
Fueron días en los que los ruidos que la maldad ignora se deshacen en la lluvia y en la bruma, y quedan como la tenaz realidad de una sombra que nos sueña. Pero uno de aquellos días fue decisivo; fue como el zarpazo de un oso: una presencia momentánea que con sus uñas desgarra la razón dejando un olor tibio.
Aquel día de identidad precisa, Quincey McGee apoyó el periódico en su regazo y le preguntó a su esposa qué era lo que le ocurría por el modo en que lo miraba. La señora McGee oyó la pregunta como un eco quebrantado y perdido, y retrocedió hasta el alféizar interior de una de las ventanas del salón para contestarle que no lo estaba mirando, que no le pasaba nada, que simplemente estaba pensando en no ir aquella tarde a jugar al squash con su amiga Susan -como de costumbre hacía todos los jueves-, y que no sabía por qué, el número de teléfono de su amiga había desaparecido de la agenda del móvil y no tenía cómo avisarle. Después, la señora McGee se sentó en el alféizar, de espaldas a la ventana, y sintió el calor del sol en la espalda, provocándole un temblor agrietado, como si por su espina dorsal revoloteara la luz de una lámpara de aceite. Estaba decidida.
Quincey McGee notó en el aire el reflejo de lo desaparecido, se acomodó en el sillón, y disimuló leer el periódico. Por nada del mundo su mujer dejaba de ir cada jueves a jugar al squash con su amiga y le pareció extraño. Aquel día de resplandores y de sombras, el corazón de Quincey McGee comprendió la labor de un cielo distante y la absurda certeza que se tiene de no poseer la vida. Volvió a dejar el diario sobre su regazo.
-¿Te encuentras bien?
-Sí, sólo estoy un poco cansada.
-¿La mujer del doctor Ellis?
-¿Cómo?
-Tu amiga.
-¿Qué?
-¿La mujer de Edward Ellis?
-Claro, ¿qué otra Susan conoces?
-El teléfono de Edward está en mi agenda. Sube al estudio y llámalo; él avisará a su mujer o le puedes pedir su número.
-No.
-¿No, qué?
-Sí, no lo había pensado.
-¿Quieres que suba yo?
-No, ya voy yo. Sigue leyendo.
La señora McGee atravesó el salón sintiendo la mirada de su marido, que fingía leer de nuevo. Al llegar a la puerta se detuvo unos instantes al notar una bocanada caliente en su interior, quizás debido a su propia sangre. Pensó que así debía de ser siempre en el infierno. Reaccionó y continuó andando para entrar en un infierno distinto: ante la escalera que subía hasta la segunda planta de la casa, una de esas nubes espesas que las tardes convoca, nubló la luz caoba filtrada por una de las cristaleras del hall. Todo oscureció un poco, incluso sus intenciones: una afirmación que niega, el gesto de unas manos cruzadas, la luz de un paisaje en su memoria; la conversión del ultraje de los años en música, en un rumor, en un símbolo... Pero puso un pie en el primer escalón... Bajó la mirada durante unos segundos mendigando el reflejo que el silencio nombra. Después, levantó la cabeza, y sus ojos avanzaron lentamente por todos y cada uno de los diecisiete escalones enmoquetados de color silencioso. La señora McGee subió decidida con los gestos perdidos de una juventud, ahora renovada.
Entró en el estudio de su marido y vio la agenda sobre el escritorio: no la necesitaba, pero supo que Quincey no tenía nada que ocultarle. Ella nunca le dejaría ver su agenda al señor McGee. Comparó la agenda con la intimidad de un dulce sueño infantil que se olvida con los años. Aquella agenda, que bien podría ser un manual para construir jaulas para avestruces –pensó la señora McGee, siempre propensa a hacer semejantes asociaciones-, parecía hecha de una materia eterna. Y, en esos momentos de encuentro con la incertidumbre de lo efímero, cuando las esperanzas furtivas trazan mensajes misteriosos, la señora McGee pulsó la tecla de rellamada de su móvil.
-¿Edward? Lo voy a hacer... Sí, ahora... Ya está, ya está... ¿Qué? No te oigo... Lo voy a hacer... Edward, lo voy a hacer... Ven cuando puedas... ¿Edward...? Ya está, ya está...
Y cortó.
Al principio, aquellas palabras de sombra le dejaron un sabor intenso en la boca, pero después se dio cuenta que no era por las palabras, sino por el olor del marido, impregnado en la habitación. La señora McGee se tapó la boca y salió del estudio como quien sale del confesionario. Bajó con las manos en los bolsillos de su vestido, contando los escalones: diecisiete. ¿Qué pensaría su marido si supiera que nunca había jugado al squash con Susan? –pensó la señora McGee.
Se acercó a su marido por la espalda y, como las olas que cubren las rocas, lo abrazó. Fue un dorado instante fugitivo para Quincey McGee, un momento de dioses abandonados mecidos por el viento; el absurdo errante de la vida, algo definitivo y noctámbulo, difícil de explicar; algo así como el recorrido trazado por una pelota en un partido de squash.
Sin una buena práctica adquirida y con la fuerza de un dolor aturdido, la señora McGee talló un deslumbrante relámpago de bronce herido y el gris resplandor, en los momentos finales del fogonazo de un revólver, inundó la sala. Aquel instante condensó el cañón de los años que reflejan la clave de la vida y dibujó en el aire garabatos de humo sin el eco de unas palabras de despedida.
La señora McGee, borrados los gestos de su marido, permaneció tras él durante unos cuantos minutos, sin pensar en nada, aunque le quedó el refugio de la memoria y la confirmación de los azares resueltos y los sudores de pergamino; le quedó algo así como el trazado de una pelota de squash jugada en la cancha poliédrica que es la vida. Pero, ¿había resultado ganadora?
Una extraña honradez sacrificada habrá de permanecer en la vida de la señora McGee. Ella deseaba sentir de nuevo la niñez para poder entender la razón fundida en su cuerpo, y que sólo por eso, su existir no era en vano... El futuro de la señora McGee es inquietante por lo desconocido. Pero, eso sí, desde lejos, parece una bella adolescente momificada. Y le queda el recuerdo de una vida esperada y el fantasma más poderoso y terrible: cuando nos tenemos que enfrentar a uno mismo...