LA QUIETUD

Para que desde un principio delimiten la magnitud de lo que voy a contarles y después no digan que les llevo a engaño, sepan que desde que Martti Ahtisaari pudo distinguir las luces de las sombras, o sea, desde que vio los peces de colores suspendidos sobre su cabeza moverse en un vacío que no comprendía, fue, como digo, en aquel momento, cuando en su pequeño cerebro se posó, para no marcharse nunca más, la quietud de la ataraxia. Martti dormía plácidamente una mañana de no importa qué mes ni año, cuando una ligera brisa entró por la ventana abierta de su habitación. De no ser por los hilos que los sujetaban, aquellos indefinidos peces de colores hubieran nadado por el aire a través de la imperceptible lluvia ácida, que como un sutil veneno, impregnaba la vida de toda la región. Su madre, Tarja Halonen, intentó arreglar su despiste de manijas y cerrojos, e irrumpió como un reno salvaje en la habitación del bebé para cerrar las enemigas hojas de la ventana, que la apuntaban, de par en par, como la culpable de cualquier mal que pudiera afectar a su hijo. Ella no tenía la culpa, pero llegó demasiado tarde. Martti ya había abierto los ojos y observaba aterrorizado los salmoncillos de papel moverse involuntariamente, convirtiéndose en tiburones que dentelleaban  su corazón y acotaban su razón entre unos límites tan concretos y únicos como su propia vida, como esta historia. No fue por la conversión de los peces de contracorriente a animales marinos de bajo fondo. Tampoco la brisa helada. Para que me entiendan, fue la luz de un pez abisal lo que trastocó el ser de Martti. El movimiento. La serenidad rota. La tranquilidad perturbada por lo imprevisible... Tarja Halonen lo intuyó. Quitó la tachuela amarilla que un mes atrás ella pensó que serviría de sol. Un sol visto desde las profundidades oceánicas. Una tachuela amarilla clavada a un techo azul por la que descendía un hilo transparente que se bifurcaba, caprichoso, con la ayuda de finos alambres, que a su vez chorreaban otros hilos. Era como una cascada de lágrimas insensibles acabadas orgánicamente. El final de los hilos atravesaba el papel de los cuerpos, quizás demasiado planos, de los peces de colores. En definitiva, Tarja quitó el móvil suspendido sobre la cuna de Martti y salió de la habitación. Después, cuando esperaba en vano a que su marido volviera, Tarja lanzó la araña infantil en el suelo del salón y lloró más lágrimas que hilos desparramados, mientras las ramas de los abedules plateados golpeaban, furiosas, los cristales e impedían que oyera su propio llanto. Ajena a todo lo que no fuera su propio dolor, su hijo Martti continuaba sufriendo desde su habitación, mientras veía el movimiento de los árboles a través de la ventana, ya cerrada. Vaïnö Sillampää, su padre, jamás volvió. Desde aquel día de tormenta y separaciones, Tarja no pudo acunar a su hijo. Las oscilaciones de la cuna eran como una marea violenta en el sentir de Martti, una mar brava que lo ahogaba y no le dejaba respirar. No toleraba el movimiento y Tarja tuvo que serenarse paulatinamente hasta parecer una estatua viviente. Durante años estuvo andando despacio para no alterar a su hijo, culpable por la ausencia del padre que no quiso saber más de ella. El tiempo se asentó, sumiso, en la vida cotidiana de ambos hasta que de tanta tardanza, de tanta parsimonia, de tanto silencio y vida pausada, Tarja murió mientras dormía en la quietud de un sueño sedentario. A la mañana siguiente, cuando Martti vio el cuerpo inmóvil de su madre sobre la cama, tuvo una sensación de perfección que hasta entonces nunca había tenido. En aquel mismo momento, Vaïnö Sillampää murió, aún más, dentro de su propia muerte, cuando vio, como sólo un muerto puede ver, lo que hacía su hijo. Acabó por hundirse en las oscuras aguas del lago que lo acogió quince años atrás, el mismo día en que Tarja descolgó los peces suspendidos sin saber que su marido se congelaba mientras pensaba en ella. Aquella fue la primera vez…

LA CHICA QUE LLORABA TROCITOS DE MADERA

La ópera de Händel estaba siendo estupenda. Ella no quería llorar, y menos aún trocitos de madera. Pero era tanto el dolor y era tanta la desdicha que veía (y oía) en el escenario, que por mucho que intentara reprimirse, acabaría haciéndolo al final de la función, mientras se tapaba el rostro con el abanico semiabierto. Cuando acabó el clamoroso aplauso y cesaron paulatinamente los exaltados bravos del público, Perlita, que así se llamaba la chica, cerró bruscamente el abanico con un enérgico golpe de muñeca y suspiró mientras bajaba la cabeza. Fue entonces cuando se dio cuenta de la cantidad de virutas que había en su regazo y se las sacudió rápidamente ayudándose con las puntillas del borde del abanico. ¡No podía creer que hubiera llorado tanto!
–Señorita, no tenga vergüenza. Yo también he llorado –oyó Perlita que alguien le decía.
Perlita dio un respingo y giró la cabeza a un lado y a otro. A su izquierda, a lo largo de siete butacas, reposaba un gran cocodrilo con monóculo.
–Perdón, ¿le conozco? –entornó los ojos Perlita.
–No, no me conoce –le contestó el cocodrilo–, es que no he podido evitar verla llorar y  creo que es algo de lo que no tiene que avergonzarse.
–Déjeme en paz. ¿Qué le importa a usted si lloro o dejo de llorar? –intentó zanjar Perlita la conversación.
–La he visto llorar trocitos de madera y me ha llamado la atención. Usted debe sufrir mucho cuando llora, ¿verdad? –se interesó el cocodrilo, amable.
–Pues a mí me llama la atención ver a un cocodrilo en El Liceu –le contestó despectivamente Perlita, mientras abría el abanico (Raasshhh) de un manotazo.
–¿Y por qué no? Tengo derecho. Mi dinero me ha costado –le replicó el cocodrilo.
–Y a mí –dijo Perlita, abanicándose airadamente–. Y de derechos, mejor no hablar –continuó, quitándole la mirada y mirando hacia el techo.
–Bueno –se quitó el monóculo el cocodrilo–, fíjese que me ha costado siete veces más que a usted –sacó un pañuelo blanco de uno de los bolsillos de su frac–. He tenido que comprar siete asientos y usted sólo uno para poder ver la representación –limpió el monóculo con el pañuelo–. Eso dice mucho de mí. Realmente, tiene que interesarme mucho una obra para semejante gasto, ¿no cree? –volvió a ponerse el monóculo.
–Lo que yo crea o deje de creer no es asunto suyo. Ahora, si me permite–Perlita hizo ademán de levantarse de la butaca, pero por alguna razón, no lo hizo.
–Señorita, no se ponga usted así. Yo sólo quería solidarizarme con usted, pues le creía una persona sensible –dijo el reptil con voz suave–. La vi llorando tan desconsoladamente al final del último acto que…
–Que, ¿qué? –le desafió Perlita.
–Bueno –intentó calmarla el saurio–, ya le dije antes que yo también he llorado durante la representación y…
–¿Llorar? –cortó Perlita al cocodrilo– ¡No vaya usted a comparar! Lo suyo no son más que lágrimas de cocodrilo. Sus lágrimas no valen nada.
–Mis lágrimas y sus lágrimas, lágrimas son si se lloran con el corazón –le dijo el cocodrilo a Perlita intentando llevar a buen puerto la conversación.
–¡De ninguna manera! ¡Las mías son de madera! –le contestó, mientras se daba golpes en el pecho con el abanico.
–Que yo sepa, nadie llora madera excepto usted y es por eso que… –intentaba guardar la compostura el anfibio.
–¡Hum! –se cruzó de brazos Perlita y dio la espalda al cocodrilo.
–Señorita, con todos mis respetos, me parece usted un poco intransigente y caprichosa –se aventuró a decirle a la chica.
–Me da igual lo que pueda parecerle a un ridículo cocodrilo con monóculo –le contestó Perlita en el tono más despreciativo que pudo.
–Está visto que… –empezó a decir el caimán.
–¡Ande y váyase al Nilo, cretino! –le gritó Perlita al cocodrilo, mientras se levantaba  y le daba en la cabeza con el abanico.
El monóculo del cocodrilo cayó al suelo y se rompió junto a las lágrimas que Perlita se había sacudido al final de la función. El cocodrilo pensó: “lágrimas de madera, lágrimas de cristal”. Perlita también pensó lo mismo. Los dos se pusieron a llorar al unísono.