ENTRE LILAS


-Perdón, ¿cómo me ha dicho usted que se llamaba?
-Alberto Hernández Esplugues.
-Y, ¿lo que me ha dicho es verdad?
-Totalmente.
-No me estará engañando...
-Eso, nunca lo haría; y mucho menos bromearía con algo tan serio. Ahora, si me permite, tengo que irme. Tengo otra mala noticia que dar y una novela a medio terminar.

A principios del 2008 (el 13 de enero, para ser más exactos), Alberto encontró encima de su escritorio la siguiente esquela:

Olga Figuerola i Nualart, vídua de Alberto Hernández Esplugues, ha mort cristianament a Barcelona, a l’edat de 87 anys, el dia 9 de setembre de 2006...

Alberto no recordó haberla visto antes y se preguntó cómo había ido a parar allí; pero no quiso darle importancia y salió del estudio para dedicarse a su pasatiempo preferido: el cultivo de lilas. Aquella tarde no le apetecía escribir.

Alberto decía que era escritor cuando le preguntaban a qué se dedicaba. Y no mentía; había escrito tres novelas: Sepan ustedes que no soy un caballero, de trescientas cincuenta y dos páginas; Con el agua hasta el cuello, de doscientas páginas, y la más ambiciosa, Por el camino equivocado, de casi ochocientas páginas. También había escrito centenares de poemas desde la adolescencia, de los que seleccionó setenta y cuatro para su poemario Mi vida al límite, el cual constaba de cuatro partes: Una rueda como volante, la primera, que trataba sobre los peligros que supone el azar en las relaciones con mujeres de rompe y rasga, de veinte poemas de no más de treinta versos; Sobran las noches, la segunda, sobre sus noches solitarias y melancólicas, de quince poemas de rima asonante y sesenta versos cada uno; Desfases y desacuerdos sublimes, veintidós poemas libres sobre la dualidad de las personas queridas, y por último, Amaneceres entrópicos, diecisiete poemas que trataban sobre su vida sexual. De toda la obra citada, nada fue publicado. Nada. Pero eso no quitaba que no fuera escritor; no remunerado, pero escritor al fin y al cabo. Realmente, Alberto se ganaba la vida dando malas noticias y, en sus pocos ratos libres (según él, cuando no se dedicaba a escribir ni a dar malas noticias), a cultivar lilas (no pavos o insípidos, ni gente insustancial, sino flores).

A Alberto lo llamaban para que dijera a la señora del abrigo de piel de zorro que, sintiéndolo mucho, ya no quedaban zapatos de color crema de la talla siete y, en los restaurantes, para comunicar a los matrimonios de mediana edad y aspecto dudoso que, si no tenían reservas, no les podían dar una mesa, pues todo estaba completo y en esos momentos nadie estaba tomando el postre... Por las mañanas, en el centro comercial, tenía que repetir varias veces que se había agotado el último libro de la periodista de moda, y por las tardes, sino escribía, cuidaba de sus lilas.

Aquel domingo por la tarde, 13 de enero de 2008, estaba vaciando todas sus macetas y revisando con cuidado cada brizna, cada hoja y cada terrón de tierra que sacaba. Había empezado sobre la mesa metálica de siempre, pero hacía un buen rato que la tenía totalmente llena de tierra oscura y flores aplastadas, y ya no sabía cómo seguir. Pensaba en la esquela que se había encontrado encima del escritorio... Se sintió nervioso y algo perturbado. Algo había leído en aquella esquela que le hacía sentirse así, pero no sabía qué. Aquella sensación era rara en él, pues estaba acostumbrado a afrontar todo tipo de contratiempos, alguno de ellos muy difíciles. Como le ocurrió la semana anterior, cuando tuvo que ir al hospital para dar una mala noticia: una funcionaria de correos, después de un parto sin demasiadas complicaciones, había tenido un niño azul. Los médicos no se lo habían dejado ver a la madre ni al padre, y habían llamado a Alberto para pedirle que, por favor, viniera lo más pronto posible y fuera él quien informara a los padres de la noticia. Alberto, que en aquellos momentos estaba trabajando en su próxima novela (Soy más hombre de lo que tú nunca llegarás a ser y más mujer de lo que nunca llegarás a conseguir era el título provisional), salió corriendo hacia el hospital. Al llegar, en una sala de paredes blancas y llena de médicos en bata, unas verdes y otras blancas, se encontró a una enfermera con moño, bastante pálida, con el niño azul en brazos... Poco antes, la enfermera había tenido un ataque de nervios al ver al niño azul. Ella estaba acostumbrada a los niños sonrosados y no pudo con aquello. Había visto bebés rojo intenso y blanco rojizo, rojo pálido y blanco inmaculado, pero nunca azules. Era superior a sus fuerzas... Aquella tarde, delante de la parturienta todavía mareada por la anestesia y de un padre que mascaba chicle sin parar, Federica, que así se llamaba la enfermera, no supo cómo decirles que su hijo no era sonrosado como el recién nacido de la habitación de al lado. Les dijo buenas tardes, y también que el niño estaba sano y que se lo llevarían tan pronto le hubieran hecho los últimos análisis. Y no se le ocurrió nada más que decir... Por eso tuvieron que llamar a Alberto, todo un profesional dando malas noticias. Y Alberto miró primero a Federica (blanca como el papel) y después al niño, más que nada para comprobar si era cierto o no lo que le habían dicho minutos antes por teléfono. Y, sí: no estaba morado ni congestionado; era azul, sólo azul. No como las fichas azules de parchís o como las canicas azules, ni como el mar azul que sale en las postales o en las ensaladeras de plástico que se regalan como souvenir a las personas que odiamos tras unas vacaciones en cualquier pueblo costero. Era sólo azul. Azul sin más. Y Alberto tenía que decírselo a los padres... El ginecólogo jefe de maternidad señaló al niño (todavía en brazos de la enfermera, ya más tranquila, al ver a Alberto) y luego una puerta, tras la cual esperaban la funcionaria de correos y su marido (abogado en paro, dicho sea de paso). Alberto entró en la habitación con total serenidad. Los padres del niño azul lo miraron angustiados, pues sospechaban que algo raro pasaba. Alberto hizo su trabajo:

-Tienen ustedes un niño azul precioso –les dijo; y salió de la habitación, mientras la cartera lloraba amargamente y el jurisconsulto en paro pensaba en cómo denunciar al hospital.

Pero ese domingo por la tarde, Alberto tenía toda la mesa llena de tierra oscura y flores aplastadas, y aún le quedaban varias macetas de lilas que vaciar. Podía recogerlo todo y tirarlo a la basura, o podía sacar la mesa plegable que le regaló su madre y que guardaba en el trastero, pero tenía prisa y no quería entretenerse. (¿Prisa para qué? Pues no lo sabemos.) Sólo le quedaba tirarse al suelo y continuar bajo la mesa. A Alberto le pareció una buena idea. Ahora, bajo la mesa, rodeado de tierra y de lilas aplastadas, recordaba el momento del hospital, y lo fácil que le resultó su trabajo. ¿Por qué ahora no le era tan fácil? Su prestigio ante las dificultades caería en picado. No lo volverían a llamar de los teatros para decir a los intelectuales que habían cambiado Hamlet por un musical de tipo Broadway, ni de las tiendas de moda para decirles a las chicas que no vendían tallas superiores a la cuarenta... Se agobió de tal manera, que recogió toda la tierra y todas las flores, y las tiró a la basura. Después, comprendió el motivo del bloqueo: la esquela.

¿Cómo era posible que después de más quince meses nadie le hubiera dicho que su mujer había muerto? Y lo que era peor: ¿Cómo es que nadie le había dicho que él ni existía desde no sabía cuándo? Eran muy malas noticias.

-Alberto, tu mujer murió el nueve de septiembre de 2006. Y tú, un par de años antes –se dijo a sí mismo, profesionalmente.

PLUMBUM


Después de largo tiempo esperando, la estridente sirena sonó traspasando los oídos de los trabajadores. Saturnino subió las escaleras de tres en tres, veloz, impulsándose con los brazos enérgicamente y fue el primero en llegar a los vestuarios. Estaba harto de todo y de todos.

(Supe que había muerto en el momento en que presencié mi propio entierro. Hasta entonces pensaba que sólo era un sueño. Pero no, no lo era. Aquellas escenas perturbadoras que veía, no sin cierto regocijo, eran de verdad. Tan reales como toda mi anterior vida, incluso más, ahora que lo real no debiera existir para mí.)

Frente al espejo se lavó las manos con aquel jabón basto y apenas se enjuagó la cara con el agua fría que todavía no había tenido tiempo de calentarse. Justo antes de que el primer chorro tibio saliera del grifo, Saturnino giró el volante y el agua cesó. En aquel momento los demás trabajadores llegaban en tropel a los vestuarios.

(Hubiera querido morir de otra manera. No sé cómo decirlo, algo así como más novelesco, más de película. De ese modo hubiera quedado en el recuerdo de todos los corazones, por siempre, para siempre. Pero tuve que perecer mientras dormía y dudo que alguien se acuerde de mí dentro de unos pocos años. No quiero decir que muriese de pronto, de un infarto o cualquier otro problema súbito que mi cuerpo no pudiera controlar. Al contrario, mi cuerpo estaba enfermo desde hacía muchos años. Sin yo saberlo iba muriendo cada día un poco… Sí, ya sé que todos morimos cada día un poco, pero yo estaba enfermo. Además, con el tiempo estarán todos aquí. Yo los espero. No es que los vaya a ver físicamente, pero seguro que los veré de la misma manera que me encuentro yo ahora. Será entonces cuando no tengamos nada que decirnos.)

Saturnino introdujo su llave en la cerradura de la taquilla número veintisiete y abrió la estrecha puerta metálica. Sacó una toalla azul celeste y se secó las manos y la cara con fruición. Después colgó la toalla del mismo gancho del que la había cogido. Suspiró y se sentó en la banca de madera comunal frente a su taquilla. Aquel olor a sudor varonil del vestuario, mezclado con el vapor de agua de las duchas y el de la propia fábrica, le desagradaba enormemente.

(La última noche de mi vida fue de lo más normal. Nadie hubiera dicho que en aquella misma noche la vida huiría de mí. Ni siquiera la portera… Creo que soñaba en el momento de morir porque aún recuerdo aquel sueño donde las olas mecían mi cuerpo en la orilla de una playa, un amanecer cualquiera de un día sosegado… Pero ahora que lo pienso con calma creo que casi toda mi vida ha sido un sueño. A veces, hasta me parece que esta dimensión para vosotros desconocida en la que me encuentro ahora es mucho más verdadera que mi antigua vida biológica. Ahora ya no estoy enfermo. Estoy muerto. Estoy empapado de paz.)

Sentado en la banca e intentando respirar lo menos posible, Saturnino se inclinó hacia delante y comenzó a desacordonarse las botas, pero no llegó a quitárselas. Se puso en pie y bajó la cremallera de su mono de trabajo hasta un poco más abajo del ombligo. Fue en aquel preciso momento cuando ayudándose con el pie contrario se descalzó. Se agachó, cogió las botas sucias con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, volvió a levantarse, alzó el brazo diestro con el dorso de la mano izquierda contra la parte baja de la espalda, y puso las botas sobre la taquilla, en lo alto.

(Mi enfermedad fue tan larga como ligera. Fue gris, como lo que la causó. Una banda de sulfuro de plomo en las encías y en la mucosa labial, de color gris azulada, negruzca, me daba un aspecto de marciano saturnino, como un Galileo sin telescopio. Una vida de volframio dando vueltas en la órbita de Titán o de Rea, convertido en un disco de plasma de hidrógeno y oxígeno con el número atómico ochenta y dos impregnando todo mi cuerpo.)

Saturnino movió sinuosamente los hombros y el mono de trabajo se deslizó cayendo hasta los tobillos. Volvió a sentarse en la banca y terminó de quitárselo. Después hizo una bola con la ropa y la lanzó dentro de la taquilla donde permanecería hasta el día siguiente hecha un guiñapo. Empezó a rebuscar en la oscuridad de la taquilla. Descolgó de la percha un pantalón vaquero y una camiseta negra y desgastada. No se cambiaría ni el calzoncillo ni los calcetines.

(Yo sé que se puede soportar cualquier verdad por muy destructiva que sea. Por eso soporto mi muerte. Además, dentro de esta verdad que es mi muerte hay tanta vitalidad como la esperanza a la que ha sustituido y que era la que yo tenía antes de llegar a esta nueva dimensión. Es fácil de entender: siempre tuve una necesidad de deshonor, como si hubiese sido el hijo de un verdugo. No sé si me entienden, pero inténtenlo, hagan el esfuerzo…)

Saturnino miró el agujero de uno de sus calcetines por donde le salía el dedo gordo del pie. Engurruñó el dedo y tiró de los bordes del agujero para tratar de esconder aquella uña y aquel trozo de piel que se hacía notar demasiado. No quería que ninguno de sus compañeros vieran la tristeza de un dedo con la uña quizás demasiado larga, rasgadora de tejidos, ganzúa de caminos hacia la ignominia, infame y traicionera. Saturnino miró hacia un lado y hacia el otro no fuera el caso que alguien lo hubiera visto. Vio cinco espaldas y cuatro culos, uno gordo y los otros tres enjutos, una axila, dos penes pequeños y arrugados, dos pechos hirsutos y todavía mojados, una toalla en el suelo, un calzoncillo sucio y minúsculo sobre una de las bancas, varios lunares, varias pecas en constelaciones, cabellos húmedos, labios que hablaban y que gritaban, un fluorescente apagado y cuatro encendidos, la pared desconchada, el techo de placas de amianto sucio, cuatro hileras de taquillas, unas abiertas, otras cerradas, y el vapor que desprendía el agua de las duchas del fondo. Nadie había visto el dedo deshonesto. Todos estaban inmersos en la impúdica labor de mostrar la carne como en un matadero de cerdos.

(La parálisis radial sobrevino de manera natural, pues nunca tuve la intención de mover demasiado mis extremidades. Brazos plúmbeos y piernas saturninas con peso de plomo y corazón ligero. Tumbado en el sofá mis párpados de bismuto se cerraban bajo la pleamar de luz solar, hasta que quedaba dormido y soñaba con mares de mercurio bajo un cielo literalmente de cobre. Como cuando perdía la memoria y los demás me miraban atónitos y me preguntaban: pero, ¿cómo es posible que no te acuerdes? Y yo les respondía que el cretinismo no sólo afectaba a los recién nacidos, y que, por favor, miraran si todavía quedaba algo de níquel en la nevera, pues necesitaba un trago ipso facto.)

Saturnino se puso los pantalones haciendo equilibrios: de puntillas, primero un pie, luego otro, y alzó las perneras, ya con los dos pies en el suelo, hasta la entrepierna, acomodándoselos después en la cintura. Se abrochó de arriba abajo los botones y se ciñó el cinturón de cuero negro. Mientras se pasaba una mano por la cabeza con la intención de arreglarse un poco el pelo, la otra cogía el desodorante de dentro de la taquilla. Aún sin haberse duchado, Saturnino se pasó el rolón suavemente, presionando ligeramente contra las axilas la bola, con un movimiento circular y perfecto. Saturnino seguía con el dedo encogido, como cuando se te encoge el corazón por la pena de tantas y tantas miserias.

(Me aumentó la presión arterial, tuve vómitos, estreñimiento, pero lo peor de todo eran aquellos dolores espasmódicos del epigastrio, en el abdomen... Aún así, no me creía enfermo, me creía diferente... Los trastornos de la marcha y la visión también me hacían pensar que yo era complejo, disímil y divertido. Recuerdo aquella vez en la que, creyéndome en Londres, explicaba a los vecinos de un pueblo murciano, que el Big ben me parecía maravilloso, cuando en realidad les señalaba el campanario desmochado de la iglesia del pueblo. Ellos reían, y yo pensaba que era mentira que los ingleses fueran serios y rectos, mientras bebía un vino de Jumilla casero pensando que era absenta, pues era ajenjo lo que había pedido, ya que a ratos también me creía en el París canalla y cancanero de hace cien años.)

Antes de ponerse la camiseta, Saturnino sintió un calambre en el pie: había tratado de esconder el ignominioso dedo demasiado tiempo y ahora la lógica de la mala suerte hacia acto de presencia. Disimuló y se sentó de nuevo en la banca intentando que las facciones de su cara no dieran ninguna señal de dolor. Saturnino hierático… Con las manos apoyadas en las rodillas y con la cabeza baja Saturnino cerró los ojos y apretó la mandíbula. Si se pudiera describir la palabra que cercó su mente y que de sus labios salió como un susurro incómodo, sería así: hucggmmmmmiuufff-sssss.

(Tuve lesiones renales debido a la hipertensión. También gota saturnina. Pero lo que realmente me mató fue la encefalopatía. Sí, eso fue lo que me mató, una lesión cerebral. En un principio pensé que los espasmos vasculares, la cefalea, los mareos, la hiperexcitabilidad, el insomnio, el temblor, y los transtornos visuales (amaurosis fugaz para aquellos que quieran saber el nombre científico) eran propios de mi carácter. Por eso aquellos mares metálicos y cielos marcianos. Me desangraba contra las olas macizas a cada brazada plúmbea que daba.)

Puso un pie encima del otro e intentó destensar el músculo contraído haciendo presión contra el suelo. Entró la última remesa en las duchas y Saturnino continuaba con la risa sardónica por el dolor, como si en vez de una contracción hubiera desarrollado un tétanos mortal. Giró la cabeza y comprobó que los sucios y minúsculos calzoncillos que había visto antes sobre una de las bancas habían desaparecido. Echó una mirada rápida y escrutadora alrededor del vestuario. Ninguno de sus compañeros lo tenía puesto. Ya no le dolía el pie. Se volvió a levantar. Eran unos cerdos. Aunque había uno que…

(Es de agradecer que por lo menos no se me desarrollara la meningitis… Aunque siempre fui volátil, cómo lo diría, superfluo y un poco desinteresado en mi antigua vida, si alguien escarbaba un poco, mi corazón se abría derramando afecto, tierno como una magdalena de Proust. Lo malo eran los trastornos del habla, pues muchas veces iba a comprar el pan por las mañanas y volvía a casa con unos alicates y una botella de güisqui.)

Cuando Saturnino se puso la camiseta se sintió raro. Notó una ligera presión en el pecho y en el cuello. Tras un pequeño lapso de desconcierto se dio cuenta de que se había puesto la camiseta al revés. Suspiro, se la quitó y se la volvió a poner. Miró hacia abajo mientras se alisaba el pelo con la mano y vio de nuevo el dedo ostentoso. Volvió a sentarse en la banca de madera y estiró el cuerpo con un brazo extendido hacia la taquilla para coger los zapatos y tapar, de una vez por todas, el dedo insurrecto.

(En los últimos meses de mi vida aparecieron la depresión y el delirio, y las ilusiones sensoriales se agudizaron de tal manera que vivía en un mundo de pesadilla, intranquilidad y contracciones faciales debidas al desconcierto. Un día, al despertar de unos de mis continuos ataques epilépticos me encontré cara a cara con un amigo que me miraba estupefacto y que me dijo: ha sido jacksoniano. Nunca soporté la pedantería de ciertas personas y menos aún que la practicaran a mi costa.)

Por último, Saturnino se calzó los zapatos y salió del vestuario sin despedirse de nadie. No quería saber nada hasta el día siguiente. Antes de salir miró por el rabillo del ojo y vio aquel compañero que…

Saturnino murió el mismo día en que él mismo descubrió su propia muerte. Veo, veo, decía, veo, veo una cosita que empieza por la letra “t”. Lo echaron a faltar el mismo día en que se echó a faltar él mismo y después de estar dos días enteros mirando el techo de su habitación los bomberos entraron en su casa como si de una película americana se tratara. ¿Te rindes? Pues, el techo. Techos de cromo… Veo, veo una cosita que empieza por la letra “b”. ¿Dónde veis un burro? No es un botón. No. No es una butaca. Tampoco. ¿Que qué es? Es un bombero. Un bombero que me mira con cara de asco y que dice que soy azul… Levantan mi cuerpo que no siente nada… Levantaron su cuerpo y Saturnino no sintió nada. Estaba muerto. La portera gritó y Saturnino siguió viendo techos. Veo, veo, la Verdad. La verdad era la muerte… La muerte era el fin y el principio. Esto es el principio de algo nuevo y que ya empiezo a comprender, pensó Saturnino, y que por mucho que quiera explicarlo no puedo. Estoy muerto: ¿qué tengo que explicar ya? Vino la policía. Veo, veo. Vino el forense. Veo, veo. Después de dos horas levantaron el cadáver de Saturnino para llevárselo. Veo, veo…

(Veo un mar de agua que ya no es metálico. No hay números atómicos que impregnen mi cuerpo. Ya, no. Veo a todos los que murieron antes que yo, pero no hay nada que podamos decirnos. Es tan triste como hermoso. Todo está claro. Tan claro como que estoy muerto. Bien pensado no está tan mal haber muerto de saturnismo. Me estremezco al ver las cosas como son y no cromadas de la infinita tristeza del quebranto, como aquel que me producía aquel compañero que…)