COLIBRÍ



La luz que se filtraba por las persianas caía sobre las flores rojas y amarillas al fondo de la habitación, transformándolas en fuego. Junto a la mesilla de noche, sobre la cual se disponían algunos retratos de muertos queridos, Dilecta vegetaba en la cama. Remoloneó unos minutos, según ella, y, al fin, se reincorporó al cabo de casi dos horas, según la misma realidad, para quedar sentada en el borde del lecho. Se calzó unas chinelas poco adecuadas para la temporada, pero es que no tenía otras, y se acercó, tambaleante, a la ventana. Mientras terminaba de subir las persianas medio bajadas, curiosamente, le llegó el aroma del café que todavía no había hecho, que la desperezó entre la falsa humildad de una mañana, que se evaporaba incomprensiblemente entre la amenaza de lluvia que pudo observar a través de los cristales. Dilecta no comprendió. Pensó o creyó que, poco antes, le había parecido haber oído el crepitar de las flores secas dispuestas en el jarroncito de cristal sobre la cómoda del fondo de la habitación y sintió que era otro día más, colmado de baladros y decisiones hipócritas. No había sol o había muy poco, lo que dejaban ver las muchas nubes que casi cubrían por completo el cielo. Los rayos de sol no incendiaron los pétalos de las flores de papel crepé. Se sintió engañada y traicionada, como tantas veces, por quien quiera que fuese. Dilecta intentó pensar en lo bueno y lo malo de la vida o, mejor dicho, pretendió dilucidar entre lo bueno y lo malo de vivir.
         Con el sabor del café inexistente todavía en la boca, fue a la cocina para prepararse uno. Mientras esperaba a que saliera, se acercó a la pequeña ventana de la cocina y miró el exterior con la frente apoyada en los cristales. Dilecta se sintió desposeída de todo, ninguneada y aturdida, como una semilla enterrada a la que se le niega el agua que necesita para germinar. Miraba por la ventana ajena a las almas que correteaban entre los paraguas, grandes hongos o minúsculas bombas atómicas, pensó, y se reiteró en lo que tantas veces en su vida había pensado: no ser un lastre de su propio destino. Miraba por la ventana el fragor de lo conocido y quiso no estar viva. Miraba por la ventana la vida y  deseó estar muerta. La apaciguada mirada de Dilecta a través de los cristales podría presagiar melancolía o un futuro lánguido, pero nunca un alma enjaulada y suicida.
         El silbido de la cafetera sacó a Dilecta de su ensimismamiento y corrió hacia el hornillo para apagar el fuego. Y quitó el gas, sí, y pensó en el viento que corta por la mitad el ajetreo y las vicisitudes de la vida. Y quitó, también, la cafetera del infiernillo, mientras pensaba en la lluvia y en las gotas de esa lluvia empapando los cabellos de la gente. Y se sirvió el café recién hecho y se lo llevó a los labios. Y empequeñeció esos mismos labios para soplar el café ardiente y pacificar su calor. Y dio un pequeño sorbo, para después fijar la vista en el infiernillo apagado. Y creyó ver un gran ojo que la observaba... Llevó su mano a una de las llaves de la cocina y la abrió. El gas suspiró, liberado. Después, una tras otra, lenta y mecánicamente, abrió las demás espitas, como si estuviera consumando  un rito ancestral. Dilecta sintió que estaba haciendo magia. Y magia es, en cierta manera, adelantar el paso hacia el otro lado. Siempre es magia lo desconocido.
         Sentada en una silla, con los brazos apoyados en una pequeña mesa de indefinible material sintético, con las manos sujetando la taza de café todavía caliente, Dilecta esperaba. Cerró los ojos y, en la oscuridad, vio cientos, miles de ojos extraños, que la observaban detrás del húmedo velo de sus párpados. Miradas recíprocas que, no sabía por qué, desaparecían entre las manecillas apresuradas de un reloj y que daban paso, por unos segundos,  a la visión de un tren abarrotado de bostezos para, finalmente, acabar entre sollozos. Dilecta no comprendió por qué lloraba, pero se dijo a sí misma que tal vez lloraba porque estaba dejando escapar la insoportable belleza del mundo que a ella tanto miedo le daba. Aún así, tomó un último sorbo de café de la taza.
         Dilecta pensó que había saltado desde la trinchera a campo abierto. Ya no había -ni lo quería ella- vuelta atrás. No se permitiría el retorno. No. Ya, no. Inspiró, retuvo el aire y quiso pensar en el infinito, pero nada; no hubo manera y expulsó el aire retenido. Dejó que la invadieran sonidos, olores, cualquier sensación ajena o propia. Quiso que la golpease la furia de un enjambre. Quiso sentir muchas cosas en ese corto e ingrávido espacio de tiempo. Lo quiso todo y no consiguió nada. Pensó en servirse otro café, pero no lo hizo. Dilecta seguía esperando, no sabía muy bien qué.
         Abrió los ojos y todo le pareció igual. Pero no lo era, porque pensó qué pasaría si encendiese todas las lámparas de la casa de las viudas de voluminosos moños de un cuento que una vez leyó. Se preguntó por qué todas las lámparas de aquella casa permanecían siempre apagadas; sobre todo, las lámparas del salón de lectura. Dilecta miró la cafetera y tuvo el impulso de servirse otra taza de café, pero permaneció sentada en aquella silla que siempre le había parecido incómoda y, de hecho, seguía pensándolo, porque el asiento lo consideraba demasiado pequeño, demasiado frío y demasiado duro. Pero, el motivo verdadero por el cual no se sirvió una taza de café fue que, ante sus ojos, su cocina ya no era su cocina, sino un salón de lectura, donde una mujer de cabello extraordinario le sonreía. Dilecta cerró los ojos durante unos segundos y los volvió a abrir. La extraña mujer de pelo arbóreo seguía allí, con una dulce y aprobatoria sonrisa, sentada en una silla inexistente por la amplitud de su vestido, la cabeza recostada ligeramente hacia atrás, en la pared, y su largo y negro cabello ondulado desparramado sobre esta. Pareciera que podía estar así todo el tiempo que hiciera falta, pensó Dilecta. Mirándola.
         Dilecta observaba cómo el pelo de la mujer avanzaba por la pared como si de una planta trepadora se tratara. Tuvo el impulso de ofrecerle una taza de café, pero cayó en la cuenta de que ya no estaba en la cocina de su casa, sino en el salón de lectura del cuento que una vez leyó y decidió -como si ella pudiera decidir ya- esperar a lo que fuese que le ofreciera el destino... Mientras esperaba, creyó ver a través de una de las persianas del salón  revolotear unas palomas y se percató de que la mujer de cabello móvil también miró hacia el mismo sitio, dejando en suspenso lo que parecía el comienzo de una conversación. Entonces, Dilecta pensó en la Muerte, en si no sería aquella mujer la muerte personificada que venía a llevársela. Recordó las espitas de gas abiertas, los grandes hongos y las minúsculas bombas atómicas. Quiso levantarse y cerrar las llaves de la cocina, pero le vinieron a la cabeza los voluminosos moños de las viudas del cuento y la percepción del mundo se le hizo vegetal. Voluminosos moños como coliflores, moñitos como coles, cabellos de paja y peinados repollo. Dilecta creyó ser un colibrí y quiso anidar en el frondoso y ondulado cabello de aquella mujer, fuese quien fuese... Y, es verdad que Dilecta, a pesar de estar sentada, casi derrumbada, en la silla de la cocina, se sentía ingrávida y volaba por aquel salón de cuento de paredes cubiertas de cabello, que avanzaba sin descanso por los marcos de las puertas, buscando libertad donde fuera.
         Dilecta vio cómo la mujer de pelo selvático le hacía señas con la mano para que fuese hacia donde se dirigiera su cabello. Pensó que el café ya estaría frío; pensó en la lluvia, en las flores que ardían en su habitación aquella mañana, en los enormes hongos o minúsculas bombas atómicas. Recordó las llaves de gas abiertas... Se arrepintió. Quiso cerrarlas y seguir viviendo. Corrió entre la maraña de cabello hasta toparse con una puerta; la abrió y se sorprendió de que estuviera abierta. Luego encontró que detrás de la puerta había otra puerta; la abrió y otra vez se sorprendió de que estuviera abierta; pero detrás de cada puerta había otras puertas y todas abiertas, infinitamente; hasta que llegó a una puerta que no abría… Entonces, todas las puertas anteriores se cerraron de golpe.



CONSANGUÍNEO: ENTRELUCES

2 comentarios:

brokemac dijo...

Atrapados entre la melancólica vida, la esperanza de no se sabe muy bien el qué y el fantasma de la imaginación. Si no fuera por ese amenazante olor a gas, sería fácil que se abriera el apetito de una taza de café.

Me gustaba aquel amor entreluces...
Y me encantan tus diez pececitos de colores que persiguen a quien llega :)

Strawberry Roan dijo...

A veces es demasiado tarde y se cierran las puertas. Es lo que tienen las almas suicidas.