Durante mucho tiempo no he
querido creer las cosas que voy a contarles a continuación. Hasta hace poco me
parecía ajeno; un sueño, a lo sumo. Sé que el espíritu tiende a juzgar al
prójimo a partir de uno mismo. Por eso nunca me he sentido en la necesidad de
odiar a nadie, sino más bien de querer a todo el mundo, de amar… Y no pido
perdón, sino que comprendan o, si quieren, que lo compartan. La experiencia o,
más que la experiencia, el tiempo, me ha traído consigo la culpa, el
remordimiento, el solivianto… Pero los años de la infancia son la memoria de
cada uno, los días más maravillosos, si me permiten decirlo, en eso sí que
estarán de acuerdo... Voy a hablar. Tengo que hablar. Déjenme… Aquella tarde…
Sí, aquella tarde… No estaba desnudo, pero casi. Recuerdo que estaba sentado en
una silla de mimbre y que sus ramitas entrelazadas querían introducirse dentro
de mí. Creo que el mismo dolor me obligaba a no moverme un milímetro de aquella
silla que, como todas las de mimbre, me parecía tan humilde y me hacía sentir
humilde a mí también, o al menos eso creía. A lo lejos oía el triste canto de
las abubillas cansadas de tanto calor. En realidad fue mi tía Serena la que me
sentó allí y la que me dijo que no me moviera, que tenía muchas cosas que
hacer, y que era muy tarde y no la molestara. Yo nunca he querido molestar.
Nunca. Por eso permanecí sentado durante horas, con las piernas muy juntas y con
las manos sobre las rodillas, esperando a que mi tía volviese con la orden de
que ya podía moverme, porque cualquier cosa que saliera de su boca me parecía
una orden que, por supuesto, yo no estaba dispuesto a desobedecer. Mientras
tanto, observaba cómo iban desapareciendo de mis brazos los moratones que me
habían dejado marcados los dedos de mi tía al cogerme y sentarme en la triste y
dura silla del salón… Después de varias horas, cuando los moratones iban
desapareciendo ante mis ojos, supe que algo no iba bien, sobre todo porque las
abubillas pararon de cantar. Entonces, como si todo el mundo me estuviera
vigilando y, para que nadie supiera que tenía miedo, me incorporé de la silla
prisionera, y anduve descalzo y de puntillas, temeroso de que mi intromisión
desbaratara algún pensamiento, hasta la cocina, con la idea de que algo, no
sabía muy bien qué, le había pasado a mi tía… Pasé por encima del cadáver de mi
tía hacia la vieja pila de la cocina. Tenía sed… Como si hubiera llorado toda
el agua de sus entrañas, las cañerías estaban secas y la bomba emitía un
chirrido bronco, como si el alma de mi tía Serena se hubiese instalado en ella
para castigarme. Miré a mi tía tirada en el suelo y pensé que la muerte no era
un mal, porque nos libera de él, de todos los males; aunque nos quita el deseo.
Pensé que lo peor de todo no era la muerte, sino la vejez, porque empaña los
placeres y nos deja el ansia y el apetito. Un apetito que no podemos saciar y
nos acarrea silencios y dolor. ¿Por qué tememos a la muerte y preferimos la
vejez? Tras la caída, los muslos de mi tía habían quedado al descubierto. Yo no
era viejo. Podía satisfacer mi deseo… Separé todavía más sus piernas muertas
con los pies y me arrodillé ante ella. ¿Qué verían en el techo los ojos muertos
de mi tía? ¿Qué vería en la cal blanca? Las abubillas callaban su canto
perversamente como si esperaran algo o ya supieran lo que yo haría poco
después... Mi tía en el suelo, junto al taburete volcado, más muerta que la
madera seca que había ayudado a que dejara esta vida que, por cierto, nunca le
perteneció. Porque la vida nunca nos pertenece; pertenece a los demás, aunque
no lo queramos; incluso, concierne a nuestros enemigos. Ahora, tía Serena me
pertenecía. Nunca sabré por qué lo hice, sin miedo ni odio. Siempre he
perdonado. Siempre he perdonado por el simple hecho de que he podido perdonar.
He tenido ese don. Poca gente lo tiene: prefieren castigar a perdonar. Tía
Serena acaso nunca me perdonó después de muerta… Hundí mi cabeza en la
profundidad de sus muslos entreabiertos… Después de permanecer durante casi una
hora bajo el delantal de mi tía oliendo su sexo muerto, noté que me faltaba el
aire. Fui a su habitación y cogí de su mesita de noche un pintalabios, el de
color más rojo que encontré. Volví a la cocina y me arrodillé de nuevo, esta
vez a su lado. Sus labios estaban pálidos y secos. Se los pinté para que
resplandecieran, pues llegaba la noche. A mis ojos era como un cocuyo. Cuando
le hube pintado los labios, la desnudé por completo para que estuviera mejor,
más libre. La noche se presentaba calurosa y ya no tenía que pasar más calor
porque estaba libre de todo sufrimiento… Me tumbé junto a ella… Las noches no
serían noches si no fueran oscuras y los cocuyos no brillaran en ella… Como
estaba al corriente de que sus ojos apenas toleraban la luz, no la encendí.
Igual que un golpe seco y metálico de un cuchillo afilado abriéndose en el
silencio de una casa vacía, con una rara mezcla de vitalidad y de furia
olvidadas, el recuerdo de palabras que quizás nunca había dicho vino a mi
memoria y, después, vinieron el placer y el silencio, y tras el silencio, mis
palabras, las mismas que me vinieron a la memoria del recuerdo, las que yo
creía que un hombre dice a una mujer después del amor... Y, no sé porqué, las únicas.
-Ocurre a veces en las calladas horas de la noche, al
filo mismo de la madrugada, que algún que otro murciélago prende un cigarrillo…
Eso es lo que me dijo un día mi madre antes de morir en un día aciago como
este, que confirma que todas habéis de dejar esta vida como ángeles sin alas,
porque, al igual que tú, cayó en el suelo de la cocina como una pluma de acero
desde un taburete comido por la carcoma. Tía Serena, debo confesarte que muchas
veces he pensado si no soy yo el que marca el destino de las personas que
quiero. Como sabes, la vida no nos pertenece; pertenece a los demás... Yo sé
que los murciélagos no fuman, sino que a veces tienen la suerte de atrapar a un
cocuyo desprevenido. Por eso parece que fumaran, por la luz del cocuyo en su
boca mamífera, que poco a poco va atenuándose, a medida que va perdiendo la
vida el insecto. La niebla hace todo lo demás… Es curioso… Parece que no estés
muerta… Quizá… Quizá de tanto volar en la noche oscura… los cocuyos se
desmayan. Parece que estuvieras desmayada y sin fuerza alguna en los músculos,
descansando plácida en el suelo que tantas veces has pisado, de aquí para allá,
de una olla a otra, entre los vapores de los guisos que ya nunca más habrás de
hacer… Como aquel poema de la Plaza del Vapor, te desvanecerás en la memoria, y
quién sabe si alguna vez volveré a recordar esta noche, estas palabras que
ahora te estoy diciendo. Tía Serena, la verdad es que tengo ganas de reír. ¿No
es curioso que, después de tratar con el mundo, y si la muerte no lo impide, nos
volvemos malvados? Tan amargo como el amor, del que yo, por desdicha, siempre
fui esclavo. Tan amarga como la muerte ajena, amarga ha de ser tu muerte…
Parece que lloraras. Estarás viendo temblar los azulejos, pero no es más que la
rabia de tu osamenta por lo vivido…Es que va a nevar, pensarás tú. Pero aquí,
en el trópico, no nieva. Es que estás muerta, tía Serena. Por eso tienes tanto
frío. Y no puedes hacer nada, Sólo recordar esta noche por siempre allá donde
estés.
Aquello fue lo que pasó. Por eso me he decidido a
contarlo todo, porque la astucia se usa para suplir la escasez de ingenio,
porque, como todo el mundo, no me avergüenzo de las posibles injurias que haya
dicho o cometido, sino más bien de las que pudiera yo recibir… Aunque, claro,
siempre pueden corresponderme, y yo estaré aquí esperándoles, en el Pabellón de
la Orquídea Pura.
6 comentarios:
Índice de la novela Cocuyo, de Severo Sarduy
1. Para que nadie sepa que tengo miedo
2. Ser otro
3. Falta de aire
4. Un pensamiento estable entre dos locuras
5. ¿Nunca has visto fumar a un murciélago?
6. Cocuyo desmayado
7. Poema de la Plaza del Vapor
8. Ganas de reír
9. La desilusión
10. Azulejos con osamenta rumbera
11. Es que va a nevar
12. El pabellón de la Orquídea Pura
El auténtico Straw..., con esa forma de escribir que enamora aunque no lo pretenda.
Y ese agradecimiento que se queda en el aire por el placer de lo regalado.
"... y pensé que la muerte no era un mal, porque nos libera de él, de todos los males; aunque nos quita el deseo. Pensé que lo peor de todo no era la muerte, sino la vejez, porque empaña los placeres y nos deja el ansia y el apetito. Un apetito que no podemos saciar y nos acarrea silencios y dolor. ¿Por qué tememos a la muerte y preferimos la vejez?"
Premio exclusivo a cómo llegar al alma.
Gracias.
Hola Straw; vaya preciosidad te has marcado.
Bello muy bello. Gracias
Se me ha cambiado el nik, espero que aún me reconozcas.
Muchos besos.Yo-nosé.
MariCarmen: el auténtico, no, el que a ti te gusta.
Ellen weore / Yo-nosé, te reconozco, te recuerdo, no te olvido.
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