Sabía muy bien que se estaba
alejando. No estaba seguro de qué, pero definitivamente se sentía al margen. No
era tiempo de retomar el camino, sino de perderse en la luna o recostarse en
una piedra sin brillo, de adentrarse por un sendero oscuro repleto de aullidos.
No había excusas: su imagen reflejada en el espejo era tan verdadera como el egoísmo
o los placeres mundanos. ¿Era quien decía ser? Su imagen le molestaba. Se veía abatido.
Sus ojos no brillaban como antes. Su pelo era más claro. Y su voz, aunque en
aquel momento estaba en silencio, sólo hubiera podido cantar alguna canción
cansada. No estaba seguro de querer ser lo que era. ¿Cuándo prefirió ser un
cuerpo sin corazón, con el alma de frío cristal, que pasa por el tiempo sin
dejar huella alguna? ¿Desde cuándo era así, un loco soñador de hielo? Aquella
ilusión de darse por entero cuando encontraba cariño, le parecía ahora muy
lejana, tanto, que la veía reflejada en el espejo, fuera ya de su ser, como si
no le perteneciera... Curiosamente, frente al espejo, se sentía valiente. Se
juraba y se prometía que nunca más iba a mentir; eran los demás los cobardes,
los que odiaban, e incluso, se perdonó el dolor que causaría a los demás. Era
su propio dios, que como una sombra gris atada al otro lado, se bendecía a sí
mismo con mentiras piadosas reflejadas... Se rodeó con sus brazos sintiendo que
su corazón no tenía descanso. Intentaba huir de él mismo, pero todo esfuerzo
era en vano. De pronto recordó aquel amor que lo golpeó y derribó sobre la
nieve cegadora, dejándole el corazón herido, con los ojos agotados por el dolor
de tanto llanto. Aquellos días de sueño arrebatador, de anhelo desasosegante de
paz, de visiones fugaces del rostro amado, de penosas horas de sueño y muerte;
y con el paso lento del tiempo encontró el dulce e inesperado consuelo en las
sombras y el aliento. ¿Quedaba algo de todo eso en su imagen reflejada en el
espejo?
Quizás
hacía mucho, demasiado, que el miedo no disminuía. Quería descansar, dormir, y
abrir los ojos en un sordo despertar. No quería que su vida transcurriera a
ciegas, llena de desperdicios y penas. Quería despertar y recordar los besos
antiguos; incluso el frío dolor que crece ante la poderosa dicha de ojos
somnolientos y manos perdidas. Pero sólo recordaba todo aquel remordimiento por
los escasos que fueron sus besos. Ahora, observaba en su imagen unos labios
marchitos, trémulos por la inquietud de saberse olvidado. Lloraba por un amor
muerto sin saber que el amor rara vez es verdadero. Extrañamente, una sonrisa
se dibujó en su rostro, que permaneció anclada durante varios minutos en su
pálido rostro descarnado. Sus labios exhalaban palabras en suspiros de vientos
invernales.
Se miraba
con inocencia, como si no pasara nada, lo cual era cierto. Quería mirarse hasta
que su rostro se alejara del miedo como un pájaro se aleja en el horizonte o,
por lo menos, quedara desvanecido como una niña de tiza rosada en un muro viejo
súbitamente borrada por la lluvia. Frente al espejo se sentía como una flor
abierta revelando el corazón que no tiene. Todos los gestos de su cuerpo se
reflejaban igual que las sombras se abandonan en el umbral mecidas por el
viento. Su cara no era más que la máscara en la memoria de un niño asustado. No
era más que un animal herido en el lugar de las revelaciones. Se vio a sí mismo
con la boca y los párpados cosidos. Sus palabras eran sus pensamientos dorados
en el negro sol del silencio. Perdido en la imagen presentida, creyó levantarse
de su cadáver para buscarse, frente a frente, en el espejo. Y no vio a otra
cosa que a sí mismo. Se escrutó con la mirada entre las tinieblas desatadas.
Arrastró su cabello hacia atrás (una mano arrastra el pelo de un ahogado que no
cesa de pasar por el espejo). Otra mano tapa su rostro (vuelve la memoria del
cuerpo).
Cierra los
ojos: grandes olmos se alzan solemnes en la hierba, combados sobre el oculto
mundo de sus pensamientos; las hojas muertas susurran los días perdidos, los
que no volverán o vuelven diferentes; solitario y triste, un espectro se
desliza por el corredor (donde tantas veces sus pies han caminado), sumergido
en el tiempo con un extraño encanto; una sombra se desliza en el espacio hasta
llegar a él, se introduce en él y, frente al espejo, alma y cuerpo abren los
ojos, y son sólo uno.
Sentado
frente al cristal, evocando una imagen desnuda, negando las formas de la
alegría y la razón, la sombría figura reflejada exhala desesperación. Su
cabello ha quedado levantado. Su rostro oculta lo que nadie ha podido adivinar
(una profana desgracia). Ahora, sus labios entreabiertos, igual que una herida
deforme, destilan miseria. En sus ojos aterrorizados brilla la moribunda llama
del deseo de vivir. Pareciera la sombra de una sombra atrapada en el pulido
cristal. Se reconoció no como al fantasma de horas vanas que tantas veces se
había sentido, sino como la verdad: “Soy yo”, se dijo. “He aquí mi retrato, tal
como soy. Y no me asombraría si al marcharme de la habitación mi rostro quedase
cautivo en el espejo, tanto tiempo he estado mirándome”. Tras esas palabras, se
levantó y salió de la habitación.
Entonces,
yo me acerqué a la silla vacía y me senté en ella. Miré no el espejo, sino
dentro de él. Allí estaba quien durante horas estuvo mirándose. Y no sólo eso,
me pareció que aún respiraba. Observé largamente y pude ver su boca
entreabierta de labios estremecidos, su rostro atrapado en el espejo. Igual que
un rayo silencioso aprisiona la luz en un momento, fue capturado en el plomo abrillantado de su
propia soledad. Quedó de él lo secreto: su secreto bajo tierra sepultado,
pintada su figura donde apenas la luz penetra y el susurro de las voces llega
apagado. Su rostro ausente y sin embargo impreso como lluvia de otro tiempo...
Pude oír sus pasos detrás de mí (pompas de jabón explotando), fina lluvia de
polvos de talco a cada pisada, quedó la madera del suelo moteada.
Huiría hacia un bosque sombrío y
profundo, como el niño naranja que era. Cada vez que se engañaba a sí mismo,
escapaba para juntarse con los demás niños naranja que todavía hoy reptan por
el bosque (engañados por su propia codicia infantil que creen enterrada y que
los devuelve a la cruel voracidad del pasado).
Desde entonces, permanezco frente
al espejo, vigilando. Me miro y lo veo a él (cada vez más naranja). Quiere
volver, pero ahora soy yo quien ocupa su silla frente al espejo. Sé que al otro
lado, cuando los truenos resuenan en el bosque y estalla la tormenta, él quiere
volver, porque detrás del cristal del espejo resuenan sus palabras como un terrible
eco de viento huracanado: un grave murmullo en las sombrías tinieblas trae a mi
oído su voz queda. Ya es tarde. Ya no quiero que vuelva. Cada día que pasa me
parezco más a él. Incluso imito sus gestos, sus movimientos, su voz. Cada vez
me parezco más a un niño naranja.
En una mota de noche sumergida me
quedé dormido frente al espejo. El llanto fue brotando mansamente de mis ojos,
pues, sin yo pretenderlo, me hallé en el mismo bosque donde él habita. Me cogió
de la mano y tiró de mí hacia el suelo musgoso. “Los niños naranja reptamos”,
me dijo. Y comencé a reptar detrás de él. De vez en cuando, giraba la cabeza
hacia atrás y me decía, con sus ojos más tiernos, que tarde o temprano sería un
niño naranja en toda regla; mientras, yo observaba horrorizado mi rostro
naranja reflejado en el agua de los arroyos.
Voy diluyendo estos sueños hasta perderlos,
aunque cada vez son más frecuentes y no sé si poco a poco dejaré de pensar e
iré quedándome solamente con mi lado animal.
5 comentarios:
Escribir algo tan fascinante y bellísimo es asegurar el embeleso del alma ya seducida. Pero tú ya sabes lo que suscitan en mí tus palabras...
La foto quedó genial.
Un beso.
Variantes, MariCarmen. La rueda gira y volvemos a lo mismo, aunque cambien los colores.
Y pensar que la gente cree que se escapa en la dirección correcta mientras huye de sus miedos...
Todo es curvo.
Besos
Hola Antonio:
Cada vez que leo algo tuyo me dejas sin palabras, creo que muy poca gente tiene ese don de poder expresar y transmitir escribiendo como tu lo haces, es un carisma que deberías tomártelo más en serio.
Un abrazo.
Gracias, Pepe, por tus palabras; tú, que me ves con buenos ojos.
Un abrazo también para ti.
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