrado, pues algunas nubes ocultan el Sol y amenazan tormenta; además, el aire es fresco, más de lo normal para estas fechas. En cambio, utiliza el parasol como si fuera un fino bastón, e igual que si estuviera bordando, pespuntea el cemento del suelo a cada paso que dan sus delicados pies [foto 13, carrete 3]. Se detiene ante la floristería La Follie Verte [foto 14, carrete 3]. No entra, parece dudar. Empiezan a caer las primeras gotas de lluvia; es entonces cuando se decide y entra en la floristería. Al cabo de unos minutos, la señorita De Souza e Mello sale de la floristería con un gran ramo de capullitos de alhelíes [foto 15, carrete 3]. La garúa ha parado y las nubes van despegándose unas de otras. La calle está desierta. Parece que ella espera algo, no sé qué. Mira a un lado y otro de la calle: nada. Da un taconazo en el suelo (¿de rabia, de impaciencia?) [foto 16, carrete 3] y comienza a caminar justo cuando dobla la esquina Gonçalo Braga e Freitas. Camila De Souza e Mello aminora la marcha; tanto, que queda inmóvil sobre la calzada, acaricia delicadamente una de sus mejillas, en lo que pareciera ser un síntoma antes del desmayo. De su brazo se desliza poco a poco el ramo de flores, hasta que, por fin, cae al suelo [foto 17, carrete 3]. Los capullitos de alhelíes quedan esparcidos en la acera. El señor Braga e Freitas pasa de largo y sigue caminando sin inmutarse. Camila se tapa la boca con ambas manos y emite un pequeño quejido ahogado, mientras cae al suelo, también, sobre las flores [foto 18, carrete 3]. Gonçalo Braga gira la cabeza y vuelve sobre sus pasos. La ayuda a levantarse [foto 19, carrete 3], recoge los capullitos de alhelíes [foto 20, carrete 3] y los devuelve a las manos de Camila [foto 21, carrete 3]. Ella parece ruborizada y, mientras con una mano sujeta el ramo de flores, con la otra se da aire con un abanico japonés [foto 22, carrete 3]. Entre la señorita De Souza y el señor Braga e Freitas se entabla una corta conversación de no más de dos minutos, en la que ella gesticula afectadamente [foto 23, carrete 3] y él permanece estático e impasible ante los mohines y aspavientos (extrañamente elegantes y persuasivos) de Camila. Al despedirse [foto 24, carrete 3], Gonçalo Braga e Freitas levanta ligeramente su sombrero de la cabeza y Camila de Souza e Mello hace una tímida genuflexión con la mano en el pecho. Cada uno sigue por caminos distintos.

Hoy, a mediodía, a las 12:50 horas, se ha encontrado el cadáver de Joao Pessoa, conocido almirante naval de nuestra ciudad, bajo la escalinata Beja do Braganza, situada en la calle con mismo nombre. Dentro de cuatro días, conoceremos los resultados de la autopsia que, como la de los demás cuerpos encontrados durante el último mes, se realizará en el Hospital Viana do Castello...

Desaparece otro niño...

Causa de la muerte de Stephan de la Gueroniert: desconocida.

*****

Tras certificar que todos los hombres que han estado en contacto con la señorita Camila De Souza e Mello, tras las visitas de ésta a las diferentes floristerías de la ciudad, han fallecido, he decidido buscar y retener en la comisaría al señor Gonçalo Braga e Freitas, antes de que sea demasiado tarde...

Al llegar a su casa, se ha confesado culpable...

Las casualidades vienen cuando menos te lo esperas. Sin quererlo, he resuelto el caso de los niños perdidos [Caso 634, estantería 9, G-12].

Igualmente, he creído conveniente tomarle declaración y preguntarle sobre la señorita Camila De Souza e Mello. Es la confesión increíble y atroz de un hombre trastornado:

[Grabación 938, estantería 45, S-5: Confesión del señor Gonçalo Braga e Freitas]

“Comencé... Comencé arrancándome con los dientes el pellejo de los pulgares y, después de un tiempo, ya tenía el cuerpo de un niño en el congelador...
Me gustaba desangrarlos antes de comer el cuerpo; los colgaba de los tobillos, a veces aún vivos, en un gancho de carnicería, como a las reses, con los antebrazos abiertos en canal, hasta que el corazón se detenía...

No me importa el sexo...

Salir de caza no es algo cotidiano, un cuerpo puede durar en el congelador hasta tres meses o más, antes de ponerse demasiado tieso o insípido; luego, salgo a la calle y elijo otra víctima, la estudio, tomo notas de sus hábitos, de cuándo salen del colegio, de cuándo están solos... Cuando el ataque es seguro, no hay forma de escapar, la cacería, como la llamo yo, es fulminante...

Conseguí una pistola de aire, de las que se usan en los mataderos para sacrificar a los cerdos; en la televisión dijeron que el estrés liberaba toxinas en los músculos en el momento de la muerte, y eso afecta a su sabor. Por eso compré la pistola de aire... Al principio, necesitaba disparar dos o tres veces, pero con la práctica, con una solo bastaba...

La otra noche abrí la nevera y sólo hallé un pedazo de hígado apelmazado... Entonces, me acordé de la invitación que me hizo la señorita Camila De Souza para ir a su casa, el día en que la ayudé frente a la floristería. Siempre han sido niños, pero ella me pareció ideal para cambiar la edad de mis víctimas. Ella es muy bella... Fui a su casa con la pistola de aire comprimido... Cuando me abrió la puerta, fingió sorprenderse. Ahora sé que fingió... en aquel momento, todo me pareció normal... Me hizo pasar al salón y tomar asiento. Me ofreció un licor, no sé cual, pues no lo probé, en un vasito diminuto. Observé que el salón estaba lleno de jarrones con flores marchitas, algunas muy secas; sólo uno de los búcaros contenía flores frescas. Había un olor rancio... Ella estaba sentada frente a mí, en un sillón de orejeras rojo, sin hablar, con la copita de licor entre sus manos reposadas en el regazo. De vez en cuando bebía pequeños sorbitos. No hablábamos; simplemente bajábamos la cabeza cuando nuestras miradas se cruzaban... Su cabello parecía prenderse en el respaldo del sillón, igual que la hiedra en una pared. El olor de flores mustias me revolvió el estómago... Hubo un momento en que ella cerró los ojos, como si esperase a que yo la besara... Del bolsillo interior de mi americana saqué la pistola de aire comprimido y le disparé entre ceja y ceja... Me levanté del sofá en el que estuve sentado todo el tiempo y me acerqué a ella... Pensé en seguir con la rutina de preparar, por así decirlo, el cuerpo allí mismo. Al cortar sus antebrazos con el bisturí, no brotó ni una gota de sangre. Extrañado, sacudí con fuerza su cuerpo: nada. Empecé a acuchillarla por todo el cuerpo, cara, piernas, vientre, manos... produciendo pequeños tasajos. En el momento en que estaba a punto de sesgar su cabeza, unas manos heridas detuvieron el vuelo del metal. Los ojos de Camila De Souza e Mello se abrieron y entendí instantáneamente el significado de la frase “quedarse congelado”. El bisturí cayó al suelo. Cuando vi levantarse su cuerpo del sillón y su cabello se desprendía del terciopelo rojo, creí perder la razón... Aquel ser lacerado, aquella bestia desnuda se acercó a mí y me golpeó en el pecho con los puños; después, recogió el bisturí del suelo y cortó un trozo de su propia carne. Me abrió la boca y metió el trozo de piel y músculo hasta donde alcanzaron sus dedos, obligándome a tragar... Mientras la vida se me iba, pude observar que el único ramo de flores frescas que había en el salón iba marchitándose poco a poco, tan lentamente como iba yo muriendo...

Después, al día siguiente, creo yo, me desperté con fuertes convulsiones. Lo primero que vi fue a la señorita Camila, intacta, sin una sola herida, que me dijo: Gonçalo, ahora yo te enseñaré a cazar como se debe...

Ya no sé nada más, no la he vuelto a ver... Todo esto fue hace dos días.”

[Fin de la confesión del señor Gonçalo Braga e Freitas]

*****

Hace más de un año que se cerró el caso 711 (estantería 10, H-9), conocido como Caso de las Flores o Caso Camila, debido a la desaparición de la señorita Camila De Souza e Mello. Esta mañana abro el periódico y leo que, desde hace unos meses, aparecen en París los cuerpos sin vida de varios hombres respetables a los que se les relaciona con una tal Camille, amante de las flores... Me pregunto si debo abrir de nuevo el caso u ofrecer mis notas a las comisarías francesas... Todavía pienso en Gonçalo Braga e Freitas. ¿Debería visitarlo al Psiquiátrico Almeida Cardoso?

NUNCA TE SIENTAS CULPABLE ANTE LA IMPOSIBILIDAD ENTRÓPICA DE LA LOCURA


Tengo un cuchillo en las manos… Estoy tan triste... Los oigo hablar todas las noches. Y no debería oírlos, pues están muertos. Ellos están vivos en el mismo sentido en que un naipe está vivo. Están paralizados. No pueden moverse. O no quieren moverse... Se quejan. Sus lágrimas están atascadas en sus ojos. Sus gargantas están llenas de piedras secas. Pero esto no es lo que cuenta. Lo que cuenta, esencialmente, es la locura que poco a poco invade el alma; eso, y el sonido sordo de las larvas corroyendo la madera de los marcos que circundan sus cuerpos inmóviles, los gusanos arrastrándose por el interior, comiéndose la poca vida que subyace, rectangular, en las vetas del roble y la caoba de los marcos tallados de los dos espejos que cuelgan en el salón… Y llega la noche. Cada día, la noche se espesa, maligna, y el aire se llena de locura. Y todas, todas las noches, sus imágenes reflejadas lloran su propia muerte. Parecen silenciosos, pero hablan en susurros, como si tuviesen miedo. Y quizás lo tienen. Como yo. Sus palabras fluyen en la oscuridad de la noche. Sobre los remolinos de maldad que giran en la casa, nutren su dolor en conversaciones vacuas. Sus palabras, livianas, como sonidos hechos con plumas, conmueven las rancias paredes. Los oigo hablar y están muertos.

-Debe ser verano -dice él desde uno de los espejos.

-¿Por qué? –pregunta ella desde el otro.

-¿No oyes cómo estallan los higos…? Están llenos de vida y, de pronto, llega la muerte y los revienta.

-Como a nosotros.

-Sí, como a nosotros…

El amanecer tapona sus gargantas, que permanecen calladas hasta que vuelve, otra vez, la noche. Pues sus voces sólo pueden oírse entre el reptar de las criaturas nocturnas. Y es por eso por lo que creo que muchos espíritus gritan en la noche, tras la agonía de tragarse sus propias palabras durante el día. En las oscuras noches vomitan desesperadamente los pensamientos detenidos y coagulados durante el lento pasar del Sol en el cielo. Con o sin Luna, con estrellas o sin ellas, liberan sus tormentos, en el rumor silencioso de las tinieblas… Y los oigo hablar cada noche a pesar de que están muertos.

-El moho nos corroe...

-Corroe el cristal.

-Yo ya no tengo ojos.

-¡No quiero, no quiero!

-Primero era un picorcillo, pero ahora me duele.

-No es más que el moho que carcome tu ojo.

-¡No quiero!

-No pasa nada; ya estamos muertos.

-Si estamos muertos, ¿por qué vemos? ¿Por qué oímos? Y lo que es peor, ¿por qué sentimos?

Y se callan, mientras el moho avanza por el cristal, extendiéndose, creando vida en la muerte de sus retratos reflejados, en un ciclo inevitable de terrible hermosura… Y vuelve el amanecer... Y vuelve la noche y los oigo hablar.

¡Qué tristeza! Como un enorme telar de miedo, el moho teje, inexorable, el paso del tiempo, hasta que un día sus imágenes desaparecerán para siempre bajo el manto verdoso. Decido cerrar las persianas para que puedan seguir hablando en la oscuridad…

***

A veces veo al hombre triste reflejado en la hoja del cuchillo. Me persigue, me lo encuentro en todas partes, siempre me está mirando. No sé por qué me odia ni por qué quiere hacerme daño ni quien es ni qué es lo que le he hecho. Pero no puede entrar en casa, las persianas están bajadas, aquí no puede verme; por eso siempre estoy en casa, aquí no puede hacerme nada. El hombre triste me espera fuera, de día, de noche nunca se aleja... A veces miro entre las rendijas de las persianas bajadas y no lo veo, pero sé que está ahí. Alguna vez salgo con mucho cuidado y sin hacer ruido. Ya nadie trae comida y tengo que salir yo. Ella ya no está. Quizás ha sido ella la que ha enviado al hombre triste; le hice daño y ella se fue. Pero eso no le basta, quiere que sufra. Quiere que yo sufra mucho. Por eso está él ahí afuera, esperándome. Por eso me persigue y no me deja en paz. A veces lo veo reflejado en la hoja del cuchillo. Pero en casa no puede entrar. Las luces están apagadas; todo está oscuro. No puede entrar. Estoy a salvo del hombre triste. Él quiere que muera. Ella es la culpable. Ella es la razón... Sólo él sabe que yo la maté; nadie más lo sabe, sólo él y por eso me persigue... También el otro está muerto... Pero eso no le importa al hombre triste. Quizás debería decírselo, hablarle del otro. Debería decirle: estáis enterrados juntos, los dos en el jardín, uno encima de otro, tal y como os encontré. Tendría que contárselo al hombre triste, pero me da miedo oír su voz... Él sólo desea mi muerte, sólo piensa en eso... Pero en casa no puede entrar. No puede. Las ventanas y las puertas están cerradas, las persianas están bajadas; todo está a oscuras, las luces están apagadas. Nunca hablo para no hacer ruido. No quiero que él me oiga. ¿Estará siempre vigilándome? Quizás se aburra y se vaya algún día. No hablo, permanezco callado. Sólo hablo cuando las otras voces se confunden con la mía. Son voces horribles... El hombre triste está fuera esperándome. Ya no lo puedo aguantar más. Ya no puedo. Estoy harto de verlo reflejado en la hoja del cuchillo. Pero en casa no puede entrar. En la casa no hay espejos porque todo está oscuro. No hay nada, sólo oscuridad. Mis manos aprietan el cuchillo con fuerza. En la casa no hay espejos, no pueden verme... En la oscuridad no hay espejos, no hay nada…

***

Oigo un quejido que interrumpe mi sueño en medio de la noche. Al abrir los ojos no veo nada. Sé que la puerta de la habitación está abierta. Y sé que el murmullo que me ha despertado proviene del largo pasillo oculto en la penumbra. Me incorporo de la cama intentando que los muelles del colchón no hagan el menor ruido, cojo el cuchillo que tengo bajo la almohada y ando a tientas entre la sombras de la noche. Cauto y sigiloso, me dispongo a recorrer el pasillo intentando discernir en la negrura cualquier sombra agazapada, algún ente suspicaz que haya decidido que afloren mis más ocultos temores nocturnos. Pero, con férrea voluntad, avanzo con paso firme y lento, sin encender la luz, para no demostrar que en el fondo sí que siento el frío aguijón del miedo atravesando mi espalda.

Curiosamente, el sonido no cesa, lo que pone en evidencia que no ha sido fruto de mi imaginación. Se vuelve más audible a medida que recorro los escasos metros que me separan de la última puerta del pasillo, la que da al salón. Quizás la última puerta que haya de atravesar en la vida. Temeroso, me detengo. Escruto la oscuridad con las manos. Nada. Intento descifrar la procedencia de la voz, su situación exacta, sea de este mundo o de los abismos tenebrosos que se extienden más allá del orbe de los vivos. Comienzo a andar de nuevo, lentamente. De pronto, dos fuertes golpes, secos y atronadores, hacen que me detenga. El miedo deja escapar un pequeño alarido de mi garganta, que evidencia mi debilidad a oídos de la criatura que se oculta tras la última puerta, en el salón frente al cual ahora me encuentro. Estoy sudando. Todo mi cuerpo tiembla. Una mano agarra el pomo de la puerta, la otra empuña el cuchillo. Espero... Espero y no pasa nada. Ahora hay un silencio sepulcral. Pienso que lo que fuese que estuviera tras la puerta del salón, quizás haya decidido abandonar y haya vuelto a su mundo de tinieblas... Pero no me fío y grito:

-¡No te ocultes tras el silencio! ¡Sé que estás ahí! Sé que esperas que regrese a la cama para arrebatarme el alma. ¡Sal! ¡Muéstrate! –le reto.

-Entra tú -replica tras la puerta lo que quiera que sea, con voz quebrada y aguda, más animal que humana, más muerta que viva.

-Eres tú quien te has presentado en mitad de la noche. ¡Sal!

-Entra tú -repite, el ente, el monstruo, o lo que sea, sin alterar un ápice su tono de ultratumba.

-¡No me retes! ¿Quieres matarme? ¡Si tanto anhelas acabar con mi vida, demuestra tu osadía! ¡Enfréntate conmigo! ¡Sal de una vez! -incito a la criatura, alentado por mi instinto de supervivencia, aunque retrocedo unos pasos en el pasillo.

-Entra tú -reitera una vez más, intentando poner a prueba mi cordura.

Recorro de nuevo los últimos pasos que me separan de la puerta y decidido enfrentarme a la maligna presencia con la improvisada arma.

-¡Por última vez! ¡Te lo ordeno! ¡Sal!

-Entra tú -insiste de nuevo, contumaz, la fascinadora voz.

Sin siquiera detenerme un segundo, me armo de valor, determinado a mostrar mi oposición a abandonar la vida sin al menos plantar cara a quien quiera que sea. Rápidamente, abro la puerta y me adentro en la tenebrosidad dando cuchilladas al aire.

***

Decido abrir las persianas. Ya no quiero más oscuridad. No quiero oír más voces en la sombra. La luz inunda el espacio. Entonces los veo. Vuelven a aparecer los dos espejos del salón, uno al lado del otro, como si nada hubiera pasado durante todos estos meses. ¿Realmente ha pasado algo? Sigo estando triste. Me siento en uno de los sillones y, derrotado, dejo caer de mis manos el cuchillo, que cae al suelo con un sonido sordo, simple. Alzo la vista hacia los dos espejos y observo parte del jardín de casa reflejado a través de la ventana, no ellos, que pareciera que nunca hubieran existido. El trozo de cielo que distingo en el espejo no es azul, sino de un color leonado, inusual y, extrañamente, no observo ningún ave que lo cruce. En el lado derecho de uno de los espejos veo parte de los setos que circundan y ocultan la piscina, y detrás, un fragmento de la parte superior de la verja de madera gastada que rodea todo el perímetro de la casa. En el espejo de la derecha, veo parte de los viejos rosales que ella cuidaba con tanto esmero y cariño y que, a pesar de estar en plena primavera, están sin una flor. Tampoco hay flores en los macizos de lilas y margaritas de detrás, ni en las copas de los árboles frutales diseminados por el jardín y que puedo ver reflejados. No hay ni una pizca de viento, todo está quieto, estático, muerto. Paso la vista al otro espejo y me parece ver a alguien que camina a lo lejos por el sendero que conduce hasta mi casa. No me parece humano y no recordaba haberlo visto antes. Desde la oculta piscina llega a mis oídos un siniestro chapoteo. Fijo la vista sobre los setos esperando ver qué o quién puede aparecer. Me parece ver que se alza un tentáculo, como el de un pulpo gigante, pero quizás me he dejado llevar por la imaginación del momento e intento sonreír pensando en Lovecraft y sus monstruos marinos. De pronto, oigo algo parecido a una sirena y después un fuerte ruido metálico. Espero sentado alternado la vista de un espejo a otro. No ocurre nada. Miro hacia el lejano sendero y ya no hay nadie; pienso que quizás nunca lo hubo. Dirijo la mirada hacia los setos, pues me parece haber visto movimiento, pero los setos están inmóviles. Una sirena, más aguda que la de antes, vuelve a sonar, y a los dos segundos, otro fuerte ruido metálico. No he despegado la vista de los setos, y ahora sí, estoy seguro de ver un largo brazo que se alza y vuelve a caer en el agua de la piscina. Cierro los ojos. ¿Qué ha pasado mientras he estado encerrado en la oscuridad durante estos meses? De pronto me acuerdo de ellos, uno encima de otro, bajo las sábanas de la cama, bajo la tierra del jardín… No recuerdo haber visto el montículo de tierra bajo el cual están enterrados. Abro los ojos. El sonido extraño y penetrante de una sirena se oye de nuevo, y después, como si una gran placa metálica cayera en un suelo de cemento provocando un atronador eco metálico. No veo el montículo de arena bajo el cual están enterrados… Miro hacia la piscina escondida tras los setos. No veo nada. Miro el espejo de la izquierda, después el de la derecha. Ahora caigo: el montículo queda oculto entre los dos espejos; la separación entre uno y otro no me deja verlo, sólo veo un trozo de pared rectangular que divide el jardín en dos… Oigo un rumor de tierra moviéndose. Miro de un espejo a otro. Llego a ver de nuevo un gran tentáculo sobre los setos. Me incorporo del sillón y cambia la perspectiva del jardín. Aterrorizado, observo el reflejo de la tierra removida y de una mano que intenta agarrarse en el alféizar. Oigo una voz tras de mí.

-¡Entra tú! –me grita.

Corro hacia la ventana y cierro la persiana. La penumbra toma la casa de nuevo. Sé que ellos vuelven a estar entre el moho de los espejos porque oigo sus voces.

-Ya debe de ser verano.

-¿Por qué lo sabes?

-¿No oyes cómo estallan los higos?

Me arrastro por el suelo, tanteándolo con las manos buscando el cuchillo… Lo encuentro… Miro la hoja del cuchillo y vuelvo a ver los ojos del hombre triste… No debo bajar la guardia. Habré de estar siempre dispuesto a luchar contra todo aquello que quiera secuestrar la libertad de mi cuerpo o de mi espíritu. No quiero que mi corazón quede congelado.

LAS COLUMNAS

Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me atormenta… Iba yo entrelazándome en las columnas como si obedeciera órdenes de Lezama Lima. Eran duras y frías, de mármol diría yo, aunque me sería imposible asegurar todo esto que estoy diciendo, casi sin pensar; porque pensar en ciertas cosas, me da miedo. Después de que el jaspe acariciara mi cuerpo, miré hacia el cielo, que no era azul, lleno de tortugas pequeñas, y me pregunté porqué las cosas más simples son las que más me cuesta comprender. Nunca lo difícil, que me entretiene desenmarañando su intrincado ovillo de incógnitas, hasta dejarlo liso y comprensible, sensible e indefenso. Pero es entonces cuando lo ignoto deja de serlo y se convierte en fácil para mi entendimiento, gira la rueda de nuevo y no lo comprendo, pues como ya he dicho antes, lo simple me entorpece y se me hace arduo para su vislumbre. Son estos ciclos de idas y venidas en mi propio pensamiento los que se me revelan como un latigazo en lo sensato y hace que vuelva a ellos con la firme convicción de que jamás podré salir de su gravedad demoníaca. Es por todo esto que como si de una orden de Lezama se tratara, iba yo entrelazándome entre las columnas de mármol frío, aunque no pueda asegurarlo, porque digo todo esto casi sin pensar... Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me inquieta… Marchaba yo entretejiéndome en las pilastras como si acatara órdenes de Lezama Lima. Estaban rígidas y heladas, de jaspe señalaría yo, no obstante sería quimérico afirmar todo esto que estoy explicando, poco más o menos sin cavilar; porque pensar en algunas cosas, me da pavor. Luego de que el mármol arrullara mi cuerpo, eché un vistazo hacia a las alturas, que no eran añiles, y me inquirí a mí mismo porqué las unidades, sean tortugas o no, más fáciles, son las que más me cuesta percibir. Jamás lo peliagudo, que me distrae dilucidando su enredado lío de enigmas, hasta dejarlo llano y evidente, impresionable y desamparado. Mas a la sazón, es cuando lo desconocido deja de estarlo y se reconcilia en posible para mi intelecto, da la vuelta el círculo de nuevo y no lo alcanzo, pues como ya he dicho anteriormente, lo fácil me estorba y se me crea tarea peliaguda para su comprensión. Son estos períodos de impulsos y regresos en mi propio especular los que se me revelan como un azote en lo juicioso y hace que retorne a ellos con la irrevocable certeza de que en la vida podré saltar de su infernal gravitación. Es por todo esto que como si de una orden de Lezama se tratara, iba yo trabándome entre los puntales de cuarzo helado, si bien no puedo aseverarlo, porque expreso todo esto poco más o menos sin recapacitar... Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me aflige… Caminaba yo trenzándome en los puntales como si cumpliera un mandato de Lezama Lima. Vivían rigurosas y frescas, de diaspro acotaría yo, sin embargo concurriría caprichosamente en aseverar todo esto que estoy declarando, poco más o menos sin meditar; porque recapacitar en algunas cosas me da pánico. Un poco más tarde de que el ónice coqueteara con mi cuerpo, observé la cúpula celestial, que no era celeste, repleta de tortugas, y me contrarié porque las cosas más factibles son las que más me cuesta distinguir. En absoluto lo laborioso, que me hacen matar el tiempo interpretando su confundido fardo de misterios, hasta dejarlo natural e innegable, susceptible y desabrigado. Pero cuando lo inexplorado deja de estarlo y se aviene cómodo para mi capacidad, da la vuelta el disco nuevamente y no logro su merecimiento, ya que como he expuesto antes, lo posible me cohíbe y se me crea labor compleja para su juicio. Son estas etapas de tracciones y regresiones en mi propio discurrir los que se dejan ver como una flagelación en el juicio y hace que regrese a ellos con la irreparable seguridad de que en la vida conseguiré dejarme llevar en su vorágine espiral de elementos inabarcables. Gracias a ello me sometía a un supuesto mandato de Lezama, si es que de eso se trataba, e iba yo enlazándome entre cariátides que no lo eran, de piedra inerme y fría, aunque no pueda confirmarlo, porque casi siempre digo las cosas por decirlas, casi sin pensarlas, casi por decir algo, casi, casi, como cuando iba yo entrelazándome en las columnas como si de una orden de Lezama Lima se tratara.... Y si de eso se trataba, tengo que decir que las columnas que se disponían a lo largo y ancho de aquel jardín sombrío, no eran columnas, ni tan siquiera había, pero yo obedecía órdenes de alguien, que no era Lezama, y no podía dejar de entrelazarme en ellas. Porque era tan fácil hacerlo, tan sencillo, que no importaba que no hubiera pilastras en las que entretejerme si me lo mandaba Lezama, aunque no fuera él quien me lo ordenara, ya que yo estaba decidido a obedecer. Y aquél cielo que no era cielo, ni firmamento, ni nada parecido, lleno de tortugas. Lo azul, que no lo era, y que yo veía, se extendía a un infinito acotado por mis ojos cerrados. Me dejaba llevar por el roce de las columnas con mi cuerpo, mientras pensaba en cosas difíciles de entender y que comprendía, para dejar de comprenderlas. Yo creo que fue aquel día cuando sucedió todo. O, al menos, comenzó a suceder, y ni siquiera sé cuando acabará, porque una cosa es segura: todavía no ha terminado. Veo tortugas que se hacen más y más pequeñas a medida que cogen altura. Las tortugas se convierten en tortuguitas. Aún sigue lo oscuro sobrecogiéndome como a un animal indefenso antes de ser devorado por su enemigo, que quizás no lo sea, o sí, quién sabe... Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me angustia… Quién sabe si no empezó todo el día en que las columnas me llamaban en susurros con la voz de Lezama obligándome a ir hacia ellas. Acércate, me decían. Y yo apartaba la hiedra del camino con sólo mirarla. Ni una sola hoja pisé de las trepadoras que confundían el camino tortuoso que conducía a las hileras de sirenas de piedra. Porque yo ya pensaba que las pilastras eran sirenas de piedra, cariátides marinas de sal, de cuarzo, de mármol. Y la voz de dios Lezama, de lezama Dios, empujándome, ordenándome que fuera hacia la misteriosa telaraña de columnas en la que quedaría atrapado como una hoja, un insecto, un Ulises trastornado por la suave voz que como una ligera brisa discurría entre el aire acuoso y frío de aquellas sombrías pilastras del fondo del jardín... Poco a poco fui descubriendo la terrorífica verdad. ¿Era realmente aquello un jardín? ¿Eran columnas? ¿Era Lezama quien me hablaba? Yo creo que estaba buscando a Dios igual que un pájaro hambriento busca los huevos semienterrados de mamá tortuga a punto de resquebrajarse… Los pájaros negros, más negros aún que las aguas del mar en la noche, esperan a que las mamás tortugas pongan los huevos. Una acción lenta la de poner los huevos, como lento es el enterrarlos en la arena, como lenta es la vuelta de las tortugas, arrastrándose, a las negras y lentas aguas del mar en calma. Desde los acantilados los pájaros vislumbran el reflejo nacarado de los huevos mal enterrados y se lanzan hacia ellos. Negro rápido contra blanco lento… Pero es normal: en el momento en que la ola calma acaricia la cabeza de mamá tortuga lenta, el pico del pájaro rápido rompe el cascarón del huevo indefenso… Dios es todo esto y más: la horrible verdad. Pues, ¿no es cierto que la verdad siempre es despiadada? Y si la verdad es Dios y dios es la Verdad, Dios también es despiadado: los pájaros esperan a que los huevos maduren, florezcan y se rompan, de pronto, todos en la misma noche negra, dejando libres a miles de tortuguitas lentas y siniestramente florales que corren desesperadas con sus cortas patas-pétalo hacia la playa calma. Terrorífico… Intentan escapar del pico rápido y mortal de las aves bajo los gritos de las lentas mamás tortugas que ven cómo sus crías lentas son devoradas en la negra noche por los negros pájaros, más negros aún que las aguas calmas del mar adónde intentan llegar las miles de tortuguitas lentas sin llegar a conseguirlo, en un angustioso ciclo de supervivencia y depredación absoluta. Tortuguitas que vuelan entre los picos de las aves aleteando en el aire sus cortas patas-pétalo a punto de morir bajo la desesperada mirada de mamá tortuga-flor, que sólo le queda sumergirse en las negras profundidades del océano para llorar, sola, sin ser vista, escondida entre las algas. El castigo que impone la vida llega demasiado pronto para algunos. No hay que luchar contra ese castigo, sino aceptarlo. No hay nada que hacer… Esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic. Alguien llora. Me abruma… Es la sentencia más horrible de la vida. Igual que el amor es utilizar a las personas, yo utilizaba a las columnas para entrelazarme en ellas y ellas me utilizaban a mí para acariciarme, aunque no lo recuerdo bien. No logro recordar ciertas cosas, pero sé que había amor y tortugas-flores. Mi auténtico primer recuerdo es el de ayer. Ayer mismo, como cuando me entrelazaba en las columnas del fondo del jardín, o eso creo. El caso es que empiezo a recordar un futuro sin algas. El pasado se me nubla, no puedo recordarlo. Por eso, no sé desde cuando me deslizo entre las columnas del fondo del jardín. Si pudiera recordar… Pero prefiero jugar. Somos niños en un gran jardín de infancia lleno de columnas. Y jugamos a las cuatro esquinitas. No estoy solo. No estamos solos, las tortugas y yo. Jugamos a mirar dibujos. Miramos dibujos de tortugas para salvarnos. Ahora sólo miro dibujos de tortugas. Antes podía leer, pero ya no, no sé desde cuando las letras dejaron de serlo para ser sólo dibujos de tortugas. Creo que Dios intenta salvarme, pero ¿por qué a mí? Quizás piense que merezco ser rescatado del pico implacable del ave Recuerdo, al igual que una tortuguita lenta la salva la mano de la ola Suerte, ofreciéndome las columnas del fondo del jardín para entrelazarme en ellas, bajo el cielo azul, que no es tal, sino negro, como el destino de un recuerdo pasado e inútil de Lezama, que me implora y ordena que me entreteja en las pilastras de mármol del fondo del jardín, o al menos eso creo yo. Porque no hay mayor placer que poder hacer una y otra vez algo que me gusta. Acaso no sea más que un simple juguete en este jardín de infancia. Las columnas vivas juegan con mi cuerpo inerme. O no… O sí, no sé. A veces estoy tan, tan nervioso que podría salirme de la misma piel. Aunque no pueda recordar, todavía puedo pensar. Carpe diem sin final, si no fuera por esa respiración permanente que siempre oigo, que acaso sea la mía. Ese clic. Inspiro, clic; expiro, clic y que me atormenta… No oigo llorar a nadie… No oigo llorar a nadie… Creo que cada vez tengo las cosas más claras. Estoy más cerca de la verdad. Pero, antes de que deje de oír el sonido metálico de mi, acaso, propia respiración, déjenme hacer una pregunta: ¿no es verdad que he estado entrelazándome en las columnas del fondo del jardín?

CRÓNICAS IRRESOLUTAS (y XVI)


TRASIEGO

Irresoluta se deslizaba por el sendero que conducía al páramo en donde siempre había vivido y donde esperaba encontrar a Libidinoso. Estaba contenta y no le importaba que la pudieran encerrar, pues que sea una asesina, no quiere decir que no tengo mi corazoncito, ¿verdad, mamá?, miraba al cielo. A partir de ahora, todo va a ser distinto en la vida de Irresoluta, que no puede ser tanta desgracia, que en alguna estadística tengo que encajar, por el amor de Dios. Y dejaré de ser atea, lo prometo. Por favor: que todo me salga bien, seguía arrastrándose hacia el páramo. Estaba cansada después de estar dos días enteros deslizándose, pero más cansada estoy de ser virgen, que a quien se lo cuente, no se lo cree. Si lo que yo digo… Si lo que ella dice: siempre hay un roto para un cosido. ¿O es un roto para un descosido? Yo ya no sé, no sé, lo único que sabe es que está contenta… ¡Qué contenta estoy! Ya le falta poco para llegar, y una rana atrevida la saluda sobre un nenúfar. Hola, le dice. Hola, le responde. ¿Cómo estás? Yo, muy bien, ¿y tú? Yo, también. E Irresoluta desenrolla su larga lengua hacia la impertinente sapilla y la engulle en un abrir y cerrar de ojos; que buena que está, es verdad que está muy bien, no mintió, no me ha mentido, no como mi ex amiga Dilema, que se ha pasado toda su vida mintiendo, sólo para hacer mal, para su bien y nada más. Irresoluta no quiere ni pensar en Dilema, porque se le hace mala sangre, y no quiere, que a partir de ahora, sólo va a pensar en cosas agradables, que ya está bien, se dice… ¿Cómo haría para encontrar a Libidinoso antes de que la encontraran a ella? Debía tener mucho cuidado, que de lo contrario me veo en la cárcel más sola que la una.

¿Hay alguien por ahí?, fue lo que preguntó, asustada, cuando vio cómo se movían unas mimosas cercanas. No vio a nadie, pero tenía que tomar precauciones. Siguió arrastrándose hasta que sintió un ruido detrás suyo; ¿hola?, preguntó, expectante. Hola, salió avergonzada de detrás de unas grandes adormideras su amiga Dilema, ¿qué tal?, sonrió, mientras aprovechaba y atrapaba un escarabajo que salía huyendo. La había estado siguiendo todo el camino, escondiéndose tras los arbustos, porque, ¿qué iba a hacer ella sola en la ciudad? Ahora mismo te vas por donde has venido, le dijo Irresoluta, que no quiero verte nunca más, ¿para qué vienes, para quitarme a Libidinoso? No se lo iba a permitir, que ya no era la misma de antes. ¿Qué cómo se me ocurre?, le preguntó Dilema. Porque te conozco, Dilema, te conozco, que Irresoluta no es tonta. Pero en aquel momento, Dilema se desliza rápida y adelanta a su amiga, y le dice que ella se va al páramo, que no tiene nada que perder, porque ella no ha matado a nadie, y que la recibirán como a una heroína, que es lo que soy, Irresoluta, porque yo te he ayudado mucho, y soy buena, que la mala eres tú, la asesina, que yo no he hecho nada, sólo ayudarte, porque tengo buen corazón, y…

… Y cuando Irresoluta llegó al páramo, toda la comunidad de jiracoleones estaba allí, esperándola. La miraban raro, o al menos, fue lo que pensó ella, que los ojos con qué me miran, me dan miedo, se preocupó. Y Dilema, desenrolló su cola apuntándola, diciendo: ahí la tenéis...

Y la tenemos en la cueva-cárcel del páramo, esperando que su amado Libidinoso venga a rescatarla para huir, otra vez, hacia un futuro incierto, porque me quiere, se dice, me quiere más que a su vida, piensa, mientras que justo en ese momento, Dilema y Libidinoso están en los dominios de Irresoluta, acoplándose sobre su roca preferida.

(FIN)

CRÓNICAS IRRESOLUTAS (XV)


RECIPROCIDAD

“…

-Anoche acabé de construir la jaula para Teodoro –comentaba Julia a su amiga mientras se sentaban en una de las mesitas del bar al que eran asiduas-. Un café descafeinado de máquina con sacarina –pidió al camarero, que se acercó nada más verlas.

-Una cerveza –pidió, Juana-. ¿Ah, sí? –respondió, sin mucho interés.

-¿Una cerveza a estas horas? No sé cómo puedes –le recriminó-. Bueno, pues eso, ya está terminada… Dentro de la jaula puse una foto con un paisaje –sonrió Julia, volviendo al tema, mientras abría el bolso.

-¿Una foto? –se sorprendió su amiga.

-Sí, algo así como un cuadro de… ¿cómo se llama? –dudó, cerrando los ojos- ¡Ah, sí, de Magritte, de René Magritte –se acordó, mientras se pasaba las manos alrededor de la cabeza, y moviendo los dedos, como si eso ayudara a entender cómo era la fotografía-. Con unas nubes y unos sombreros así como de tipo hongo, ¿sabes? –sacó un paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo-. ¿Quieres? –le ofreció uno a su amiga.

-Estás loca, Julia –sonrió, aceptando el cigarrillo.

-Lo hice con la mejor intención, para alegrarlo un poco –apagó el cigarrillo.

-Supongo –se extrañó Juana, al ver que su amiga no consumía el cigarrillo como siempre y lo apagaba después de haberle dado tan solo un par de caladas.

-Aunque, claro, a lo mejor quien se vuelve loco es Teodoro. Imagínate estar viendo un cuadro de Magritte toda tu vida… -dijo, mientras apoyaba las manos abiertas sobre la mesa y se acomodaba en la silla con un ligero movimiento de caderas.

-Sí, más bien –consideró Juana y se reclinó en la silla para dejar más espacio libre al camarero que traía lo que habían pedido, y pudiera servirles-. Gracias –dijo, cuando terminó de hacerlo.

-… pero más vale eso que estar viendo sólo las varillas de una jaula, ¿no te parece? –siguió hablando, Julia-. ¿Es descafeinado de máquina, verdad? –preguntó al camarero, que afirmó con la cabeza y se fue.

-Hombre, pues no sé qué es peor, yo creo que le dará igual –contestó Juana, perdiendo el poco interés que en un principio podía tener, mientras daba un primer sorbo de cerveza helada.

-… y además, siempre puedo cambiarle la foto por otra… -siguió, Julia-. ¿No crees? –encendió otro cigarrillo.

-Julia… -le dijo, con la copa en la mano.

-… o ponerle un espejo o algo así –seguía hablando la amiga, como si no escuchara a Juana.

-Julia... –insistió, otra vez, con la copa de cerveza todavía en suspenso a la altura de los labios.

-¿Qué? –preguntó, contrariada.

-No me interesa tu iguana –dejó la copa sobre la mesa.

-Perdona, es que… -apagó el cigarrillo, nerviosa.

-¿Qué te pasa?

-¿A mí?

-Sí, a ti.

-¿Qué me va a pasar? –volvió a coger otro cigarrillo del paquete.

-¿Tres en cinco minutos, y quieres hacerme creer que no pasa nada y que no tienes nada que decirme? –preguntó Juana arrastrando el cenicero hacia su amiga.

-¿Ah, yo? –miró las colillas-. Tu también has fumado –intentó justificarse.

-Sólo uno y todavía no lo he apagado –le mostró el cigarrillo entre los dedos, moviendo la mano.

-No pasa nada, Juana, de verdad –mintió.

-Sé que me estás ocultando algo.

-¿Qué te voy a ocultar?

-Venga, que te conozco.

-Que no, tonta.

-Venga…

-¡Ay, cómo eres! ¿Qué quieres que te diga?

-La verdad.

Siempre hay un punto en el que ya no sabemos si mentimos o si la conclusión a la que hemos llegado es más verdadera que nosotros mismos. Creemos que nuestra información filosófica e histórica nos salva del realismo ingenuo. Para que me entiendan, llegamos a admitir que la realidad no es lo que parece; estamos siempre dispuestos a reconocer que los sentidos nos engañan y que la inteligencia nos fabrica una visión tolerable, aunque incompleta, del mundo que nos rodea. Que quede claro: muchas veces, por no decir siempre, un amigo, un verdadero amigo, para serlo, tiene que ser realista, honesto y despiadado. Por otro lado, no es fácil aceptar la realidad del monstruo amable que es nuestro amigo, puesto que en primer lugar no hay allí ningún monstruo, pues ¿cómo va a serlo la persona que nos cuenta la verdad, que nos la echa a la cara, mientras nos ofrece amablemente un cigarrillo para hacernos callar, quedándonos con un cosquilleo en el estómago por la incógnita de lo que nos pueda decir nuestro monstruo querido? Por supuesto, las palabras sirven para tapar agujeros, unos profundos, y otros no tanto. Lo malo es que, a veces, pesan demasiado e incluso muchas veces hemos deseado que no nos taparan esos agujeros por donde podíamos escapar ante cualquier angustia o pesar, pero admitamos que un verdadero amigo, un auténtico monstruo, sólo nos quiere ayudar… ¿Qué no haríamos o inventaríamos, sólo por ver a nuestros amigos contentos?...”

-Pues vaya rollo –le dijo Dilema a su amiga Irresoluta, cerrando de golpe el libro que estaba leyendo-. ¿Salimos a dar una vuelta?

-Estoy cansada.

-¿Cansada de qué, si estás todo el día tumbada encima de la roca?

-Cansada de ti.

-No sé para qué hemos venido a la ciudad, si no nos movemos del sitio.

-Sal tú sola.

-¿Yo sola? Me aburro si salgo sola. Tengo que tener a alguien con quien hablar.

-Pues haz lo que quieras y déjame en paz.

-¡Ay, hija, cómo te pones! Yo no sé qué es lo que voy a hacer contigo.

-No tienes que hacer nada, quédate tranquila.

-No, si tranquila estoy, pero una, que solo quiere ayudar… Por cierto, ¿tú crees que para ser una verdadera amiga se tiene que ser sincera, honesta, y despiadada?

-Qué pesada estás.

-Irre, lo único que quiero es animarte. Pero, claro, si te cierras en banda…

-Estoy de mal humor.

-Es que tú siempre estás de mal humor.

-Eso, no es verdad.

-Sí que lo es. Y no es bueno que siempre estés así. Te va a pasar la vida por delante de tus narices y ni siquiera te vas a enterar.

-Gracias a ti me estoy enterando.

-¿Qué quieres decir? No me vengas con acertijos, las cosas claras y el flujo espeso, que no me gusta que me hables de ese modo, que yo siempre te hablo bien para que no te ofendas, pero tú siempre que si esto, que si lo otro… Y yo me hago la tonta, y te dejo hacer. Por respeto, porque sé comportarme como es debido, porque soy buena, que si no…

-Dilema, cállate ya.

-¿Lo ves? Cuando ves que tengo razón, me haces callar. Y eso, no, Irresoluta, eso no. Todo lo que he hecho por ti sin pedir nada a cambio, todo lo que he sufrido y que he perdido por tu culpa: mi libertad, mi vida social, mi inocencia y mi dignidad, que por ti voy todos los días a robar al mercado, para que tú comas, para que estés bien alimentada; y mira cómo me lo agradeces, haciéndome callar. Y ya estoy harta. Harta de todo… ¿Me estás escuchando, o qué?

-Qué remedio, además, si vas a robar, es porque te gusta, que a ti, si se te deja hacer…

-Estúpida.

-Venga, no te enfades. Mira, si me recompones un poco la concha, salimos a pasear por ahí.

-¡Vale! Pero no sé si podré, porque tu concha está inservible después de que te despeñaras el otro día... Vaya barrigazo que te pegaste, hija mía.

-Sí, no me lo recuerdes.

-¿Dónde está la concha?

-En la bolsa.

-¿Y dónde está la bolsa?

-Detrás de la roca.

-¿Qué roca?

-Aquella.

-¿Esta?

-No, la de al lado.

-¿Esta?

-No, al otro lado.

-¡Ah, sí! Qué tonta, si yo misma la puse aquí. Lo que yo te diga, Irre, tengo tantas cosas en la cabeza que, a veces, la pierdo. Yo no sé, no sé…

-Mas bien parece que no quisieras repararme la concha.

-¿Qué te hace pensar eso?

-Te conozco.

-Pues me conoces mal.

-Ya.

-Venga, ponte.

-Así.

-Así, muy bien. No te muevas, que empiezo.

-Dilema…

-¿Ajá?

-Eres una buena amiga.

-Claro que sí. No sé qué harías sin mí.

-Eso es otra cosa, no me hagas hablar.

-Hace mucho que no me pegas.

-Desde que supe que te gustaba.

-Cómo eres…

-Dilema…

-¿Sí?

-¿Qué estabas leyendo antes, que decías que era un rollo?

-Una novela de un tal Antonio García. Un plomo. Yo no sé cómo pueden publicar una cosa así. Tanto flujo desaprovechado… Además, los nombres de las protagonistas eran muy raros: Julia y Juana. Vaya nombres, habiendo otros tan bonitos como Oscilación, Fluctuación o Perplejidad, que son mucho más normales, ¿no crees?

-Algo tendrá, ¿de qué iba?

-Trataba de la amistad. Por eso te preguntaba si tú creías que para ser una verdadera amiga se tenía que ser honesta, sincera, y despiadada.

-Ay, no sé. Honesta y sincera, sí, pero despiadada…

-Es lo que a mí me ha extrañado, pero es lo que pone en el libro.

-Pues vaya.

-Sí, vaya, no sé…

-¿Cómo va?

-Bien, no te muevas.

-Dilema…

-¿Qué?

-¿Tú siempre has sido sincera conmigo?

-Por supuesto.

-¿Nunca me has ocultado nada?

-Nunca.

-¿De verdad?

-Que sí, hija, que sí. Y deja de moverte de una vez.

-…

-…

-…

-Bueno, una vez…

-Ya me extrañaba a mí.

-…

-Ya que has empezado, termina.

-No sé si contarte.

-Si eres mi amiga, tienes que ser sincera.

-¿Y despiadada?

-Mas que nada, honesta.

-Bueno, ¿te acuerdas de Libidinoso?

-¿Libidinoso Salido?

-El mismo.

-¿Qué pasa?

-Pues iba yo, un día, paseando por el páramo, como quien no quiere la cosa, y me lo encontré. De esto hace como un año, más o menos.

-¿Y?

-Pues eso, me lo encuentro y le pregunto que adónde iba, y me dice que a tus dominios, porque quería hablar contigo.

-¿Conmigo?

-Sí, imagínate.

-Pues nunca vino.

-No te pongas nerviosa, y no te muevas, que no voy a acabar nunca de repararte la concha.

-Sigue.

-Bueno, pues me dijo que quería hablar contigo para proponerte una cosa, y claro, en el momento que me dijo eso, yo le pregunté que qué era lo que te tenía que proponerte, que me lo contara, porque yo era muy amiga tuya, y que, a lo mejor, lo podía ayudar. Y que conste que yo no quería inmiscuirme.

-¡Seguro!

-No seas cáustica, Irresoluta… El caso, es que me recosté en una roca para escucharlo cómodamente.

-¿Y qué te dijo?

-Espera, no te impacientes.

-¿Cómo quieres que no me impaciente? ¡Si Libidinoso era el jiracoleón soltero más guapo de todo el páramo!

-Pues que conste que su intención era acoplarse contigo…

-¿Qué?

-…pero yo lo disuadí.

-¿Cómo?

-Lo hice por tu bien. Lo que él quería era aparearse, nada más. No dijo nada de himeneo, nada de jiracoleoncitos, ni de formar un dominio junto a ti para toda la vida.

-Dilema, ¿qué me estás diciendo?

-No te alborotes, Irresoluta, no te alborotes, que se te caen los trozos de concha que ya te he puesto.

-¡Pero si yo lo que siempre he querido es dejar de ser virgen! ¡Me importa una mierda si hay nupcias o no!

-Vaya boca que tienes.

-¡Una mierda!

-Vaya boca…

-Bueno, ¿y qué pasó?

-Pues nada, me dijo que desde hacía tiempo te había echado el ojo, que le parecías una buena jiracoleona, y que corría el rumor por todo el páramo de que todavía eras virgen, que si esto, que si lo otro, que qué me parecía a mí, y esas cosas…

-¿Qué si esto, que si lo otro, y esas cosas? Explícate.

-Ay, tú ya sabes que cuando alguien empieza a hablar demasiado, yo me distraigo, porque lo normal es que sea yo la que hable. Que no es egoísmo, no seas malpensada… El caso es que mientras él hablaba, yo estaba más pendiente de un nido de arañas que había cerca de nosotros, que de lo que, el pobre, me estaba contando.

-¡Pobre, yo!

-No. Pobre, yo, que tuve que acoplarme con él, para que se le bajara la calentura, que yo, si hay que ayudar, soy la primera.

-Sí. Ya veo que me ayudaste mucho.

-No era un jiracoleón para ti, no te convenía.

-Pero sí para ti.

-Es que una ya está hecha a todo. Y yo, por una amiga hago lo que sea, lo creas o no.

-No, no, si te creo... ¡bastarda!

-No me insultes, que si no es por mí, los bastardos los tendrías tú, que Libidinoso no quería casarse contigo. Además, eso no es todo.

-Ah, ¿pero hay más?

-Sí, escucha y estate quieta de una vez… Pocos días después, fue cuando tú asesinaste a Problema y Conflicto, y acuérdate el revuelo que se formó en el páramo, lo que me molestó un poco, porque sólo se hablaba de ti y de tu homicidio. Y no es por afán de protagonismo, pero yo estoy acostumbrada a que se hable de mí, aunque no me gusta hacerme notar.

-¡Ya!

-Calla... Bueno, pues cuando huiste la primera vez y yo me fui a tus dominios, para cuidarlos, no para quedármelos como piensas tú, que otras cosas puedo ser, pero usurpadora, no, que no me gusta esa palabra…

-Quizás ladrona sea la palabra adecuada.

-O te callas, o no te lo cuento, que no haces más que cortarme.

-Venga, sigue.

-Si es que es verdad…

-Sigue, que me callo.

-Bueno, pues una noche, después de haber estado buscando todo el día los cuerpos de Problema y Conflicto, que por cierto, algún día me tienes que decir dónde los escondiste, me quedé rendida sobre una roca. Y cuando estaba a punto de quedarme dormida, ¿sabes quién vino a buscarte?

-¿Libidinoso?

-Ajajá. Me dijo que venía a buscarte para escaparse contigo, y yo le dije que ya habías huido, y que no sabía por dónde parabas, porque no me habías dicho nada, ¡vaya amiga!, le dije, y también, que yo había tomado posesión de tus dominios para cuidártelos mientras tanto, sobre todo por los helechos, que eran lo que más tú querías, y que no iba a permitir que se murieran…

-Sí: cuidaste muy bien de mis helechos.

-No seas sarcástica, que sabes muy bien que no tengo mano para las plantas. Hice lo que pude.

-Y más.

-Anda, calla. El caso es que me sorprendió que te quisiera tanto. Me dio un poco de envidia, porque yo, para serte sincera, mucho acople, mucho acople, pero ningún jiracoleón me ha dicho nunca de formar un hogar, fíjate tú, que estoy pensando que de lo que yo tenía fama en el páramo, era de puta.

-Pues sí.

-Shhh, estate quieta. Estoooo… después de acoplarme con él…

-No perdiste la oportunidad…

-¿Y qué le voy a hacer? Bueno, después de aparearme con Libidinoso, me dejó dicho que te dijera que, si por casualidad volvías, que te esperaba para huir juntos a otro páramo y formar una familia, que te quería y blablablá. Y yo le contesté que por supuesto que te lo diría, que te ibas a poner muy contenta, y todo eso, que confiara en mí, que era tu mejor amiga… No sé porqué se me olvido decírtelo cuando volviste, en qué estaría pensando…

-Me vuelvo al páramo ahora mismo, hija de puta.

-No puedes, insensata. Eres una fugitiva peligrosa, ¿o es que no te acuerdas?

-Me da igual. Me voy ahora mismo.

-No he terminado de arreglarte la concha.

-Pues sin concha.

-No puedes dejarme aquí, sola.

-Sí que puedo.

-Espera, soy tu amiga. He sido sincera y honesta, como tú querías.

-También has sido despiadada.

-Irresoluta…

-Un auténtico monstruo.

(continuará...)