REPTILIA


1. Anormalia tremebundi

Habrá una vez un fallo primigenio e incuestionable que se llamará Obduilio. Ya antes de nacer sus padres lo intuían. Reptilia Habitualia le rezaba todas las noches a Él. Perdóname, decía, perdónanos por dejar que Otilio y yo nos dejáramos llevar por la pasión. Dame el derecho de ser madre, pero no así, reclamaba Reptilia bajo la gran fotografía del Creador. No permitas que esté embarazada, suplicaba. Habían hecho el amor como lo hacían antiguamente, como animales. Lo había leído y había visto fotos de la época. Se dejó llevar. Se dejaron llevar entre risas. El caso es que lo pasaron bien y eso a Reptilia le parecía pecado… Cuando salieron del ascensor en el piso trescientos, a Reptilia le sudaban las manos. Se lo hizo notar su compañero, que le preguntó si estaba nerviosa. Ella estaba embarazada y no se había sometido a la terapia génica por la que tuviera que estarlo. No te preocupes, le dijo Otilio Cincel, todo saldrá bien. Reptilia se arrepentía de haber estado hurgando en los archivos de la biblioteca en donde trabajaba. Fue así como descubrió el motivo por el cual ahora le sudaban las manos. Fue allí, fuera de las horas de trabajo, en donde Reptilia se embruteció y vio aquellas fotografías antiguas bajo aquella tenue luz amarillenta del departamento de archivos, en soledad, asombrada. Y se dejó llevar, te lo juro, rezaba, me dejé llevar, yo no sabía… Otilio, dijo Reptilia a su compañero cuando estaban a punto de entrar en la consulta del doctor Cordelio,…vayámonos. Él también estaba nervioso, sabía que habían hecho algo prohibido. No es que estuviera expresamente prohibido en alguna ley del Código, pero lo cierto es que crían que no tenían que haber hecho el amor como dos animales. Pero Otilio también lo pasó bien y no se arrepentía de nada. Reptilia, le contestó él apretándole, aún más, la mano sudada para darle ánimos, ya es tarde para dar marcha atrás, atengámonos a las consecuencias. Estoy mareada, dijo ella. Tranquila, Reptilia, tranquila, le dijo él. ¿Y dicen que han perdido los formularios de las visitas anteriores? Yo no recuerdo que hayan venido por aquí ninguna otra vez, amenazó el doctor Cordelio Delirio a la pareja. Reptilia se sintió perdida, a punto de llorar, pero Otilio supo defenderse: somos de otro lugar, hace poco que vivimos aquí, en Bracleona, y con el traslado los hemos perdido. Ya, dijo el doctor y Reptilia se desmayó. En veinte años que llevo ejerciendo la profesión, a ninguna de mis pacientes le ha pasado esto, dijo el viejo Cordelio, ¿debo pensar que…? No, dijo Otilio, mientras intentaba reanimar a su compañera, ayúdeme…, ayúdenos. Yo estoy dispuesto a ayudarlos, pero si han desobedecido alguna norma, y yo creo que sí, deberán atenerse a las consecuencias, dijo el doctor Cordelio, mientras ayudaba a Otilio a poner a Reptilia sobre una camilla. Bajo una gran fotografía del Creador, Reptilia iba recobrando el sentido. ¿Qué ha pasado?, preguntó, asustada, al despertar. Lo que ha pasado es típico de un embarazo no génico, dijo el doctor, un embarazo “normal” no tiene ningún efecto secundario, señorita. Lo hicimos sin pensar, lloraba Reptilia. Sí, lo hicimos sin pensar, repitió Otilio. Bueno, no es cosa mía, a ver señorita… ¿señorita?, preguntó el doctor Cordelio. Reptilia, dijo ella. Reptilia Habitualia, confirmó Otilio. Muy bien, señorita Habitualia, dijo el doctor mientras cogía una barrita plana de metal, abra la boca y diga tiquismiquis. Reptilia abrió la boca todo lo que pudo y llegó a decir algo así como hac, y después se puso a llorar. No puedo, no puedo decir tiquismiquis con la boca abierta, decía desconsolada. No te apures, todo se arreglará, le dijo Otilio intentando calmarla y se dirigió al doctor Cordelio, ¿es grave, doctor?, que respondió: no, no es grave, le dijo, veremos lo que se puede hacer…, y no llore usted señorita Habitualia, que todo se arreglará. ¿Usted cree?, sollozó Reptilia, ¿cree usted que saldrá negro, doctor? Él, dijo Cordelio señalando la fotografía del Creador, no lo permitiría; recuerde que estamos hechos a su imagen y semejanza, señorita Habitualia. Y ahora, cierre la boca y diga Alabama. Reptilia cerró la boca y se esforzó todo lo que pudo para decir Alabama, pero sólo llegó a decir algo así como mmmm, y se puso a llorar de nuevo. Otilio abandonó a Reptilia dos días después y jamás volvió a verla.

2. Desigualio & disímilo

Obduilio nació blanco, pero sin piernas, después de un parto difícil para Reptilia, que rezó todas las noches hasta el día en que dio a luz, ante la imagen del Padre desgastada por los rayos de luz que incidían de tres a cuatro de la tarde los días soleados sobre ella y que a través de la ventana de su habitación se filtraban. Cualquier cosa, le pedía, cualquier cosa antes de que nazca negro. Por eso, cuando el pequeño Obduilio nació y lo vio blanco, como todos, a imagen y semejanza de Él, se sintió aliviada, aunque no tuviera piernas. Gracias, pensó, gracias por darme lo que no merezco. Reptilia le estaría eternamente agradecida por no haberle castigado su osadía. Obduilio no se sintió diferente. No. No, hasta que empezó a “andar” con los brazos. Lo hacía con total destreza, pero se sentía distinto a los demás, que tenían un par de extremidades más. Cuando iba por la calle, los demás lo miraban, condescendientes. Sólo su amiga Sutilia, que vivía al lado, lo trataba con normalidad, pero quizás fuera muy pequeña para comprender y asimilar la hipocresía de la gente. Por eso la doña Habitualia dejaba que ella se acercara a su hijo, pues él también era pequeño y no comprendía ciertas cosas. Por ahora, está bien así, pensaba, es mejor que siga sin comprender ciertas cosas. Las cosas que la atormentaban secretamente. Reptilia sabía que no era sincera toda aquella bondad que los demás mostraban hacia su hijo, pero prefería eso al rechazo y respondía amable a cualquier gesto. Pobrecito, decían mientras le acariciaban la cabeza. Sí, respondía Reptilia, tuve un embarazo normal. O, Él lo tiene presente, decían mirando al cielo, para Él, todos somos iguales, sentenciaban, y Reptilia asentía misericordiosa, lo sé, lo sé… Pero lo que más irritaba la doña Habitualia era cuando decían, algo hay que hacer. Aquella frase la dejaba bloqueada, no sabía qué contestar. ¿Qué era lo que había que hacer, pensaba Reptilia? ¿Qué es lo que hay que hacer?, le preguntó Obduilio a su madre un día, camino de la consulta del doctor Cordelio, que se había hecho cargo de la salud de Obduilio desde el día en que nació. No sé, mi amor, le respondió ella, pero no te preocupes por eso. Mira, ya hemos llegado, dijo Reptilia a Obduilio cuando llegaron al piso trescientos en el que tenía la consulta el doctor Cordelio Delirio. Después de la visita podrás jugar con tu amiga Sutilia, y recuerda que lo primero que tienes que decirle al doctor es que ya puedes decir mi mamá me mima sin juntar los labios, pórtate bien, ¿eh? Pero Obduilio seguía pensando en qué era lo que había que hacer. Se lo preguntaría a su amiga Sutilia, pensó, quizás ella lo supiera. ¡Cuánto tiempo, doña Habitualia! A ver, Obduilio, dijo el doctor Cordelio, di al revés Lola lee a la lela Lula e hila el hilo lila de Lalo y Loli. Pero en vez de responder lo esperado, Obduilio miró la imagen del Creador colgada en una de las paredes de la consulta y dijo: dígame doctor, ¿por qué yo no estoy hecho a imagen y semejanza de Él? El doctor Cordelio miró a Reptilia sin saber qué responder y ésta se puso a llorar. Es ella, decía, es ella que le llena la cabeza de maldades, lloraba Reptilia refiriéndose a la amiga de su hijo. Vamos, vamos, señora Habitualia, cálmese, le dijo el doctor antes de que ella se desplomara.

3. E pasan anualia

No me quieres, le decía Obduilio a su amiga Sutilia. Sí que te quiero, le respondía ella. Me estás mintiendo, decía él. Eres tú el que no me quiere, se quejaba Sutilia. Te quiero como el desierto quiere al agua, se defendía él. Y yo, como el carbón quiere al fuego, decía ella. Demuéstramelo, la retaba Obduilio. ¿Cómo?, preguntaba ella, a punto de llorar ¿A qué jugáis?, preguntaba Reptilia cuando abría la puerta de la habitación de su hijo Obduilio. Y así siempre, un día tras otro: no me quieres, le decía Obduilio a su amiga Sutilia. Sí que te quiero, le respondía ella. Me estás mintiendo, decía él. Eres tú el que no me quiere, se quejaba Sutilia. Te quiero como la nube quiere al viento, se defendía él. Y yo, como la marea quiere a la luna, decía ella. Demuéstramelo, la retaba Obduilio. ¿Cómo?, preguntaba ella, a punto de llorar ¿A qué jugáis?, preguntaba Reptilia cuando abría la puerta de la habitación de su hijo Obduilio. Y así siempre, una semana tras otra: no me quieres, le decía Obduilio a su amiga Sutilia. Sí que te quiero, le respondía ella. Me estás mintiendo, decía él. Eres tú el que no me quiere, se quejaba Sutilia. Te quiero como el dolor quiere al bálsamo, se defendía él. Y yo, como el tiempo quiere a las horas, decía ella. Demuéstramelo, la retaba Obduilio. ¿Cómo?, preguntaba ella, a punto de llorar ¿A qué jugáis?, preguntaba Reptilia cuando abría la puerta de la habitación de su hijo Obduilio. Y así siempre, un mes tras otro: no me quieres, le decía Obduilio a su amiga Sutilia. Sí que te quiero, le respondía ella. Me estás mintiendo, decía él. Eres tú el que no me quiere, se quejaba Sutilia. Te quiero como la abeja quiere a la flor, se defendía él. Y yo, como la melancolía quiere a los recuerdos, decía ella. Demuéstramelo, la retaba Obduilio. ¿Cómo?, preguntaba ella, a punto de llorar ¿A qué jugáis?, preguntaba Reptilia cuando abría la puerta de la habitación de su hijo Obduilio. Y así siempre, un año tras otro, hasta que un día, Reptilia le dijo a la amiga de su hijo: demuéstraselo, Sutilia, demuéstraselo…

4. Bondalia y quereres

Si quieres que te crea y quieres a Obduilio de verdad, ya sabes lo que tienes que hacer, le dijo Reptilia a la amiga de su hijo. Para que veas que te quiero y siempre te querré, fue lo que le dijo Sutilia a Obduilio al día siguiente, cuando el doctor Cordelio le cortó las piernas. ¿Cómo ha podido hacerle una cosa así a Sutilia?, fue lo que preguntó Obduilio al doctor Cordelio, que no le respondió. Voy a crear una ONG para discapacitados, se dijo a sí misma Reptilia, ahora que mi hijo no es único en el mundo. Soy tan buena, pensó Sutilia, pero más buena es Reptilia por querer ayudar a los discapacitados. ¿Una ONG?, preguntó el doctor Cordelio, ¡qué interesante!, aunque hay pocos a quien ayudar. Por el momento, dijo Reptilia a Cordelio. Por el momento, dijo Cordelio a Reptilia, guiñándole un ojo. ¿Tú me quieres?, pregunto Sutilia a Obduilio. ¡Hay tantas cosas que hacer en este mundo perfecto!, pensó Reptilia. Nada de usted, le dijo un día Cordelio a Reptilia, tratémonos de tú. Socio, le dijo un día Reptilia a Cordelio. Socia, le contestó él, ruborizado. Una rampa por aquí, otra por allá, pensaba Reptilia. Hace dos días que no me traes a nadie para cortarle las piernas, le dijo un jueves el doctor Cordelio a Reptilia. No es tan fácil, contestó ella. Dime la verdad, Obduilio, ¿tú me quieres?, volvió a preguntar Sutilia. Hoy a muerto uno en la operación, hay que esconder el cuerpo, se quejó el doctor Cordelio. Escaleras mecánicas y cintas transportadoras, pidió Reptilia. No me quieres, decía Sutilia. No me caben más piernas en el congelador, se quejaba Cordelio. Ascensores telepáticos, pensó Reptilia. Hoy llueve y estoy triste, dijo Sutilia con la frente pegada al cristal de la ventana, mientras pensaba en Obduilio. Cásate conmigo, le dijo un día el doctor Cordelio a Reptilia. Sí, quiero, dijo ella dos días después. No me quiere, pensaba Sutilia, mientras mantenía el equilibrio en lo alto de un acantilado embestida por el fuerte viento. Casas adosadas de una sola planta, ordenó Reptilia. Y un crematorio, sugirió el doctor. Y un crematorio, confirmó Reptilia. No me quieres, se quejó Sutilia. Bracleona, Sede Mundial del Discapacitado Medio, propuso Reptilia, y se lo aceptaron. No me quiere, dijo Sutilia con el último pétalo arrancado de una margarita, en los dedos de su mano temblorosa. Cordelio, Reptilia, Sutilia. Cordelio, Reptilia, Sutilia. Simposios, masajes terapéuticos, no me quiere. Asambleas, uniesquíes, no me quiere. Misiones, congresos, reuniones. Nada de ONG; OG, sin la “N”, que pague el gobierno. No me quiere, no me ama, no me hace caso. Cámaras, parlamentos, diputaciones, ayuntamientos. Cuenta bancaria para las bondadosas donaciones de nuestra concienciada sociedad (desgravan en las declaraciones de bienes e inmuebles anuales). Sería capaz de cortarme los brazos para demostrarte que te quiero. Senados, dietas, estipendios, honorarios, jornadas, diputaciones. Obligatoriedad en las aportaciones a la causa (no desgravan). No me quiere, no me quiere, no me quiere, no me quiere… Conferencias, concilios, tertulias, cenáculos, círculos, generalidades, comisiones, juntas, organismos, representaciones, consejos, auditorios, viajes, embajadas. Pásese por nuestra consulta y sus piernas le serán sesgadas sin dolor, recuerde que ahora, es usted el discapacitado. Sutilia llora al lado de una copa de vino. Toma un último sorbo y coge el sacacorchos con el que ha abierto la botella. Ha bebido mucho, y piensa que Obduilio no la quiere. Mira el tirabuzón que sostiene en la mano. Ante la imagen del Creador, reza: perdóname, tú que has hecho tanto por nosotros y que todo te debemos, dame la paz. Sutilia se clava el descorchador en el pecho y deja de llorar. Su corazón sale con el torniquete cuando ella misma tira de la palanca y cierra los ojos y muere pensando en Obduilio. Pobre Sutilia, dijo el doctor Cordelio en el funeral. Era rara, dijo Reptilia, y además, nunca supo demostrarle a mi hijo que lo quería, y eso demuestra que no lo amaba tanto. Es verdad, dijo el doctor. Voy a llorar un poco, dijo Reptilia, que es lo que toca. Pero no te desmayes, que eres propensa, le advirtió Cordelio. Es que soy tan buena, que todo me afecta, no tengo la culpa, se defendió ella, ¿dónde está Obduilio? ¡Obduilio, Obduilio!, gritaba Reptilia ¡Ah, estás aquí! ¿Tú no lloras, mi amor? Deberías… Cordelio y yo hemos pensado que te vamos a implantar unas piernas, ¿o se dice injertar?, bueno, que más da, ¿no estás contento? Por lo menos podrías llorar de felicidad, qué van a pensar los demás, ¿qué me oyes?... ¡Basta!, gritó Obduilio. ¡Basta!, volvió a gritar. ¡Basta, basta, basta!, dijo, y se golpeó el pecho con los puños cerrados.

5. Tripanosoma espantualia

Reptilia paseaba sola por las calles de Bracleona. El implante de Obduilio había sido todo un éxito y ella estaba contenta, pero Obduilio seguía sintiéndose diferente a los demás. Ahora que tiene piernas, pensaba Reptilia, no está contento. Dice que los demás no las tienen y que le parece una ironía. ¡Qué estupidez! Debería darme las gracias por todo lo que he hecho por él. Además, yo también tengo piernas. Y Cordelio. No debería sentirse diferente. La verdad es que ahora comprendo cuando los demás me decían que algo había que hacer. ¡Pues ya lo hice! Y ha sido todo un éxito, pensaba Reptilia mientras observaba a todos los demás ir de un lado para otro sobre las cintas y escaleras mecánicas Reptilia S.A. diseminadas a lo largo y ancho de toda la ciudad, convirtiéndola en un enorme y monstruoso organismo metálico del que ella estaba muy orgullosa… Obduilio es un desagradecido, pensaba. ¿De qué me sirven las piernas si toda Bracleona está saturada de cintas transportadoras?, me dice, ¡qué ingrato! Esto me pasa por ser buena. Reptilia se detuvo bajo la sombra de los imponentes pináculos de La Sagralia Famélica, su preferida para rezar. Rezar un poco, nunca viene mal, pensó, y entró. Buscó un banco para sentarse, pero no encontró ninguno. Los habían quitado, pues ya no hacían falta: todos rezaban en el suelo como siniestros tentempiés. ¡Qué contrariedad!, pensó Reptilia, malhumorada. Bueno, rezaré de pie, qué le voy a hacer. Reptilia avanzó hacia el altar sorteando los cuerpos que se encontraba a su paso. Perdón, se disculpaba, perdón, ¡qué fastidio!, pensaba, perdón, perdón, siguió diciendo en voz baja a los que se cruzaban en su camino. Bueno, ya está, dijo, aliviada, cuando llego frente a la imagen del Padre. Gracias, Padre, por todo lo que me has dado, empezó a orar Reptilia. A ti, que de tus genes venimos y tanto te debemos, te suplico que las cosas se queden como están y que la desgracia no entre en mi vida, ni en la de los demás. No permitas que nos pase lo que a los humanos hace tantos años, que su Dios Jehová les dio la espalda, y todos quedaron dormidos por la virulenta expansión de la mosca Tsetsé, que ni siquiera pudieron terminar esta catedral tan bonita y la tuvimos que acabar nosotros. No hagas tú lo mismo si algún mal nos viene, te lo pido, por favor. Mantén este equilibrio que gracias a ti hemos conseguido y que yo ayudo a proteger de la mejor manera que puedo. No me hagas mala, te pido, que la cordura no vuele de mi cabeza para poder seguir haciendo el bien. Te lo suplico, Floquetdeneu, amén. Ay, qué bien que me hace rezar, pensó Reptilia, que a gusto se queda una, se dijo a sí misma, secándose una lágrima. Bueno, tengo que irme, que se me hace tarde para seguir haciendo el bien por ahí. Cuando Reptilia llegó a la puerta después de sortear varios cuerpos, se encontró con otro que le cerraba la salida. Aparta, dijo, empujándole con el pie. Algo hay que hacer, pensó. Cuando estuvo fuera y sin saber muy bien por qué, Reptilia cerró los puños y se golpeó el pecho repetidamente, como un macho dominante, y no como un gorila hembra, que es lo que era. Sintió el mundo a sus pies y lloró de felicidad. En fin, susurró satisfecha, qué le voy a hacer.

FÍSICA Y CINÉTICA


Click… ¿Cómo es posible que una ciudad republicana, tan supuestamente roja, tan de izquierdas, se empeñe en la labor, mezquina e incongruente, de seguir edificando el templo de la Sagrada Familia? Sirva este ejemplo, de tantos que hubiéramos podido señalar, para justificar la aniquilación lógica de nuestra Barcelona provinciana y autocomplaciente. A continuación, explicaremos cómo y cuándo debemos actuar para que la devastación sea eficaz… Antes de salir de casa proveámonos, aparte de lo que estemos acostumbrados a llevar, de: un gran arco, una flecha cristalizadora perfecta, y una infusión de láudano (o cualquier otro potente alcaloide venenoso), que tomaremos después de nuestra futura y destructora hazaña. Una vez que nos hayamos suministrado de estas tres cosas básicas e inevitables, nos asomaremos a la ventana y miraremos el cielo para ver qué tal: veremos si es un día apropiado o no. Si lo es, saldremos decididos con los enseres mencionados. Antes, verificaremos la magia del arco y de la flecha con agua (de Vichy, de Font Vella, del Montseny, u otra…), una coca-cola u otra materia acuosa como el cava (no importa la marca) o gaseosa (tipo éter o nitrógeno). También sirve el Calisay, el jarabe de manzana, etcétera. Importante: nunca verificaremos si la letal infusión actúa o no, ya que si el resultado fuera positivo, nos veríamos (es un decir) privados de consumar la proeza devastadora que nos habíamos propuesto. Cuando estemos seguros de que el encantamiento funciona, salgamos de casa y caminemos, de buen humor y, no hace falta decirlo, resueltos, íntegros, dejando atrás cualquier observación moral que pueda retraernos de lo anticipadamente decidido. No nos interesa saber si lo que haremos es honesto, honorable (sin segundas) o decoroso. De lo que se trata es que sea lúcido, consecuente y estético, que no ético; y no habrá nada que nos pueda disuadir. Subamos, por ejemplo, a la torre Collserola o a la terraza del hotel Arts, y si por cualquier motivo no pudiéramos, accederíamos a la parte más alta de las montañas de Montjuïc o del Tibidabo, asentadas donde todos nosotros sabemos. Allí esperaremos a que el prodigio se produzca. No nos desanimaremos si no llega pronto, pues la impaciencia siempre nos confunde y nos deja las cosas a medio hacer. Debemos de tener aguante, ya que tarde o temprano se formará sobre la ciudad una inmensa nube tipo nimbo o si la necesidad nos apremia, tipo cúmulo. Será el momento. Deberemos de tensar la flecha petrificadora en nuestro arco (o ballesta, si nos parece más romántico). Apuntaremos la saeta solidificadora hacia el enorme nimbo o cúmulo pautados, y en el momento en que estemos seguros de que nuestro tiro no errará, soltaremos la cuerda impulsora para que el arma sagitaria se eleve hacia nuestro objetivo, sin darle la más mínima oportunidad para que se lo piense y se desvíe por su cuenta, dejándonos con dos palmos de narices. Pero no estamos para fallos: la cuerda motriz cimbreará entre nuestros dedos después de haber lanzado, furiosa, el alfiler alquímico hacia la nube que, al contacto con la punta, se convertirá en mármol. Si nos parece que las consecuencias son devastadoras, estamos en lo cierto, ya que las leyes de la gravedad tienen un límite físico y es entonces cuando comienzan las de la cinética. La gran nube de mármol caerá, inevitablemente, sobre la ciudad provinciana y entrañable que es Barcelona. Si no tenemos suerte, es posible que la nube solidificada no nos haya caído encima aplastándonos, como era de esperar, y tan solo nos haya rozado dejándonos un leve rasguño en un brazo o un pie. Antes de arrepentirnos, cosa poco probable a estas alturas, deberemos tomar la infusión de láudano para que así, no quede ni un alma en la ciudad arruinada, y filosóficamente hablando, fantasmal, en que la hemos convertido. No obstante, antes de tomar la letal tisana, tendremos que mirar a todo nuestro alrededor, después que la ineludible polvareda se haya asentado, y comprobar que no hubiera otra persona que estuviera por ahí con la misma intención que nosotros ya hemos ejecutado. Por supuesto, obligarla a tomar el brebaje que todo buen devastador inteligente debiera portar consigo mismo, si esta persona no lo hubiera hecho ya. Sólo así estaremos seguros de que cualquier ser o, por qué no, alienígena (si es que los hay) que venga después a lo (y ya no es loísmo…) que llamábamos ciudad de Barcelona (…pues ya no existe), tenga la oportunidad de comenzar una nueva ciudad desde cero, y que bien podría llamarse otra vez Barcelona. Conforme con lo que se ha dicho ya, los nuevos colonos asentados sobre la antigua Barna y más antigua Barcino deberían aprovechar la ocasión de no cometer los mismos fallos que nos han llevado a la lógica desolación alquímica de esta, dicen, hermosa y acogedora ciudad. Porque, si esto ocurriera, estarían obligados a una nueva devastación, con éste u otro sistema de desgracia mágica, según convenga, muy a nuestro pesar, créanme… Click

AZUL DE METILENO


En el aire, suspendidos. Primera parte

Esther, primer sueño

Mi boca se estrellaba contra las tumbas. Pensaba que era una alucinación aquella lluvia metálica sobre el agua. Los huesos impregnaban la arena. Llovía, pero no caía la lluvia. Había truenos, pero no hubo nunca una tormenta. Nadaba sobre la lava de carroña que expulsaban los nichos de aquel cementerio inhóspito, como si fueran volcanes del averno. Los muertos se licuaban y se filtraban a través de las grietas de los cántaros resquebrajados. No recuerdo cuándo el rayo vació mi cerebro. Le recuerdo a él sonriendo entre toda aquella miseria, entre el ácido sol sobre las tumbas.

Sara, segundo sueño

Caminaba por un mercado desierto. Todas las paradas estaban vacías. Todas, menos una. Un vendedor de tomates podridos ocultaba la muerte de los gusanos. La pulpa comprimida, en un proceso terriblemente orgánico y equivocado, se alimentaba de sus propias víctimas. El vendedor era él y me vendió un kilo.

Teresa, tercer sueño

En los diminutos desfiladeros de la montaña se ocultaba una fábrica de cerveza, junto al río. La levadura se derramó provocando cientos de muertos. Unos encima de otros se dejaban arrastrar por la incomprensible fuerza de la corriente del río exangüe. La muerte ocultaba muerte… Más abajo, junto al golfo, los delfines olían las tripas de los cadáveres reventados. Sus hocicos puntiagudos escudriñaban en las entrañas de aquellos cuerpos inanes. Sé que uno de los delfines era él. Estoy segura de ello.

Ana, cuarto sueño

Caminaba por la noche con los ojos vendados, tanteando los restos de dientes y legumbres con los pies. Era noche y no veía nada. Estaba muy oscuro. Andaba y andaba sin ver lo que pisaba ni lo que tenía frente a mí. No podía dejar de caminar. Buscaba algo y no sabía qué. Por fin llegué hasta una calle mísera y desierta. La luz de una farola iluminaba débilmente un carro de helados. Detrás, unas casas desvencijadas y, más atrás todavía, la silueta desafiante de unas montañas majestuosas. Cuando me di cuenta que (él) me observaba escondido desde la esquina de una de aquellas casas en penumbra, el soniquete del carro de helados empezó a sonar como un organillo macabro. Él me sonrió.

Marta, quinto sueño

Una gota de sangre nublaba la lente de mis gafas. Lo veía todo borroso. Las limpiaba una y otra vez, pero no conseguía quitar la gota. Frotaba y frotaba. Los cristales cada vez más rojos, más embadurnados. Después, vino él y se sacó los ojos para dármelos. Yo los cogí y creo que le di las gracias. Es lo único que recuerdo.

Olga, sexto sueño

Volaba en un globo de fuego. Qué tristeza... Abajo, miles de cuerpos hervían. Vi la mano de mi madre que salía de aquel suplicio buscando ayuda. Poco a poco fui acercándome a ella como pude. La cogí y tiré con fuerza. No era mi madre. Era la mano de él. ¡Lo salvé a él! El globo subió con fuerza. Mientras me alejaba, pude ver cómo mi madre se derretía.

Selma, séptimo sueño

Estaba sola en mi habitación. Alguien me tocaba la espalda una y otra vez. Me daba la vuelta y no había nadie. Esperaba unos instantes. Giraba la cabeza rápidamente y nada. ¿Quién me tocaba cada dos por tres la espalda? Miré atrás cientos de veces; una y otra vez volteé y nada. Sólo yo sé que fue él. Los golpes en la espalda eran suaves al principio, pero fueron intensificándose. Al final, un dolor insoportable. Y sé que fue él.

Mila, octavo sueño

Espirales de humo dispersarían por las bocas y las chimeneas el olor de mi suicidio. Era una venganza como cualquier otra. En mi sueño había decido quitarme la vida. Fui al antiguo aserradero. Me tumbé en la mesa de corte y el disco afilado empezó a girar… Si el sueño hubiese seguido así, hubiera despertado con el primer roce de la rueda dentada, pero vino él y cortó el discurrir lógico de aquella pesadilla.

Uma, noveno sueño

Él estaba desnudo. Apoyando el codo en una pared de la habitación, se quedó erguido ante la puerta abierta y dejó que la corriente de aire que venía de afuera acariciara todo su cuerpo. Corrí a cerrar la ventana. La corriente de aire cesó. Lo miré y le dije buenas tardes. No me di cuenta, pero yo también estaba desnuda. Durante un ratito mantuve la boca abierta para que la excitación me abandonase. Tenía la saliva pesada; la cara me temblaba. Él seguía en la misma posición, contra la pared de la habitación, en el mismo lugar; apretaba la mano derecha contra aquélla y, con las mejillas encendidas, no le molestaba que la pared pintada de blanco fuese áspera y granulada, y que raspase las puntas de sus dedos.

Elena, décimo sueño

Habían enterrado a mi hija por equivocación y tenía que salvarla de aquella tierra húmeda y cautiva. Eran túneles angostos, pero suficientes para que yo pudiera arrastrarme sin dificultad. Recuerdo que el calor era insoportable y que la luz de la linterna me cegaba en la oscuridad. A medida que avanzaba, los túneles iban haciéndose más estrechos, cada vez más, hasta que tuve que decidir si seguir adelante o dar marcha atrás. Seguí. Me arrastré como una serpiente, poco a poco, prisionera, sin poder, ya, dar la vuelta, empujándome hacia delante con todos los músculos de mi cuerpo. El túnel de tierra era tan estrecho que sólo me permitía seguir hacia delante. Los dos brazos extendidos al frente, en una mano la linterna, y con la otra arañando la tierra arcillosa, abriéndome paso, cada vez más angustiada, con más desesperación, poco a poco… Pude llegar hasta la tumba de mi hija, pero no era ella la que estaba allí, era él. Me dio las gracias por haber ido a buscarlo y querer quedarme allí, con él, para siempre.

Rita, undécimo sueño

No quería ir y cada vez estaba más próxima. No quería entrar allí, tenía miedo. Alguien me empujaba, me obligaba a andar dando trompicones por aquel suelo terroso y árido. Sé que era él. Oía relinchar a las bestias… La vieja puerta de madera se abrió y pude ver cómo brillaban los ojos de los caballos en la oscuridad. Él me empujó hacia adentro y cerró. Después, el silencio absoluto; sólo el rumiar de las bestias a mi alrededor y los pies de él tras la puerta del establo. Creo recordar que los caballos comenzaron a mordisquearme los dedos de la mano y grité…

Tina, duodécimo sueño

Como un pequeño fantasma, corría desde el pasillo completamente oscuro en el que todavía no alumbraban las lámparas. Sólo lo veía a él. Se quedó, de puntillas, sobre una de las tablas del suelo de madera. Se balanceaba levemente, encandilado por la penumbra del pasillo. Quiso ocultar rápidamente la cara entre las manos, pero de repente se calmó al mirar hacia la ventana. Me dijo ven y yo fui.

Andrea, decimotercer sueño

Me veía muy vieja. Una anciana en su habitación, mirando cómo caían los rayos de sol sobre las palmas de mis manos vueltas hacia el cielo en una súplica, en una última esperanza. Sólo el silencio reinaba retado por el débil crujir de una vieja butaca de roble. Una nube cruzaba el cielo y la luz desaparecía de la habitación. Me sentía cansada.
Apareció él y tiró dos perlas al suelo: ningún sonido hubiera hecho tanto ruido. Empecé a rezar. Imploraba a Dios llena de angustia. La nube se retiró. Me vi con los brazos caídos, inertes, a los costados del asiento.

Simona, decimocuarto sueño

A tan sólo unos centímetros frente a mí, una puerta metálica obstaculizaba mi camino. Un giro de muñeca en el tirador y me encontraría con el último tramo del pasillo. Abrí la puerta con decisión. Tras ella, se encontraba él, junto a un depósito de gas licuado y, al lado, la salida del recinto que daba paso al exterior. Corrí hacia ella. Fuera, el vacío.

Azul de metileno. Segunda parte

Norberto, pensamientos no escritos

Desde mi ventana veo cómo las hojas de los árboles caen lentamente, día a día. No sé si la gente se da cuenta de que, cuando los árboles cambian las hojas, siempre quedan unas cuantas en la copa. Son las que caen en último lugar, son las que se sienten distintas, son las que, tal vez por eso, han hecho que me fije en ellas… Saben, siempre me fijo en cosas como esas, en los detalles, pues creo que son muy importantes, aunque a otros solo les parezcan pequeñeces.
Un día, cuando las amigas de mi mamá estaban hablando bajito (no sé ni cómo las pude escuchar) volvió a mis oídos aquella palabra que había escuchado hacía tiempo, aquella palabra que había escuchado y que no supe entender, la que quedo revoloteando por la mente y que me hace ser distinto de los demás... Aquella palabra que me hizo querer saber y hacerme preguntar qué era ser autista.
Ahora todo es diferente. He conseguido traer a unas cuantas amigas a mi pensamiento, a mis días, a mis noches, a mi vida. No sé cómo, quizás sólo podamos hacerlo nosotros, los diferentes… Mamá está contenta.

La madre, pensamientos no escritos

Juro que fue pura casualidad. A veces, cuanto más persigues una cosa, más cuesta encontrarla. Quizás fue un descuido por mi parte. Descubrí que el ser humano es un complejo acertijo y un soñador empedernido. No soy una sabia que aún no ha encontrado una respuesta, ni un niña que resuelve un problema cotidiano con tan sólo una palabra. En fin, que soy un ser contradictorio, guiado por la razón y la pasión, por lo cual siempre y en cada momento estoy al tanto de aquello que, aunque sea por un segundo, pueda darme o llenarme el vacío latente, con tan solo respirar el mismo aire o pronunciar la misma palabra… Él no quiso hacerles daño, lo sé… Norberto no haría daño a nadie conscientemente… La felicidad que sigue al despertar y de tener la certeza de lo que se quiere es una gran ventaja. Él no tiene esa ventaja.
Un día, hace ya muchos años, oí cómo mi vecina le decía a su hija que estaba loca porque sólo a ella se le ocurría hablar con las plantas. Pienso que lo que su hija conversara con las plantas no era asunto de la madre, ni de nadie. Siempre nos entrometemos en lo ajeno. ¿Hay algo más ajeno que los sueños? Entonces la madre le dijo: te estás pareciendo a Norberto, te estás volviendo... No quise escuchar más. No debía escuchar más… ¿Por qué le dijo que se estaba pareciendo a mi hijo? Él no habla con las plantas; es más, no habla con casi nadie, ni con nada. Ojalá lo hiciera. También he notado que la gente, cuando ve a Norberto, murmura. El ser humano tiene una habilidad única para hablar bajito. Pareciera que tenemos algo mágico o una especie de código secreto que solo nosotros podemos entender... Bastaría con echar un poco de azul de metileno en el aire para comprenderme, aunque sólo fuera un poco… Pero no quiero seguir pensando más, no podría. Se lo debo a mi hijo. No puedo quitarle el único don que tiene. Tiene que seguir así…

El padre, aclaración escrita

Mi mujer dice la verdad. Fue casualidad. Ella, igual que yo, descubrió que, si se lanza azul de metileno al aire, se captan los pensamientos y los sueños de las personas. Así lo descubrí al tropezar con el gato. En el vacío, en la nada, los pensamientos se materializan, los sueños se tiñen y cobran vida. Todo lo que han leído hasta ahora nunca había sido escrito, ni dicho o escuchado, incluidos los sueños. Lo sé gracias al azul de metileno que desde hace unas semanas lanzo por la casa. Necesitaba saber. Ahora escribo todo esto (que ustedes espero que estén leyendo) a escondidas de mi mujer y de Norberto porque, si leen ordenadamente la inicial de cada una de las chicas que soñaron con mi hijo, creo que debo hacerlo, por el bien de todos.

ROJO


Día uno

Cada día estoy más cansado, más abatido. Y triste. Siento cómo la sangre huye de mí, como si no me perteneciera. La bombilla desnuda cuelga del centro del techo en su cordón umbilical de cobre, orgánica y llena de mi propia sangre. Y yo, un día tras otro, insisto en palidecer, pero no me importa; ya no. No pretendo parar ese trasiego de hemoglobina, que al cabo del día me deja agotado: ¿acaso no quiero otra cosa que satisfacer a mi enfermedad, obligarme a seguir queriéndole? Lula... Lita... Ansío su imagen. Revelarla ante mis propios ojos. Y parar ese instante para siempre. Y fijarlo eternamente. Seguir enfermando bajo la vampírica bombilla roja de todos los días oscuros, y todas las noches oscuras... Pero con su imagen, con su rostro, con su sonrisa.

Permanezco sentado en la silla negra invisible entre tanto rojo oscuro; y quemándome los dedos en la cubeta, me quemo también los pulmones con el vapor que emana de ella. Pero allí está, va apareciendo la imagen, ¿su imagen?, que ahora es mía, y muero un poco más dentro de la gran cámara estenopeica, porque no es ella. No lo es. No. Cierro los ojos. Desaparece el rojo posado sobre todas las cosas... Respiro hondo el aire envenenado de amor imposible, mientras que mi corazón permanece parado en la otra cubeta, a la espera de que la tortura sea breve, y que después sea fijado para siempre en un milagro de correspondencia inmóvil... Pero ya no está. No está. Tampoco están los demás, que han ido desapareciendo bajo el manto purpúreo que nos invade. Ahora toda la vida está teñida de rojo.

Cuando llegaron los bermellones, tras un tiempo de estupor e indiferencia, los ayudamos a que se sintieran cómodos. Se les buscó casa, se les educó, quisimos que participaran en todos los actos sociales de la comunidad, les dimos todo, hasta nuestra propia vida, quien iba a pensar... Incluso yo hice retratos a sus hijos, para que los colgaran en sus salones y sus habitaciones. La familia Encarnada, los Carmesíes, los Escarlata.... ¡Eran tan simpáticos! Sobre todo Rosito, el pequeño bermellón de la familia Rubí, que tanto me hacía reír con su diábolo granate que giraba y lanzaba con tanta gracia ante mis ojos atónitos por tanta destreza. ¡Ay, Rosito!, ¿porqué no me advertiste del peligro?

No se por qué sigo vivo todavía, ahora que todos han sucumbido a la voluntad grana y ya nada les devolverá a la vida, aunque sé que siguen estando conmigo de diferente manera. Yo los veo en cada cosa roja que miro, los toco con mis manos, y lo peor de todo, lo más terrible: siento su olor. Cualquier cosa roja que vea son ellos, me son reflejados en una longitud electromagnética de setecientos nanómetros. A veces, empiezo a hacer fotografías como un loco, a cualquier cosa roja que tenga delante. Disparo una y otra vez con películas ligeras ortocromáticas, las únicas con las que puedo trabajar ahora, pues no son sensibles al rojo; con las otras todo me queda en un difuso tono gris, que poco a poco, con el paso del tiempo, acaban en el mismo tono rojo que planea por todos sitios y todas las formas. De nada me han servido los diferentes filtros acumulados en tantos años, pues mis fotografías quedan siniestramente vacías y sin alma...

Yo se que Lulabilia sigue en algún rincón de esta casa, pero no se dónde, dónde buscarla. El día que desapareció estaba aquí. Pasó la noche conmigo, y al amanecer se despertó muy nerviosa.

- Eleodoro... Eleodorito, despierta.

- Lita –porque yo la llamaba así-, ¿qué te ocurre?

- Creo que ya.

- No digas tonterías, los bermellones nunca nos harían nada.

- Que sí, lo noto.

- Tranquilízate, Litita. Anda, dame un beso.

- Dorito...

- Lita...

- Te quiero tanto.

- Pues no me llores, que yo también te quiero.

- Lo sé.

- No lo dudes, Litita.

- ¡Ay, Dorito, tengo tanto miedo!

- No tienes porqué.

- ¿Tomamos un café?

- Sí...

Ya no la vi más. Lulabilia desapareció mientras yo esperaba en la cama que volviera con el café. ¿Cómo fui tan tonto al pensar que los bermellones nos perdonarían la vida, si todos los demás han desaparecido dentro de cualquier objeto rojo? Y lo más injusto: siendo fotógrafo, ¡no tengo ni una sola imagen de Lita! Quiero tenerla conmigo de alguna manera, algo donde poder recordarla, mirarla... Por eso, antes de ser absorbido por la bombilla roja del laboratorio, que sé que me ha sido asignada para morir en ella, no ceso de fotografiar todas las cosas de la casa, pues en alguna está Lita, o al menos su alma. Pero cada día que pasa es peor, porque todo va volviéndose rojo y se que mi tiempo se acaba.

Día dos

Alguien llama a la roja puerta, y no me atrevo a abrir. Estoy encerrado en el laboratorio en la total oscuridad. Pienso que si mantengo la bombilla roja apagada alargaré mi vida un poco más. Si es que puede llamarse vida esta penosa agonía...

Día tres

Por la mañana:

He positivado los últimos cuarenta negativos que me quedaban por revelar: nada. Han sido cuarenta puñaladas. Cuarenta agonías de tres minutos cada una en las que iba apareciendo de todo, menos ella: una silla roja, un lápiz rojo, una lámpara roja, un peine rojo, un vaso rojo, un paraguas rojo... Todo, menos mi Lita.

Por la tarde:

Han vuelto a aporrear la puerta roja, pero no he abierto. He dejado que la bombilla roja absorbiera un poco más de mi sangre ...

Día cuatro

Ha venido Rosito...

- ¡Señor Eleodoro, señor Eleodoro!

- ¿Quién es?

- ¡Abra la puerta, por favor!

- ¿Quién eres?

- Soy Rosito.

- ¡Vete!

- ¡Quiero ayudarle!

- ¡Largo de aquí, monstruo!

- Sé dónde está ella.

Día cinco

Por la mañana:

Quizás Rosito sepa dónde puedo encontrar a Lulabilia. ¿Qué puedo perder si lo escucho? Ahora todo lo que hay en la casa es rojo. Tendría que fotografiarlo todo, y no tengo tiempo. Iré a casa de los Rubí y hablaré con Rosito. Ya no aguanto más, ni quiero.

Por la tarde:

He atravesado la ciudad de una punta a otra para poder hablar con el pequeño Rosito. Mientras andaba he ido cruzándome con los bermellones, que me miraban muy sorprendidos. Debo ser el único humano que sobrevive todavía a la plaga roja. Ha sido muy triste verlo todo rojo: las calles, los coches, los puentes, el cielo... Todo. Al llegar a casa de los Rubí he llamado al timbre carmesí de la puerta encarnada y he esperado sobre el felpudo púrpura. Ha salido la madre de Rosito y me ha mirado de mala manera con sus terribles ojos rojos. Pero ya no podía echarme atrás.

- Buenas tardes, señora Fucsia. ¿Podría hablar un momento con Rosito?

- Está tomando su jugo de cerezas y grosellas. Ahora no puede.

- Será sólo un momento.

- Es mejor que se vaya.

- Déjeme verlo, por favor.

- Le he dicho que no.

- Su hijo me ha dicho que sabe dónde puedo encontrar a Lulabilia. Déjeme hablar con él.

- ¡Váyase! Mi familia está en una situación delicada. No podemos hablar con un humano, y menos con usted, que es el único.

- ¿Por qué no pueden hablar conmigo y antes sí?

- Ahora, ya no...

- Pero...

- ¿No ve que yo no soy bermellona del todo? ¿No ve que soy rosa fuerte, y que por eso me llamo Fucsia? ¿Acaso no se da cuenta de que mi hijo Rosito es rosa pálido?

- ¿Qué quiere decir?

- ¿Tengo yo la culpa de que mi madre fuera medio subnormal y se fuera con un humano comunista, creyendo que hacía bien porque oía que le decían rojo? Por eso yo soy fucsia y mi hijo rosa. Somos híbridos, pero no tenemos la culpa.

- Quizás yo pueda ayudarles...

- No puede. ¡Váyase!

- ...si usted me ayudase a mí.

- ¡Váyase!

- Señora Fucsia, deje que...

- ¡Socorrojo, socorrojo!

- Cálmese. Ya me voy.

Por la noche:

Cuando estaba encerrado en el laboratorio dejando que la bombilla roja me quitara el resto de vida que me quedaba, sonó el teléfono. Era Rosito, que me llamaba a escondidas desde su casa. Hablaba bajito: tenía miedo de que lo descubrieran...

- Señor Eleodoro, su novia Lulabilia está en una de las cucharillas de café que usted tiene en la cocina.

Y colgó. ¡Ay, Rosito...!

Corrí hacia la cocina con mi cámara y fotografié las doce cucharillas rojas de café que tenía en el cajón. Tras revelar los negativos tuve que ir a dormir para reponer fuerzas: mañana sería el gran día. No podía seguir en aquel momento. Necesitaba un poco de paz...

Día seis

La mano me tiembla en la cubeta del revelado. Bajo la bombilla roja muevo suavemente la primera hoja de papel, mientras la miro sin quitarle los ojos ni un instante. Los haluros de plata se revelan en una simple cucharilla de café...

Los dedos remueven el líquido en donde está sumergida la segunda hoja. Espero bajo la bombilla roja hasta que una cucharilla de café aparece ante mí...

Ahora meto dos hojas en la cubeta, y mantengo la respiración bajo la bombilla roja que me sustrae la vida. En la hoja de encima se adivina una cucharilla de café. Les doy la vuelta y en la de abajo se descubre otra cucharilla...

Desesperado, sumerjo tres hojas en la cubeta del revelado: tres nuevas cucharillas de café se manifiestan bajo la rojiza luz de la bombilla asesina...

Exhausto, empapo cuatro hojas a la vez. Espero tres minutos: cuatro cucharillas se declaran ante mis ojos, una detrás de otra, mientras que mi alma sube a la bombilla roja...

Ya sin fuerzas, baño la última hoja, que si Rosito no me ha mentido, tiene que ser mi Lita...

Mientras la hoja nada en la cubeta, la vida se me escapa. A través de un fino hilo rojo de sangre, asciendo hasta el interior de la bombilla roja. Sin darme cuenta, he muerto, y veo la cubeta donde se revela la última hoja desde mi ataúd escarlata... Y es ella. Es Lulabilia, mi Lita. Apenas un metro y medio me separan de la cubeta y no puedo hacer nada para parar el revelado. Nada: sólo observar unos segundos la imagen de Lulabilia antes de que los haluros de plata queden totalmente ennegrecidos, y no vuelva a ver su rostro nunca más: sólo una hoja negra que con el tiempo, seguro se tornará roja como todo.

¿JUGAMOS?


Existe un hombre que dormía con sus brazos, y que al amputárselos quedó despierto para siempre...

Ese hombre soy yo. Nunca pude mantener los brazos quietos, siempre tenia que estar haciendo algo con ellos. Desde los hombros hasta la punta de los dedos. Me gustaba señalar con los cinco dedos, no con los cinco a la vez, sino por separado, uno por uno, aunque dependía del caso. Así, en una noche estrellada, mi dedo meñique podía apuntar hacia una estrella, y después, por ejemplo, el pulgar de la otra mano podía señalar hacia cualquier otra. En cambio, si lo que quería era señalar, pongamos por caso, la constelación de Géminis, apuntaba con todos los dedos de una mano con el brazo estirado intentando acaparar aquel conjunto de estrellas. Pero lo que más me gustaba señalar era la Vía Láctea, porque me permitía extender los dos brazos y moverlos a través de ella como las alas de una mariposa, mientras mis dedos recorrían la banda celestial como si fueran tentáculos independientes, apéndices incontrolados por el nerviosismo que me producía el hecho de poder moverlos libremente. Todo esto lo podía hacer antes, cuando vivía en casa, en la buhardilla, pero ahora vivo en una habitación con paredes de algodón, y no puedo ver el cielo, ni sus estrellas. Es imposible que pueda mover los brazos, porque no los tengo...

De vez en cuando viene un hombre y me observa. Me hace preguntas que no contesto. No me fío...

Mamá siempre me quiso mucho, incluso ahora, cuando viene y me mira a través del cristal de la puerta blanca, veo cómo llora a causa del amor que siente por mí. Yo sé que ella nunca dejó de quererme. Permanece unos minutos observándome hasta que viene alguien y se la lleva. Viene cada semana. Los domingos, creo, pues desde que estoy aquí he perdido un poco la noción del tiempo, pero estoy casi seguro de que es el domingo cuando viene y me mira con amor... Ella me mira. Yo la miro y le sonrío, y ella llora y se va. Papá no viene, o sí, pero no se asoma a la ventanilla. Quién sabe si no es él el que se lleva a mamá de mi vista. Papá siempre fue invisible, o quizás era que nunca le presté demasiada atención Yo sé que nunca me perdonó lo de Matilde. Papi, perdóname. Aquellos brazos que no podía manejar debidamente... Matildita era su preferida, al igual que mamá me escogió a mí, papá la escogió a ella. Cuando yo era pequeño mamá intentaba abrazarme y no podía, porque no dejaba de mover los brazos. ¡Mi molinillo!, me decía. Yo no es que no quisiera que mi madre me abrazara, es que no podía dejar de mover los brazos. He deseado tanto que mamá me abrazara sin problemas. Muchas noches, mamá entraba a hurtadillas, cuando yo estaba dormido y quieto, para abrazarme dulcemente, hasta que me despertaba y comenzaba a agitar las extremidades muy alegre. No me revolotees, Luzmilo, no me revolotees, me decía riendo, aunque en realidad estuviera triste por no poder seguir estrechándome contra su cuerpo.

Cuando viene el hombre blanco y dice que es mi amigo y que sólo quiere ayudarme, pero todavía no estoy preparado, y me pide paciencia, yo no le contesto, ni le miro, ni tan siquiera intento escucharle... Pronto, Luzmilo, me dice, pronto podrás mover tus brazos...

Cuando nació mi hermana Matilde yo tenía cinco años, y papá se apartó de mí definitivamente. Yo quería mucho a mi hermanita Matilde, pero nunca me dejaban demostrarlo. Me mantenían apartado de ella. Lo que pasa es que siempre he sido tan nervioso, tan impulsivo... Recuerdo que nunca me dejaban solo con ella, por miedo no sé a qué, porque yo la adoraba, yo la quería como el que más. Cuando papá no estaba en casa, mamá me dejaba acariciarla, pero sólo con los pies, pues tenía miedo de que pudiera hacerle daño sin querer. Luzmilo, me decía acercándome a la cuna y sujetándome por la cintura, ahora puedes, pero ten cuidado, y no vayas a contárselo a papaíto, ¿eh?, venga, con cuidado. Entonces yo, tocaba con los dedos de los pies a mi hermanita Matilde, moviendo los brazos a un lado y a otro totalmente excitado. Ya está, mi amor, ya está, me decía mamá retirándome de la cuna, mientras que yo intentaba seguir rozando la suave piel de mi hermana con la punta de los dedos hasta el último momento...

Cuando Matilde cumplió los tres años, papá decidió encerrarme en el desván. Yo oía llorar a mamá todas las noches, rogándole a mi padre que me dejara salir de allí, que era sólo un niño, que ella misma me vigilaría día y noche, que no iba a pasar nada, que no estaba bien tenerme encerrado como a un animal, por Dios y por la Vírgen... Pero papá estaba decidido a no dejarme salir nunca de la buhardilla. Decía que no era normal y que podía hacerle daño a Matildita; incluso, un día amenazó a mamá con encerrarla conmigo. Y mamá lloraba... Era lo único que no me dejaba dormir: los gemidos de mamá por las noches. Aquellos sollozos que se me metían en el sentido. Lo único, porque yo, por otra parte, estaba feliz de poder mover los brazos día y noche sin que nadie me dijera: estate quieto, Luzmilo, estate quieto de una vez.

Mamá trataba de mantenerme ocupado con cualquier cosa. A primera hora de la mañana dejaba que yo moliera el café. Era uno de mis pasatiempos preferidos, porque me permitía girar los brazos al compás que yo mismo le imprimía a la manivela del molinillo de café. O hacer la mayonesa, por lo mismo, aunque a veces lo ponía todo manchado de aceite y huevo, porque no había un eje que me limitara y me permitiera hacer un movimiento uniforme y continuo, como el que tenía el molinillo de café. Y es que muchas veces mis movimientos eran incontrolables. Me dejaba llevar, arrebatado. Como aquella noche, Matilde querida...

Cuando entra a la habitación el hombre que dice ser mi amigo y que quiere ayudarme, yo me preguntó por qué, por qué quiere ayudarme, si no lo conozco de nada. Me dice: hola Luzmilo, hoy te veo muy bien, espero que cooperes, sino no podré ayudarte. Ayudarme, ¿a qué?, me pregunto, ¿Qué es lo que quiere este hombre de mí? ¿En qué debo cooperar? Yo nunca le contesto, ni tan siquiera me muevo, ni lo miro, no me fío de él... Dice que sí que tengo brazos, pero es mentira, yo no me los veo, me los han amputado. Si los tuviera, estaría haciendo remolinos en el aire...

Matilde, hermanita, no debiste subir aquella noche al desván. Fíjate lo que pasó, así, sin querer. Sólo por quererte tanto. Demasiado. Y tú también me querías a mí, porque de lo contrario no hubieras subido. Me acuerdo. Perfectamente. Tus ojos escrutando a través del resquicio de la trampilla del desván, apenas entreabierta, apoyada sobre tu cabeza. El hilillo de voz que de tus labios salía para no despertar a papá ni a mamá, por que sabías que estabas haciendo algo prohibido. Traviesa Matilde... Luzmilo, me susurrabas, Luzmilo, ¿estás ahí...? Y yo no sabía si responderte o no, aunque no hacía falta, pues tú ya vislumbrabas en la oscuridad de un rincón el movimiento nervioso y delator de mis brazos. Y entraste...

A ver, Luzmilo, me dice el hombre blanco, ¿recuerdas lo que pasó aquella noche?

Papi, yo no quería. Lo que pasa es que no pude controlar el cariño que sentía por Matilde. Amor es lo que siempre me ha sobrado... Ahora que no tengo brazos, ¿podrías quererme como siempre me ha querido mamá? Ahora que no puedo dormir, sueña tú por mí, ahórrame las pesadillas de soñar despierto y que no me dejan dormir. Quiéreme como quisiste a Matilde. Papá, ahora que ya no tengo brazos...

Aquella noche entraste en la buhardilla como si lo hubieras hecho todas las noches, y me preguntaste, ¿jugamos? Entonces yo aceleré el movimiento de los brazos. Pura excitación por tu presencia. Estabas allí, conmigo. Papá y mamá durmiendo. Tú y yo despiertos entre las tinieblas del desván. Fuiste un ángel sin alas...

Hoy es el día, Luzmilo, hoy es el día, me dice el hombre blanco. Y yo me pregunto: ¿hoy es el día para qué, si ya no distingo el día de la noche en esta habitación de algodón?

Primero jugamos a las palmitas y tú te reías tanto, Matildita querida. No parabas de reír. No podías seguir el ritmo de mis manos y acababas tirada en el suelo de vieja madera muerta de risa. Y me decías: otra vez, Luzmilo, otra vez. Y empezábamos de nuevo.

Mamá, ¿por qué cuando vienes me miras a través de la ventanilla de cristal que hay en la puerta? ¿Por qué no entras y me abrazas ahora que puedes, ahora que ya no puedo revolotear, como tú decías? ¿Quién es el hombre invisible que siempre te aparta de mi vista? ¿Es papá?

Después de jugar a las palmitas, me enseñaste a jugar al Antón pirulero. Yo lo aprendí muy rápido, y siempre te ganaba. Pero tú no te enfadabas, al contrario, no parabas de reír, y yo me reía contigo... Cada cual, cada cual, que aprenda su juego...

Hoy es el día, Luzmilo.

Y el que no lo aprenda, pagará una prenda. Antón, Antón, Antón pirulero...Yo pagué la prenda mas cara, la más querida. No debí de enseñarte las estrellas...

Ven, Luzmilo, hoy es el día, me dice el hombre blanco, voy a desabrocharte la camisa... Yo no veo botones en la camisa...

Encaramados en el alféizar del ventanuco del desván, yo te enseñaba las estrellas señalándotelas con los dedos: esta, Matilde, es la estrella Polar, ¿la ves? Esa es Régulo, aquella es la constelación de Casiope, ¿ajá? Y la de más allá es la de Pegaso, ¿sí? Sí, Luzmilo, me decías, las veo, las veo...

El hombre blanco me ha quitado la camisa sin botones. No me lo puedo creer, pero es verdad que tengo brazos. Pero están muertos, no se mueven. Yo seguiré sin poder dormir. Quién sabe si no estoy dormido permanentemente en la pesadilla de estar viendo a mi querida hermanita Matilde volar como un ángel sin alas, por culpa de estos brazos míos que no pudieron evitar el empujar su cuerpo al vacío.