Desde hace
algún tiempo, muestra, a veces, cierto aire absorto, una expresión de ausencia.
Se le paran las manos en medio de un trabajo, interrumpido el gesto, distante
la mirada; realmente, nada tiene esto de extraño, de no ser porque los
pensamientos que la ocupan se resumen, todos ellos, aunque con infinitas
variaciones, en esta pregunta: ¿Porqué a
mí? Ahora mismo, se encuentra sentada frente al espejo de su habitación,
cara a cara consigo misma, retándose con la periódica pregunta que nunca se
contestará, pues no hay respuesta que valga, que la libere del tormento viciado
que sigue enmarañado en su pensamiento. Las manos caídas sobre su regazo, ocultas en el reflejo del espejo, permanecen
inmóviles y es extraño verlas así. Esas manos ágiles y nerviosas que siempre se
habían movido como mariposas, están ahora muertas, ajenas a todo, secuestradas
por el olvido. De tanto en tanto, su cuerpo da un respingo, como si fuera
verdad que hubiera alma y quisiera salir de golpe, y mira al espejo asustada
sin saber por qué, y se da cuenta de que es de ella misma de quien tiene miedo,
y observa su cara aterrorizada, y, al instante, comprende y comienza a llorar.
Esa sangre blanca, que son las lágrimas, se hasta caer sobre distintas partes
del camisón estampado de pequeños
girasoles que lleva puesto, y no parece que sea la tela la que absorbe, sino los
mirasoles impresos que beben, sedientos, como si de lluvia se tratara; y es
verdad que pareciese que crecieran. Incluso ella lo cree al bajar la mirada,
pero no es más que la ilusión óptica, de las lágrimas que empañan sus ojos
aturdidos, proyectando la visión como si fueran lupas envenenadas. Sus párpados
se cierran para no ver y, tras unos segundos, vuelve a abrirlos para encontrar
de nuevo su rostro en el espejo. Ya no llora. No le hace falta. De nada le
sirve demostrar su pena. La tristeza que la embarga no necesita de lloros para
que se vaya; necesita un milagro o un sueño eterno o, tal vez, perder
definitivamente la razón para no saber ni pensar. Le gustaría vivir una vida
ilógica que la apartara del sufrimiento
que la atormenta hace ya algún tiempo.
Pero esto no sucederá. La aflicción le consumirá el corazón entero. Sus noches
serán largas y espesas. Vivirá consternada una vida llena de quebrantos. Y la
pena se acomodará, agobiante, en todo su cuerpo, como ahora, sentada en una
incómoda silla durante horas frente al espejo, que le devuelve, implacable, la
verdad: la palidez de su cara por el sinsabor de su existencia. Ni siquiera ve
otra cosa reflejada ante ella, algo que la distraiga de su angustia, algo que
la haga olvidar durante unos minutos, al menos, la amargura que la carcome sin
piedad. No puede; tiene que padecer el punzante desconsuelo que le ha tocado. Y
vuelve a preguntarse (¿para qué?): ¿Por
qué a mí? Y sigue sentada, clamando a Dios, con el alma partida durante
unos minutos más. Hasta que su cuerpo, más inteligente que su pensamiento,
decide levantarse. Camina hacia la cama; es tarde ya y debe dormir. Tiene
miedo, pues le cuesta reconciliar el sueño. Aunque le asusta más que suene el
teléfono. Sólo de pensarlo se le encoge el corazón. No quiere ni mirarlo y pasa
por su lado ignorándolo, pero sabe que está ahí y un escalofrío le recorre la espalda. Ya en la
cama, se acurruca bajo la manta, cierra los ojos y piensa: Que no suene, por favor. Le tiembla todo el cuerpo, no de frío,
sino por el suplicio que la tortura, el no saber o, por el contrario, el
saberlo todo… Antes de quedarse dormida abre los ojos y ve el teléfono como si
de un monstruo se tratara. No suenes, no
suenes, no suenes, susurra, sin dejar de mirarlo...
Y suena. El teléfono suena. Se para el tiempo. Todo queda inmóvil,
anormalmente suspendido. El pensamiento se le desordena. Se le nubla la vista. Su
corazón late con inusitada fuerza. Se le atraviesa un nudo en la garganta.
Alarga el brazo hacia el teléfono, pero no descuelga. Espera unos segundos,
pero el maldito aparato no deja de sonar. Descuelga y pregunta, angustiada: ¿...sí?
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7 comentarios:
¡Qué bien describes el tenebroso laberinto de las preguntas sin respuesta y la angustia de tantas y tantas mujeres sentadas frente al espejo...!
¡Qué exquisita compasión por esos estados tan tétricos!
Ay ese teléfono... qué miedo...
Hoy va a soñar que es otra vez aquella niña que andaba descalza... aunque sea su último sueño...
Bueno, yo diría que va un poco más allá (que no mejor) que los cuentos iceberg de Ernest Hemingway. Más radical. Quizás omito demasiado, no sé. Es que no me gusta dar muchas explicaciones o respuestas.
Excelente!!!
Chapó, me quito el sombrero, señor, con su prosa, forma y fondo.
Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de un post en un blog. Enhorabuena(no exenta de cierta envidia).
Pero te quiero.
Gracias poncilla, me alegro que te guste. Yo también te quiero.
Mas sencillito, como a mí me gusta. Y ahora que lo pienso el otro día yo hablaba de girasoles, ah que bonito.
uy, soy cristina
Cristina, a ti te debo el título de la entrada que, como puedes ver, no tiene relación alguna con el texto, aparte de los girasoles (en el texto original eran florecillas) del camisón de la protagonista.
Y es que siempre me inspiráis.
Guapas todas
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