La ópera de Händel estaba siendo estupenda. Ella no
quería llorar, y menos aún trocitos de madera. Pero era tanto el dolor y era
tanta la desdicha que veía (y oía) en el escenario, que por mucho que intentara
reprimirse, acabaría haciéndolo al final de la función, mientras se tapaba el
rostro con el abanico semiabierto. Cuando acabó el clamoroso aplauso y cesaron
paulatinamente los exaltados bravos del público, Perlita, que así se llamaba la
chica, cerró bruscamente el abanico con un enérgico golpe de muñeca y suspiró
mientras bajaba la cabeza. Fue entonces cuando se dio cuenta de la cantidad de
virutas que había en su regazo y se las sacudió rápidamente ayudándose con las
puntillas del borde del abanico. ¡No podía creer que hubiera llorado tanto!
–Señorita, no tenga vergüenza. Yo también he llorado
–oyó Perlita que alguien le decía.
Perlita dio un respingo y giró la cabeza a un lado y
a otro. A su izquierda, a lo largo de siete butacas, reposaba un gran cocodrilo
con monóculo.
–Perdón, ¿le conozco? –entornó los ojos Perlita.
–No, no me conoce –le contestó el cocodrilo–, es que
no he podido evitar verla llorar y creo
que es algo de lo que no tiene que avergonzarse.
–Déjeme en paz. ¿Qué le importa a usted si lloro o
dejo de llorar? –intentó zanjar Perlita la conversación.
–La he visto llorar trocitos de madera y me ha
llamado la atención. Usted debe sufrir mucho cuando llora, ¿verdad? –se
interesó el cocodrilo, amable.
–Pues a mí me llama la atención ver a un cocodrilo en
El Liceu –le contestó despectivamente Perlita, mientras abría el abanico
(Raasshhh) de un manotazo.
–¿Y por qué no? Tengo derecho. Mi dinero me ha
costado –le replicó el cocodrilo.
–Y a mí –dijo Perlita, abanicándose airadamente–. Y
de derechos, mejor no hablar –continuó, quitándole la mirada y mirando hacia el
techo.
–Bueno –se quitó el monóculo el cocodrilo–, fíjese
que me ha costado siete veces más que a usted –sacó un pañuelo blanco de uno de
los bolsillos de su frac–. He tenido que comprar siete asientos y usted sólo
uno para poder ver la representación –limpió el monóculo con el pañuelo–. Eso
dice mucho de mí. Realmente, tiene que interesarme mucho una obra para
semejante gasto, ¿no cree? –volvió a ponerse el monóculo.
–Lo que yo crea o deje de creer no es asunto suyo.
Ahora, si me permite–Perlita hizo ademán de levantarse de la butaca, pero por
alguna razón, no lo hizo.
–Señorita, no se ponga usted así. Yo sólo quería
solidarizarme con usted, pues le creía una persona sensible –dijo el reptil con
voz suave–. La vi llorando tan desconsoladamente al final del último acto que…
–Que, ¿qué? –le desafió Perlita.
–Bueno –intentó calmarla el saurio–, ya le dije antes
que yo también he llorado durante la representación y…
–¿Llorar? –cortó Perlita al cocodrilo– ¡No vaya usted
a comparar! Lo suyo no son más que lágrimas de cocodrilo. Sus lágrimas no valen
nada.
–Mis lágrimas y sus lágrimas, lágrimas son si se
lloran con el corazón –le dijo el cocodrilo a Perlita intentando llevar a buen
puerto la conversación.
–¡De ninguna manera! ¡Las mías son de madera! –le
contestó, mientras se daba golpes en el pecho con el abanico.
–Que yo sepa, nadie llora madera excepto usted y es
por eso que… –intentaba guardar la compostura el anfibio.
–¡Hum! –se cruzó de brazos Perlita y dio la espalda
al cocodrilo.
–Señorita, con todos mis respetos, me parece usted un
poco intransigente y caprichosa –se aventuró a decirle a la chica.
–Me da igual lo que pueda parecerle a un ridículo
cocodrilo con monóculo –le contestó Perlita en el tono más despreciativo que
pudo.
–Está visto que… –empezó a decir el caimán.
–¡Ande y váyase al Nilo, cretino! –le gritó Perlita
al cocodrilo, mientras se levantaba y le
daba en la cabeza con el abanico.
El monóculo del cocodrilo cayó al suelo y se rompió junto a las lágrimas
que Perlita se había sacudido al final de la función. El cocodrilo pensó:
“lágrimas de madera, lágrimas de cristal”. Perlita también pensó lo mismo. Los
dos se pusieron a llorar al unísono.
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