CUENTOS "MITÁ" FÍSICOS

¿Strawberry Roan ante la tumba
de Adolfo Bioy Casares,
en el cementerio de La Recoleta,
en Buenos Aires?

“Una historia telegráfica sobre la creación del cosmos, donde el carácter esencialmente descarnado de la sintaxis y la prosa –una prosa sincopada, pero nunca balbuciente- deja siempre entrever el abismo que separa la palabra del silencio, el trazo negro de la tinta del candor de la página intacta. Así, a través de este incesante diálogo entre lo dicho y lo no-dicho, el discurso se extiende casi hasta el infinito, como en una espiral centrífuga de las inagotables tonalidades del sonido (cuando leemos embriagados) y el color (cuando vemos lo leído). Sepan ustedes que no hay que prestar atención a lo dicho, a lo escrito, a lo expuesto. Lo que no se dice es, en definitiva, lo importante”.

El párrafo arriba reproducido, y debidamente entrecomillado y en cursiva (a mí no me pillan, señores), que extraigo de una obra señera de cuyo autor empero no recuerdo ni el apellido ni el nombre, ni falta que hace, pues vayan ustedes a saber, que no yo, viene aquí a cuento para tratar de los cuentos (perdonen por la redundancia, en este caso oportuna) que abarca el blog De Aquí a Lima de un escritor todavía en ciernes tal vez, pero sin duda ya merecedor de mi (nuestro, vuestro, suyo) verbo arrebatado y florido. En efecto.

Todo lo que sigue participa lo más posible (no siempre se puede abandonar un cangrejo cotidiano que todavía ni llega a la cincuentena, sino apoyarlo aunque prenda sus dolorosas pinzas en nuestra carne) de esa respiración de la esponja en la que continuamente entran y salen peces del recuerdo, alianzas fulminantes de tiempos y estados y materias que la seriedad, esa señora demasiado escuchada, tomada demasiado en serio, tal y como ella misma impera, consideraría inconciliables.

De ninguna manera hay que confundir esta prodigiosa obra de la que hoy hablo con pretensiones estéticas o con el virtuosismo plástico que se espera en general de las obras de arte… Pues, ¿es el señor Strawberry Roan un artista? Ojalá se me permitiera decir que sí, que lo es; pero esta colección de espléndidos cuentos que tienen ustedes ante sus ojos es, a mi parecer más que arte, mucho más que destreza en el discurrir de la belleza, mucho más que la habilidad en la hermosura, mucho más que eso que ustedes puedan estar pensando.

Alguien dirá que una cosa es mostrar un extrañamiento tal como se da o como cabe parafrasearlo literariamente y, otra muy distinta, debatirlo en un plano dialéctico como suele ocurrir en las pequeñas (cuantitativa aunque no cualitativamente) y profundas narraciones del señor Strawberry Roan.

Si de todos es sabido que hay cosas que, sin ser oro, brillan (la plata, los diamantes, el mercurio en el oscuro y profundo océano, la descarga eléctrica de un pez abisal, los dientes de mi leona cuando ríe o yo mismo en estos momentos), sepan ustedes, ¡oh lectores afortunados! que los Cuentos mitá físicos de Strawberry Roan son una de esas cosas. Brevedad, concisión, intensidad, buena prosa y originalidad son sólo algunas de sus virtudes. A veces, bien es verdad, no sabemos muy bien lo que nos cuentan, pero eso es un aspecto nimio frente al sugerente fondo de imágenes que sus palabras delatan (sí, delatan) o desocultan (sí, desocultan). A propósito: ¿quién sabe de sí mismo lo que debiera saber para sentirse conocedor de su inmensa inopia y no pecar de ignorancia? Exacto.

Luego está la variedad. Desde formas experimentales al límite de la audacia (pasando por el futurismo, el surrealismo y supinas aproximaciones apollinairianas que habrían hecho las delicias de muchos hoy triste, aunque esperanzadoramente, ausentes), hasta un costumbrismo novísimo y recreado  mediante jergas ad hoc que el autor, amén de conocer al dedillo, mete siempre donde debe. Pues vaya si es pícaro, guasón y sicalíptico nuestro Strawberry Roan ¡Y lo bien que debe de conocer a las mujeres en todas y cada una de sus profundidades! (O grietas.) Al menos en uno de sus cuentos, indudablemente uno de los mejores de la serie y cuyo título no puedo reproducir porque ya no me queda espacio, donde la GRIETA constituye una lectio sine ulla delectaione et  (estoy seguro de que ustedes me entienden) prejuicios.

Queda, quizá, una razón más agazapada del torvo silencio que envuelve la obra de Strawberry Roan; voy a hablar de ella sin pudor alguno precisamente porque las escasas críticas que conozco al respecto no han querido mencionarla, y en cambio conozco la fuerza creativa en manos de tantos fariseos de nuestras letras (la envidia, no ya de la forma, sino de la originalidad, es nuestro pan de cada día, sin que nadie se atreva a reconocerlo). Me refiero a las incorrecciones formales que abundan en su prosa y que, por contraste con la sutileza y la hondura del contenido, suscitan (o suscitarán al iniciado en su obra) al lector superficialmente refinado un movimiento de escándalo e impaciencia que casi nunca es capaz de superar. Quiero decir que hay que borrar aquellas sonrisas de los perdonavidas. El señor Strawberry Roan no las necesita. Los simples tardarán poco en darse cuenta que sólo tienen que dejarse llevar y zambullirse en lo que de manera justa no dice el autor, en lo que sutilmente traza, en el esquema sentimental apenas dibujado , que como nadie sabe transmitir. Los obcecados y estrechos de mira nunca serán contemplados. En sus cuentos, el barroquismo es tan simple como confuso es lo neoclásico.

Entre este archipiélago de cuentos que se nos ofrece, una isla emerge. Allá amanece el sentir de Strawberry Roan, y no se siente culpable de ninguna tradición directa. Las asume todas sin compromiso histórico, pues no se siente un escritor francés, ni austriaco, ni siquiera del mundo. Es un mero puñado de cultura propia a la espalda y el resto es conocimiento puro y libre. No es eslabón de ninguna cadena. No tiene que justificarse como escritor. Es como si sus carencias procedieran de una inocente libertad. Y eso es lo que muchos no le perdonan e intentan reconducirlo a una carretera repleta de stops que, invariablemente, Strawberry Roan rebasa pisando fuerte el acelerador.

Dicho lo fácil, lo que todo el mundo sabe y entiende, lo correctamente amable, atento y considerado; me permito ahora hablar de lo profundo, de lo oscuro, del aneurisma enquistado que cualquier persona interesada espera…

Lo que debiera decir, lo dejo en blanco, pues está todo dicho en los cuentos de De Aquí a Lima.

COCUYO (La quietud II)

Durante mucho tiempo no he querido creer las cosas que voy a contarles a continuación. Hasta hace poco me parecía ajeno; un sueño, a lo sumo. Sé que el espíritu tiende a juzgar al prójimo a partir de uno mismo. Por eso nunca me he sentido en la necesidad de odiar a nadie, sino más bien de querer a todo el mundo, de amar… Y no pido perdón, sino que comprendan o, si quieren, que lo compartan. La experiencia o, más que la experiencia, el tiempo, me ha traído consigo la culpa, el remordimiento, el solivianto… Pero los años de la infancia son la memoria de cada uno, los días más maravillosos, si me permiten decirlo, en eso sí que estarán de acuerdo... Voy a hablar. Tengo que hablar. Déjenme… Aquella tarde… Sí, aquella tarde… No estaba desnudo, pero casi. Recuerdo que estaba sentado en una silla de mimbre y que sus ramitas entrelazadas querían introducirse dentro de mí. Creo que el mismo dolor me obligaba a no moverme un milímetro de aquella silla que, como todas las de mimbre, me parecía tan humilde y me hacía sentir humilde a mí también, o al menos eso creía. A lo lejos oía el triste canto de las abubillas cansadas de tanto calor. En realidad fue mi tía Serena la que me sentó allí y la que me dijo que no me moviera, que tenía muchas cosas que hacer, y que era muy tarde y no la molestara. Yo nunca he querido molestar. Nunca. Por eso permanecí sentado durante horas, con las piernas muy juntas y con las manos sobre las rodillas, esperando a que mi tía volviese con la orden de que ya podía moverme, porque cualquier cosa que saliera de su boca me parecía una orden que, por supuesto, yo no estaba dispuesto a desobedecer. Mientras tanto, observaba cómo iban desapareciendo de mis brazos los moratones que me habían dejado marcados los dedos de mi tía al cogerme y sentarme en la triste y dura silla del salón… Después de varias horas, cuando los moratones iban desapareciendo ante mis ojos, supe que algo no iba bien, sobre todo porque las abubillas pararon de cantar. Entonces, como si todo el mundo me estuviera vigilando y, para que nadie supiera que tenía miedo, me incorporé de la silla prisionera, y anduve descalzo y de puntillas, temeroso de que mi intromisión desbaratara algún pensamiento, hasta la cocina, con la idea de que algo, no sabía muy bien qué, le había pasado a mi tía… Pasé por encima del cadáver de mi tía hacia la vieja pila de la cocina. Tenía sed… Como si hubiera llorado toda el agua de sus entrañas, las cañerías estaban secas y la bomba emitía un chirrido bronco, como si el alma de mi tía Serena se hubiese instalado en ella para castigarme. Miré a mi tía tirada en el suelo y pensé que la muerte no era un mal, porque nos libera de él, de todos los males; aunque nos quita el deseo. Pensé que lo peor de todo no era la muerte, sino la vejez, porque empaña los placeres y nos deja el ansia y el apetito. Un apetito que no podemos saciar y nos acarrea silencios y dolor. ¿Por qué tememos a la muerte y preferimos la vejez? Tras la caída, los muslos de mi tía habían quedado al descubierto. Yo no era viejo. Podía satisfacer mi deseo… Separé todavía más sus piernas muertas con los pies y me arrodillé ante ella. ¿Qué verían en el techo los ojos muertos de mi tía? ¿Qué vería en la cal blanca? Las abubillas callaban su canto perversamente como si esperaran algo o ya supieran lo que yo haría poco después... Mi tía en el suelo, junto al taburete volcado, más muerta que la madera seca que había ayudado a que dejara esta vida que, por cierto, nunca le perteneció. Porque la vida nunca nos pertenece; pertenece a los demás, aunque no lo queramos; incluso, concierne a nuestros enemigos. Ahora, tía Serena me pertenecía. Nunca sabré por qué lo hice, sin miedo ni odio. Siempre he perdonado. Siempre he perdonado por el simple hecho de que he podido perdonar. He tenido ese don. Poca gente lo tiene: prefieren castigar a perdonar. Tía Serena acaso nunca me perdonó después de muerta… Hundí mi cabeza en la profundidad de sus muslos entreabiertos… Después de permanecer durante casi una hora bajo el delantal de mi tía oliendo su sexo muerto, noté que me faltaba el aire. Fui a su habitación y cogí de su mesita de noche un pintalabios, el de color más rojo que encontré. Volví a la cocina y me arrodillé de nuevo, esta vez a su lado. Sus labios estaban pálidos y secos. Se los pinté para que resplandecieran, pues llegaba la noche. A mis ojos era como un cocuyo. Cuando le hube pintado los labios, la desnudé por completo para que estuviera mejor, más libre. La noche se presentaba calurosa y ya no tenía que pasar más calor porque estaba libre de todo sufrimiento… Me tumbé junto a ella… Las noches no serían noches si no fueran oscuras y los cocuyos no brillaran en ella… Como estaba al corriente de que sus ojos apenas toleraban la luz, no la encendí. Igual que un golpe seco y metálico de un cuchillo afilado abriéndose en el silencio de una casa vacía, con una rara mezcla de vitalidad y de furia olvidadas, el recuerdo de palabras que quizás nunca había dicho vino a mi memoria y, después, vinieron el placer y el silencio, y tras el silencio, mis palabras, las mismas que me vinieron a la memoria del recuerdo, las que yo creía que un hombre dice a una mujer después del amor... Y, no sé porqué, las únicas.
-Ocurre a veces en las calladas horas de la noche, al filo mismo de la madrugada, que algún que otro murciélago prende un cigarrillo… Eso es lo que me dijo un día mi madre antes de morir en un día aciago como este, que confirma que todas habéis de dejar esta vida como ángeles sin alas, porque, al igual que tú, cayó en el suelo de la cocina como una pluma de acero desde un taburete comido por la carcoma. Tía Serena, debo confesarte que muchas veces he pensado si no soy yo el que marca el destino de las personas que quiero. Como sabes, la vida no nos pertenece; pertenece a los demás... Yo sé que los murciélagos no fuman, sino que a veces tienen la suerte de atrapar a un cocuyo desprevenido. Por eso parece que fumaran, por la luz del cocuyo en su boca mamífera, que poco a poco va atenuándose, a medida que va perdiendo la vida el insecto. La niebla hace todo lo demás… Es curioso… Parece que no estés muerta… Quizá… Quizá de tanto volar en la noche oscura… los cocuyos se desmayan. Parece que estuvieras desmayada y sin fuerza alguna en los músculos, descansando plácida en el suelo que tantas veces has pisado, de aquí para allá, de una olla a otra, entre los vapores de los guisos que ya nunca más habrás de hacer… Como aquel poema de la Plaza del Vapor, te desvanecerás en la memoria, y quién sabe si alguna vez volveré a recordar esta noche, estas palabras que ahora te estoy diciendo. Tía Serena, la verdad es que tengo ganas de reír. ¿No es curioso que, después de tratar con el mundo, y si la muerte no lo impide, nos volvemos malvados? Tan amargo como el amor, del que yo, por desdicha, siempre fui esclavo. Tan amarga como la muerte ajena, amarga ha de ser tu muerte… Parece que lloraras. Estarás viendo temblar los azulejos, pero no es más que la rabia de tu osamenta por lo vivido…Es que va a nevar, pensarás tú. Pero aquí, en el trópico, no nieva. Es que estás muerta, tía Serena. Por eso tienes tanto frío. Y no puedes hacer nada, Sólo recordar esta noche por siempre allá donde estés.
Aquello fue lo que pasó. Por eso me he decidido a contarlo todo, porque la astucia se usa para suplir la escasez de ingenio, porque, como todo el mundo, no me avergüenzo de las posibles injurias que haya dicho o cometido, sino más bien de las que pudiera yo recibir… Aunque, claro, siempre pueden corresponderme, y yo estaré aquí esperándoles, en el Pabellón de la Orquídea Pura.

TODAS REINAS (de William Shakespeare a Aquiles Nazoa)



Entra Macbeth en uno de los aposentos de Inverness. Es noche cerrada y la luna llena se ve a través de una pequeña ventana enrejada en lo alto de una de los gruesos muros del castillo. Se sienta, abatido, en la única gran silla de madera con grandes tachuelas que hay en la sala. Tras unos segundos en que permanece sentado se levanta y clama.

MACBETH: (Con las manos en la cabeza.) ¿Cómo he de quitarle la vida a quien cada noche me la da a mí? (Con las manos en el pecho.) ¿He de privarme del mayor placer que en la vida tengo a cambio de una corona que ni siquiera quiero? (Con las manos en la cintura.) ¿Es mi mujer la que me empuja a cometer este asesinato atroz? (Con una mano en la cintura quebrada y con la otra bajo la barbilla.) ¿No soy yo más mujer que mi propia mujer? (Con las manos hacia el cielo.) ¡Maldigo a las brujas que aventuraron que rey había de ser, pues no es eso lo que deseo, sino reina de este reino, en todo caso! (Coge unas gasas y tules de colores y se pone a bailar y a dar vueltas como una bailarina, muy afectado. Irrumpe, de pronto, Lady Macbeth en la estancia, dando un portazo al ver que su marido no la ve y sigue bailando como si tal cosa.)
LADY MACBETH: (Interrumpiéndole.) ¿En qué andas?

MACBETH: (Sorprendido, para en seco e intenta disimular.) No ando, sino que bailo.

LADY MACBETH: (Suspirando.) Ya lo veo, pues ciega no soy, que lo malo y lo bueno mis ojos lo ven, aunque no quiera y me repugne lo visto.

MACBETH: (Apuntándola con el dedo repetidamente.) Ya que lo ves, no preguntes lo evidente, pues no hay tiempo que desperdiciar si cierto e incuestionable es lo que entra por tus ojos.

LADY MACBETH: Pues ya que lo dices, te diré sin demora aquello que evidencian mis sentidos.

MACBETH: ¿Y qué es lo que tus ojos ven, aún sin quererlo?

LADY MACBETH: Ven que eres todo un bujarrón.

MACBETH: ¿Bujaqué?

LADY MACBETH: Bujarrón.

MACBETH: Extraña palabra, aunque nada bueno quiera decir por el tono en que de tus labios ha salido. ¿Digo bien, esposa mía?

LADY MACBETH: Bien dices.

MACBETH: Entonces, sácame de la incógnita que flotando en el aire ahoga mi entendimiento...

LADY MACBETH: De sobra sabes que sé que lo sabes de sobra.

MACBETH: Imaginarlo puedo, aunque de mis dudas debieras sacarme, que es por ti esta inseguridad que me subyaga  y por la que anhelo pronta respuesta.  

LADY MACBETH: (Gritando.) Pues que eres un moña, vamos.

MACBETH: ¿Qué es lo que me quieres decir con esos vocablos cuyos significados no entiende mi desacostumbrado cerebro, pues ante la pronunciación de semejantes sonidos ni un nervio se inmuta?

LADY MACBETH: (Despectiva.) Que eres maricón perdido.

MACBETH: ¿Maricón?

LADY MACBETH: Más que el señor Tzu que se creía mariposa.

MACBETH: (Afectado.) Soy sensible y de ese señor del que me hablas mi razón no tiene conocimiento, aunque si me comparas con él, persona noble ha de ser.

LADY MACBETH: (Andando de un lado para otro, nerviosa.) Me da exactamente igual lo que seas y a quien conozcas, pero esta noche tienes que matar al rey, según lo acordado.

MACBETH: ¿Acordado por quién?

LADY MACBETH: ¿Por quién? Bien sabes que lo manda el destino.

MACBETH: De buen grado lo burlaré, pues no hay nada imposible en este mundo que no se pueda evitar, excepto la muerte.

LADY MACBETH: (Satisfecha.) Tú mismo lo has dicho: la muerte. La de Duncan.

MACBETH: (Con las manos en el corazón, gimoteando.) ¿La de mi Duncancito? No puedo, le amo.

LADY MACBETH: ¿Duncancito? ¡Debí imaginármelo!

MACBETH: Sí, le amo, y él también a mí.

LADY MACBETH: El destino se burla de ti y castiga tu oprobio.

MACBETH: Ya te he dicho que no lo voy a matar.
LADY MACBETH: (Histérica.) ¡Pero yo quiero ser reina!

MACBETH: (Más histérico que ella.) ¡Yo también! Es más, casi lo soy. Las noches que paso junto a mi Duncan, lo demuestran...

LADY MACBETH: (Conciliadora.) Tú tienes que ser el rey y yo la reina.

MACBETH: (Con las manos en la cintura, empecinado.) Yo también quiero ser reina.

LADY MACBETH: (Exageradamente.) ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para que compliques mi vida con trabas de tal calaña que como vencejos de mal agüero anidan en el juicio de mi otrora  bien amado marido?

MACBETH: (Animado.) ¡Qué bien hablas!

LADY MACBETH: Calla, so maricón, no me interrumpas, que estaba inspirada. 

MACBETH: Pero qué quieres que haga. ¿No sería acto ruin que de mis manos saliera la muerte para quien más amo en el mundo?

LADY MACBETH: Tonterías. Todo pasa, todo pasa...

MACBETH: La muerte de Duncan, sería también mi muerte.

LADY MACBETH: Encontrarás a otros que te colmen de placer con su enorme espada.

MACBETH: Ninguno como mi Duncan.

LADY MACBETH: Mira, ya me estoy hartando de tanta tontería y de tantos miramientos. Esta noche vas y matas a quien impide que yo sea reina.

MACBETH: No podría hacerlo, no podría.

LADY MACBETH: Podrás, ya lo verás.

MACBETH: Él lo es todo para mí...

LADY MACBETH: ¿Y yo qué soy?

MACBETH: No sé, ¿un estorbo?

LADY MACBETH: (Reprimiéndolo, agresiva.) No desprecies lo que se te ha otorgado a bien, pues despojado de ello puedes quedar, si no cumples lo que se te manda.

MACBETH: Déjate de rollos que a mí no me la das. No voy a matar a mi Duncan sólo porque me porfíes a que haga lo que nunca en mi sano juicio haría.

LADY MACBETH: Mientras yo pueda ser reina no cejaré en tal empeño, ni me importa si loco has de estar...

MACBETH: Miedo me das, mujer...

LADY MACBETH: ...ya que el placer en mí ni encuentras ni buscas como ha de inquirirlo y hallarlo un hombre.

MACBETH: (Suspirando.) Es que Duncan es mucho Duncan.

LADY MACBETH: (Haciéndose la víctima.) Ahora sé por qué pasaba sola todas las noches en mi cama guardándote con celo lo que tú das en la menor ocasión...

MACBETH: Es que la ocasión no es menor, ni mucho menos. (Suspirando, otra vez.) Ya te he dicho que Duncan es mucho Duncan.

LADY MACBETH: (Clamando, con los brazos levantados.) ¡Oh, pobre de mí, que ni siquiera levanto pasión a quien de mí falsamente lo pidió y de por vida me he dado!

MACBETH: (Suspirando más fuerte, todavía.) Duncan es mucho Duncan.

LADY MACBETH: (Con el dorso de una mano en la frente y con la palma de la otra en el corazón.) Sí, ya me lo has dicho, no hace falta que te repitas, pues tus necias palabras no caen en el olvido, sino que se clavan como flechas en el, ya de por sí, débil y herido corazón. Con tus palabras lo hieres igual que nunca heriste en mí como un hombre ha de hacerlo, dicho sea de paso y ya que viene al caso.

MACBETH: (Con el puño cerrado de una mano en la cintura.) Perdona que te lo diga, pero a mí no me la das, pues aunque digas las cosas de paso y aún viniendo al caso, yo ni una te paso y no te hago ni caso.

LADY MACBETH: El valor hace al hombre poderoso y la mujer lo ayuda con la ambición. No es tanto lo que pido, ¿no crees? Deja que tu valor y mi ambición actúen juntos en el devenir de los hechos futuros e inamovibles de la Historia imperecedera.

MACBETH: No empieces a hablar así, que sabes que me da miedo. No haré tal cosa a mi Duncancito.

LADY MACBETH: (Dándose media vuelta.) Bujarrón.

MACBETH: Y tú, ordinaria.

LADY MACBETH: ¡No se hable más! Hoy seré una ordinaria, pero mañana seré reina. Toma (da un puñal a Macbeth) y cumple lo que el destino ha mandado.

MACBETH: (Mirando el puñal, horrorizado, intenta devolvérselo.) Pareciera que la voz del destino obligada estuviera a salir de tus labios.

LADY MACBETH: (Rechazando el puñal.) De mis labios no sale más que lo que la razón manda.

MACBETH: (Intenta, de nuevo, devolvérselo.) Una razón codiciosa.

LADY MACBETH: (Rechaza otra vez el puñal.) Mi razón no es ambiciosa ni interesada, sino justa.

MACBETH: (Abdicando.) Si tú lo dices...

LADY MACBETH: Yo lo digo. No se hable más y actúa. (Sale  dejando a Macbeth  con el puñal en la mano.)

MACBETH: (De rodillas, abatido.) Ella quiere que demuestre lo que no soy, pues no hay perra en celo que mate ni se haga de rogar a quien de sus manos come y recibe cariño. Más no puedo negar que cierta razón tiene cuando me asemeja a una  flor y es verdad que me gusta un miembro más que un aldabón a una mano experta en el reclamo.

Entran en la sala los hijos del rey, Malcolm y Donalbain, vestidos con ropa de mujer y cogidos de la mano. Muy afeminados.

MALCOM: Oing, Macbethcito, ¿qué te pasa, de tal forma te encuentro que te pregunto de tal manera?

DONALBAIN: Sí, dinos cual es el motivo de tu terrible desventura que ante nuestros atónitos ojos pareciera acontecer y, de hecho, observamos no sin cierto pesar en nuestros corazones.

MACBETH: (Intentando sobreponerse.) Bien decís que desdichado soy, pues la fortuna lejos de mí se halla. Desgraciado de mí si obligado a cumplir estoy lo que el destino manda.

DONALBAIN: Dinos pues el motivo por el cual crees que el timón gira hacia mal puerto y la cornucopia aspira tu abundancia.

MALCOLM: Eso. Cuéntanos.

MACBETH: No sé cómo.

DONALBAIN: Con sinceridad.

MACBETH: No sé si sabré.

MALCOM: Sabrás.

MACBETH: No sé si debiera.

MALCOLM: Debes.

MACBETH: No sé si puedo.

DONALBAIN: Puedes.

MACBETH: No sé si quiero.

DONALBAIN: Quieres.

MACBETH: No sé si es el momento.

MALCOLM: Es el momento.

MACBETH: No sé si es el lugar.

DONALBAIN: Es el lugar.

MACBETH: ¿El apropiado?

DONALBAIN: El apropiado es.

MACBETH: No sé si...

MALCOLM: (Interrumpiéndolo, nervioso.) Bueno, ¿lo vas a decir o no?

MACBETH: No.

DONALBAIN: Dilo, hombre.

MACBETH: Que no.

DONALBAIN: Venga, dilo.

MACBETH: Es que me da vergüenza.

DONALBAIN: Vergüenza no es palabra noble en tus labios.

MALCOLM: Sé valiente y dinos, de una vez, el motivo de la desgracia que atormenta tu alma y mantiene en vilo a las princesas.

MACBETH: ¿Princesas? ¿Qué princesas?

MALCOLM: Pero, Macbethcito, ¿no han visto tus ojos lo que somos?

DONALBAIN: ¡Somos princesas! ¡Y nos lo pasamos tan bien...!

MALCOLM: Di que sí, hermanita...

MACBETH: (Contrariado.) Ah, ¿pero a vosotros también sentís aprecio por lo que más aprecio tienen los hombres de sí mismos?

DONALBAIN: Nos bastamos con nosotros mismos.

MALCOLM: Sí. Con ser princesas ya nos basta, que es lo que nos gusta.

DONALBAIN: Yo amo a mi hermano.

MALCOLM: Y yo, también, ¿verdad que sí, Doni?

DONALBAIN: Sí, hermanita.

MACBETH: ¡Pues, vaya! ¡Cómo está Escocia!

MALCOLM: Está como está... Hay que ser modernas.

DONALBAIN: Y consecuentes.

MACBETH: ¿Consecuentes con qué?

DONALBAIN: Con todo.

MALCOLM: Por cierto, ¿vas a decirnos qué era lo que te pasaba?

MACBETH: Bueno, tal como están las cosas, creo que puedo decíroslo.

MALCOLM: Pues, dinos.

DONALBAIN: Eso, dinos.

MACBETH:  Os digo...

MALCOLM: ¡Dilo ya!

DONALBAIN: Yo con estas cosas, no puedo, no puedo...

MALCOLM: ¡Yo, es que me pongo histérica!

MACBETH: Mi esposa dice que tengo que matar a vuestro padre, pues el destino lo manda e ineludible es la terrible acción.

DONALBAIN y MALCOLM: (Muy asustados, con las manos en el pecho.) ¡Oing!

MACBETH: Pues, eso.

MALCOLM: No es que no nos importe el destino, pero si lo haces, ¡dejaremos de ser princesas!

DONALBAIN: ¡Es verdad, no había caído!

MACBETH: ¿Es que sólo os preocupa ser princesas? ¿Y vuestro padre?

MALCOLM: Bueno, ése te interesa a ti, que no somos tontas.

DONALBAIN: Tú haz lo que tengas que hacer, mientras nuestro deber quede intacto.

MALCOLM: Mientras sigamos siendo princesas, que es lo que nos gusta, nos da igual lo que hagas.

MACBETH: La duda penetra en mí.

MALCOLM: (A Donalbain.) Me aburro, ¿vamos a jugar?

DONALBAIN: Vale.

MACBETH: ¿Y yo?

DONALBAIN: ¿Tú, qué?

MACBETH: Consejo debierais darme.

MALCOLM: ¡Ay, qué pesado!

DONALBAIN: Haz lo que quieras. Mi hermanita y yo sólo queremos ser princesas.

MALCOLM: ¡Nos lo pasamos tan bien siendo princesas!

MACBETH: (Perplejo.) Pero...

MALCOLM: Ni pero, ni nada. Vamos a jugar, Doni.

DONALBAIN: ¡Ay, sí, que estoy tensa!

MACBETH: Pero...

DONALBAIN: ¡Que te calles! Vamos Malcolmcito, ¿has cogido las bolas chinas?

MALCOLM: Sí.

MACBETH: ¿Bolas chinas?

DONALBAIN: ¿Y la cremita?
MACBETH: ¿Cremita?

MALCOLM: No la necesito.

DONALBAIN: Traviesa...

MALCOLM: Es que estoy relajado, hermanita.

DONALBAIN: ¡Qué bien que lo vamos a pasar esta noche!

MALCOLM: Tonta...

MACBETH: Pero...

Donalbain y Malcolm salen de escena sin hacer caso a Macbeth, que después de unos segundos de silencio, se tira al suelo y se levanta varias veces, como si estuviera poseído por algún espíritu.

MACBETH: (Con los ojos muy abiertos, mirando al frente.) ¿Es un falo eso que veo ante mí, con el mango hacia mi mano?... (Abriendo y cerrando las manos en el aire, lascivo.) ¡Ven, que te coja! (Contrariado, mirándose la mano vacía.) ¡No te tiento, y, sin embargo, te veo siempre!... (Con los brazos cruzados, cabeza ladeada hacia uno de los hombros y la mirada torva.) ¿No eres tú, visión fatal, perceptible al tacto como a la vista? (Con el dedo índice rotando en la sien, como cuando se hace el gesto de que se está loco.) ¿O no eres sino una verga del pensamiento, falsa creación de un cerebro delirante?... (Quitándose las calzas y bajándose los calzones.)  ¡Todavía te veo, bajo una forma tan palpable como esta que ahora desenvaino! (Con un brazo extendido hacia delante, como si agarrase algo con la mano y con la otra mano en la entrepierna.) ¡Tú me marcas la dirección que he de seguir y el arma misma que he de usar!... (Avanzando atropelladamente hacia uno de los lados del escenario.) ¡O mis ojos son juguetes de los demás sentidos, o valen por sí solos como todos ellos juntos!... (Tirándose al suelo.) ¡Aún te veo, y en tu glande y empuñadura, gotas de simiente que antes no encontraba!... (Desquiciado, mirándose las manos.) Pero ¡no hay tal cosa!... (Restregándose la cara.) ¡Es mi designio monstruoso, que toma así cuerpo ante mis ojos! (Hasta nueva acotación, revolcándose en el suelo, obscenamente.) ¡He aquí la hora en que, sobre la mitad del mundo, la Naturaleza parece muerta, y los malos ensueños engañan el sueño bajo sus cortinas! La brujería celebra el culto de la pálida Hécate, y el asesino descarnado, avisado por su centinela, el lobo, cuyo aullido le sirve de alerta, con el paso furtivo, a trancadas del raptador de Tarquino, avanza hacia su víctima, semejante a un fantasma... (Golpeando el suelo con los puños.) ¡Tú, tierra sólida y firme, apaga mis pasos, sea cual fuere mi camino, de miedo que hasta las piedras proclamen dónde voy y no disipen el horror silencioso exigido por la hora!... (Poniéndose en pie.) Pero yo amenazo...; él vive. (Quitándose el resto de ropa que le queda.) ¡El hálito frío de las palabras hiela por demás la cálida acción!... (Suena una campanada.) ¡Voy; está hecho; la campana me invita! (Desnudo.) ¡No la oigas, Duncan, porque es el tañido que te llama al cielo o al infierno!  (Sale, pero sigue oyéndose su voz.)  Decidido estoy a cumplir mis deseos. Duncan, Duncancito, espera amorcito, que ya voy. Que le den a mi esposa... (Ante la puerta de la habitación del rey Duncan.) ¡Qué puta que soy! Mi piel arde por los deseos que pronto han de consumarse en el lecho del que tantas veces ha me hecho sentir lo que ninguna vez ha podido darme mi esposa. ¡Duncan, Duncancito, que voy...!

Abre la puerta de la habitación del rey Duncan donde supuestamente lo espera, y entra, lanzado. Encuentra al rey haciendo un sesenta y nueve con su amigo Banquo.

DUNCAN: (Sorprendido.) Bo es bo be babece.

BANQUO: (Sorprendido, también.) Es vebdad, Bacbeth, bo es bo be babece.

MACBETH: ¡¿Que no es lo que parece, que no es lo que parece?! ¿Por quién me tomáis si vuestra es la traición y mío el desconsuelo?

DUNCAN: (Reponiéndose.) No sé qué decirte.

BANQUO: Yo, tampoco.

MACBETH: (Indigado, con asco.) Nada tenéis que decirme, pues ya lo dicen mis ojos. El calor de mi cuerpo se ha ido. Frío estoy.

BANQUO: ¡Qué drama!

MACBETH: (A Banquo.) Una sola de tus palabras bastaría para matarme.

BANQUO: Callo, pues.

MACBETH: (Clavándole el puñal en el pecho.) Calla para siempre, traidor.

DUNCAN: (Grita.) ¡Ahhhh!

MACBETH: Ojalá ese grito hubiese salido de tu boca igual que hubiera salido de la mía por el amor que siento por ti.

DUNCAN: ¡Guardias, guardias! ¡A mí, a mí! ¡Que me mata!

MACBETH: (Sacando el puñal del pecho de Banquo y clavándoselo a Duncan.) El destino razón tenía y cumplo con él.

Muere el rey y entran Lady Macbeth, Donalbain y Malcolm.

LADY MACBETH: (Con una mano en la boca.) ¡Ah!

MALCOLM: (Con las dos manos en la boca.) ¡Aaaaah!

DONALBAIN: (Con las dos manos en la boca y poniéndose de rodillas, para ser más que Lady Macbeth y su hermano.) ¡Aaaaaaaahhhhhhhhhhhhhh!

MACBETH: ¡A callar todo el mundo! No finjáis dolor por alguien al que sólo yo quería.

LADY MACBETH: No, si yo no fingía, pero hay que disimular un poco.

MALCOLM: A mí, es que me va esto de ser la más.

DONALBAIN: Calla, insensato. ¿No ves cual es nuestra situación?

MALCOLM: Pues...

DONALBAIN: ¡Ya no somos princesas!

MALCOLM: Ah, pues no había caído... Macbeth, ¿nos adoptas?

MACBETH: ¿Qué habría de esperar de la simiente del que traición recibí?

LADY MACBETH: ¡Bien dicho!

DONALBAIN: Es que si nos adoptáis seguiríamos siendo princesas, que es lo que nos gusta. No queremos ser reinas como vosotros. Con ser princesas nos conformamos.

MALCOLM: Sí, nos lo pasamos tan bien siendo princesas...

LADY MACBETH: Escocia ya no es lo que era...

MACBETH: Cientos de caminos existen para que vayáis donde quisiereis.

MALCOLM: ¿Nos estás hechando?

DONALBAIN: Malcolm...

MALCOLM: ¿Qué?

DONALBAIN: Sin hache...

MALCOLM: ¡Ay, perdón! ¿Nos estás echando?

MACBETH: (Trascendental.) Que hable el destino...

Todos hacen un gesto de expectativa...

DONALBAIN: El destino no habla... Vamos, hermanita.

MALCOLM: ¿Adónde?

DONALBAIN: A un lugar donde nuestras esperanzas sean comprendidas.

MALCOLM: Sí, pero ¿dónde?

LADY MACBETH: Os recomiendo Dinamarca, que es un sitio muy civilizado y moderno.

MALCOLM: ¿Dinamarca?

LADY MACBETH: Sí.

DONALBAIN: Ay, no sé, por allí está Hamlet, ¿no?

MALCOLM: Es verdad, no sé si es lo que más nos conviene...

LADY MACBETH: (Con maldad.) Vosotros mismos... Es lo que hay.

MALCOLM: (A su hermano.) Oye, pues mejor nos vamos, ¿no?

DONALBAIN: Sí, creo que es lo mejor. Hay mucha hostilidad por aquí. Vamos a Dinamarca a ver qué pasa...

MALCOLM: Vamos, hermanita.

LADY MACBETH: Pues ya que vais para allá, procuradles recuerdos a Rosencrantz y Guildenstern.

DONALBAIN: ¿Rosenqué?

MALCOLM: (En francés.) ¿Guildenquoi?

LADY MACBETH: (Condescendiente.) Nada, nada, incultas. Marchaos.

MALCOLM: (Cogiendo a su hermano de la mano.) Ciao.

DONALBAIN: Ciao. (A Malcolm.) ¿Has cogido la cremita?

MALCOLM: Sí.

DONALBAIN: Oing...

Salen.

LADY MACBETH: (A su esposo que sigue sollozando sobre el cuerpo del rey Duncan.) Bueno, ¿qué?

MACBETH: Deja que mi dolor se contente con su propio dolor.

LADY MACBETH: Así no vamos a llegar a ningún lado, ¡anímate!

MACBETH: ¿Cómo habría de animarme si el contento se fue en el puñal que me quitó el ánimo?

LADY MACBETH: Bueno, haz lo que quieras, pero a mí no me aguas la fiesta. (Dando saltos de un lado para otro, recita muy contenta.)
Qué contenta estoy
Todo un reino para mí
Pero qué mala que soy
Tirurirurirurí.

Mi consorte es todo un hombre
Se me caen los bigudís
Macbeth, sepan, es su nombre
Porfa-porfa-porfa- please.

Ahora mando yo en Escocia
Que se chinche a quien le pique
Esto no es una parodia
Esto si que si que si que.

Ahora haré lo que yo quiera
También lo que me dé la gana
Que me pongo hecha una fiera
Cuando me dicen: so marrana.

Hay quien dice que estoy loca
Hay quien dice que histérica
No digan por esa boca
Que me pongo esotérica.

Soy inquieta y revoltosa
Jaranera y sagaz
Agresiva, belicosa
Ante todo perspicaz.
Digan que soy conflictiva
Pícara, indócil e inteligente
Insurrecta y subversiva
Pero no una insolente.

Revolucionaria, molesta, insubordinada
Aguda, despierta, bullanguera
Turbulenta, traviesa, desmandada
Vivaz, incansable y pendenciera.

Qué tipeja tan sencilla
Lady Macbeth alocada
Casi una diablilla
Mira qué indisciplinada.

Soy ruidosa y bulliciosa
Avisada y agitada
Sediciosa, escandalosa
Avispada y taimada.

Si canto soy ladina
Si bailo, conspiradora
Si ando, saltarina
Si no,  alborotadora.

Mira que soy lista
Anda que no soy vivaracha
Un poco camorrista
Pero es que soy un hacha.

Lady Macbeth la facciosa
Pilla, rebelde e insurgente
¿No creen que sea preciosa?
¿Creen que soy desobediente?

Díscola y sublevada
Pícara y juguetona
Perturbadora y amotinada
Enredadora y retozona.

¿Qué más queréis que os diga?
¿Que soy provocadora?
¿Que queréis que siga?
Es muy tarde: ya no es hora.

MACBETH: (Suspirando.) ¿Te has quedado ya contenta?

LADY MACBETH: Bueno, aparte de todo eso, soy muy guapa. Pero, sí, me he quedado muy a gusto, no lo puedo negar. ¡Por fin soy reina!

MACBETH: ¡Y una mierda, la reina soy yo!

LADY MACBETH: ¿Cómo que tú?

MACBETH: ¡Como que sí!

LADY MACBETH: ¡De eso nada!

Se abalanzan los dos hacia una corona (de reina) y se la disputan de las manos de un lado para otro. Salen de la habitación hasta el patio interior del castillo sobre la balconada superior.

MACBETH: ¡Mía!

LADY MACBETH: ¡De eso nada!

MACBETH: ¡Que sí!

LADY MACBETH: ¡Que no!

MACBETH: ¡Suéltala!

LADY MACBETH: ¡Suéltala tú!

MACBETH: (Empujándola al vacío, consigue quedarse con la corona de la reina en sus manos.) ¡Que me la des!

LADY MACBETH: (Cayendo al suelo desde arriba lentamente, recita.)
Veo, veo, veo
La muerte ante mí
Oye, qué mareo
Jiji, jiji, jí.

MACBETH: (Poniéndose la corona en la cabeza.)
Se acabó lo que se daba
Que ya soy  soberana
Lady Macbeth por desliz
Ni siquiera emperatriz

Oscuridad total, hasta el siguiente acto.


AQUILES NAZOA