
La muerte es el futuro de todos; por eso sé que has venido desde el futuro, porque en la muerte el tiempo pasa mucho más rápido que cuando estamos vivos, por el simple hecho de que allí, donde quiera que estés, no existen las horas. Has venido a rescatarme del infierno en que me encuentro desde que ya no estás a mi lado. Porque tú no quieres verme así, como un animal enjaulado entre cuatro paredes, lloroso, sucio, obsceno.
Ahora, cuando el sol de verano empieza a dejar rincones sombríos a lo largo de toda la casa, justo cuando parecía que te habías ido para siempre y la vida se me escurría de los dedos colándose por el fregadero como agua sucia, vuelves junto a mí para llevarme. No quieres aparecerte sólo en sueños, porque desde que ya no estás, todas las noches he estado junto a ti aunque fuera en sueños. Pero un día vi mi nombre escrito en los cristales empañados de la ventana y supe que habías sido tú.
Yo creo que ya habías venido otras veces, pero no me daba cuenta. Me sobresaltaba de aquel modo tan extraño, cuando dormitaba en el sofá en las tardes solitarias hecho un ovillo, con un temblor leve y un sudor frío empapándome todo el cuerpo. Entonces, miraba a través de los cristales de la ventana entreabierta, por donde entraba una fresca brisa marina, que me embriagaba con su aroma salado y traía consigo, muy a lo lejos, los dóciles punteos del lamento de tu muerte. Me percataba de que el sol decía adiós, coloreando de tonos violetas y anaranjados las nubes rezagadas del horizonte que se alzaban en el cielo, poco antes azulísimo. No te veía, pero sospechaba que habías estado a mi lado…
Me calzaba perezosamente los zapatos olvidados en el suelo desde no sabía cuándo, y observaba primero el salón y luego el resto de la casa. Todo estaba intacto, tal y como quedó aquella fría noche de invierno camino del hospital. Los platos seguían sucios sobre la mesa, las gotas del grifo repiqueteando perennes sobre el fregadero de acero inoxidable, una vela colocada en medio del mantel se había consumido hacía ya mucho tiempo, al igual que mi (tu) vida. Y aunque la habitación mostrara un clima apagado, frío y vacío, la imagen de nuestra última noche juntos seguía aún muy viva. (Igual que cuando mi padre destrozó aquel tren de vapor que tanto me gustaba porque decía que yo ya era demasiado mayor para jugar con esas cosas. Y aun así, seguía viéndolo como nuevo en mi cabeza, deleitándome con sus movimientos en círculo sobre la vía, el traqueteo de sus vagones y aquel humo imaginario de un color tan negro como el azabache.)
Podía aspirar todavía el olor de la colonia que llevabas puesta aquella noche. Miraba hacia el sofá de terciopelo marrón que había situado junto a la ventana y te recordaba allí, durmiendo junto al calor del fuego de la chimenea, con un libro abierto de par en par encima de tu pecho, esperando a que yo volviese y te despertara, revolviendo tu pelo y diciéndote cosas al oído para que tú me besaras y me obligases a quedarme toda la noche a tu lado, a la espera del nacimiento de un nuevo día.
Pero aunque me costaba admitirlo, ya no estabas. Te habías ido... lejos, muy lejos. Pero no partiste como partía el sol en aquellas tardes, triste y solitario. No, porque a la mañana siguiente él volvería risueño para darme un poco de calor mientras que tú… Tú te habías marchado para no volver jamás. A un lugar de donde aún nadie ha podido volver.
Si hubiera sabido que habías estado buscándome mientras yo dormía el resto de mis noches, junto a una parte vacía de la cama que nadie jamás volvería a poder llenar, hubiera salido a la arena de la playa en busca de tus pisadas; hubiera recogido las cenizas de las hogueras que había junto al mar, para averiguar si tu habías encendido la llama; hubiera bebido del agua del mar para saber si te habías bañado en sus aguas; hubiera recogido todas las caracolas para intentar oír tu voz; hubiera examinado cada roca por si había sido acariciada por tus manos, para saber si habías sido tú quien había pasado la noche al raso, dándole gracias a las estrellas por aquellos días que pasamos juntos y preguntarle al sol si había tocado con su luz naranja a la persona que convirtió, con su embaucadora media sonrisa, el infierno en mi propio paraíso.
Y te recordaba tumbado en el sofá... O cuando atrasaba la hora de los relojes para que no te marcharas a trabajar y tenerte así unos minutos más a mi lado. O aquella vez en que me besaste sin decir nada... Aquella tarde en la calle, cuando empezó a llover de forma huracanada y nada más llegar a casa cogiste una toalla y me secaste el pelo. O aquellas veces que nos quedábamos tirados en el césped mirando el sol, sin pensar. O cuando me dijiste que tú nunca te enterabas de nada hasta que no te lo decían claramente, y entonces yo te dije que te quería y tú me dijiste: “vale, ahora ya está claro...” Como la vez en que te descubrí llorando y se me partió el corazón. O cuando me hice un corte muy feo en la cara y le pedí al médico que te dejara entrar a la habitación para que me soplases en la herida. ¿Y aquella noche, de pie, junto a la orilla del mar, cuando me mentiste diciendo que estarías toda la vida a mi lado? No ha sido así. Ya no estás a mi lado. Ya no estás. Te fuiste.
Recordar me hacía sentir bien. Recordar aquello que fue y no volvería a ser jamás...
Pero has venido a rescatarme. El sol acaba de marcharse y ha dejado a una bandada de gaviotas volando en picado tras él, pero no logran alcanzarlo. La habitación ha quedado sumida en la más profunda oscuridad, y en el más absoluto y frío silencio, sólo roto por el sonido del devenir y el retroceso de las olas del mar. Has venido justo cuando empezaba a afrontar que no volvería a sentirte rodeándome con tus brazos, como tampoco sentiría el roce de tus dulces labios sobre mi piel salada, ni escucharía ninguna de tus risas, ni volvería a sentirme vivo nunca más.
Has venido por mí. Te he visto golpear las ventanas. Yo pensaba que no era cierto y me acurrucaba todavía más en el sofá. Pero cuando he oído que pronunciabas mi nombre y he abierto los ojos, te he visto rascando los cristales... Has vuelto, pues tras noches en las que nada queda, ni siquiera el eco del viento en el cristal de la ventana congelada, has arañado mi corazón para despertarme de la noche eterna en la que me encontraba; después de tantos días de papel vacío en los que, como un ciego, leía páginas no escritas; has vuelto para que huyamos lejos.
Vienes para rescatarme. ¿Huiremos del frío y del aliento escarchado, del prematuro desengaño y los derrumbes? Voy contigo... Huimos lejos, muy lejos, al otro lado.
Es una intimidad precaria la nuestra, pues algunos hombres desnudos salen de entre la niebla olvidada para acariciar nuestro cabello y alisar los flecos de nuestra ropa raída. No estamos solos, pero, curiosamente, no hay nadie más aquí. Estamos solos tú y yo.
Yo siempre quise ser un niño muerto para que pudieran contarme metáforas gastadas, hablarme de fantasmas que se desvanecen, de cenizas y huesos, de las voces que nadie escucha, de sucias pupilas, de los ojos redondos de calavera, de sombras tenaces, de la nada instantánea, de las gaviotas golpeadas en la ventana.
Tú eres un muerto muy singular; ya nadie, y yo menos, recuerda desde cuándo. Somos olvidados de pelo oscuro, y hemos perdido la vida en una batalla secreta, que solo nosotros sabemos. Hemos quedado tendidos en una suave pendiente del laberinto oscuro. Nada se ha atrevido a tocar nuestra carne muerta. Nos hemos fundido lentamente en la tierra. Nuestros cuerpos resisten la podredumbre y nadie entiende el macabro portento. Los años van diluyéndose sobre nuestra piel reseca y permanecemos adheridos al paisaje como otra fría pared gris.
Recostados en el suave declive, nos observamos en silencio y señalamos nuestro sueño de cuero viejo; admiramos nuestra tenacidad y anhelo de pervivir en la muerte. Hay otros hombres desnudos; la mayoría de ellos sólo se sientan a nuestro lado, en silencio, o nos hablan sobre sus sueños y pesadillas. Es curioso que haya otros hombres si estamos solos. Algunos pocos nos acunan y nos humedecen con sus lágrimas que resbalan por la suave piel de nuestro vientre de pergamino, hasta llegar al escondido ombligo, para caer, y perderse en el áspero y negro pelo de nuestro sexo herrumbroso. En el centro del laberinto, nuestras manos plácidas yacen extendidas, y entre los dedos crece la hierba y persistimos.
Doy un trago y te miro: dime, ¿por qué hemos vivido? Tú no me respondes. Silenciosa y terrorífica respuesta. Ni tan solo una huella borrada…
Derrotados, nos miramos de nuevo y nos alejamos. Ni siquiera nos decimos adiós, pues mutuamente nos recordamos otro tiempo, y nuestras palabras sólo son palabras, palabras deshaciéndose, desaparecidas, ya, en el fracaso. Y no lloramos... En la muerte, nos vamos distanciando. Caminamos por pasillos diferentes y ya ni siquiera oigo tus pasos. Cada vez más lejos el uno del otro. ¿Acaso me has traído junto a ti para una nueva despedida? Un día lluvioso, no cualquiera, cansado de buscar y no encontrarte, avanzo entre la niebla.
Intento volver a casa para que vuelvas a rescatarme, pero es inútil; ya estoy en el lugar donde el tiempo no existe, en el futuro de todos. Bajo la lluvia, como lo hacen los enamorados, miro a través de la ventana de lo que fue nuestra casa y me encuentro únicamente para afirmar, con grotesca elegancia, el terror de mi propio cadáver sobre el sofá.