Después de
tomar dos cucharadas de sal y un trago de vinagre, mi hermana y yo vomitábamos
en el suelo de la cocina, pues no nos daba tiempo de llegar al baño.
-¡Qué chuli!
-¡Sí!
-¿Repetimos?
-¡Vale!
***
Mientras bajaba
(subiendo por la escalera), no me daba cuenta que tras de mí subía (bajando) mi
otro yo. Nos miramos un momento y caímos rodando en uno solo. ¡Nunca más, nunca
más!, me decía a mí mismo, y al levantarme, lo volvía a hacer de nuevo,
sintiéndome muy viejo y muy solo… Yo no quería, pero cuanto menos quería, más
lo hacía. Loco... Lo que más me gustaba era aquello de ir perdiéndome. Loco...
Subiendo y bajando. Loco... ¿Dónde estaba? ¿Dónde me encontraba? Loco, loco…
-Tu hermana
está loca…
-No es verdad.
Sólo se ha dado un golpe en la cabeza…
-Tu hermana
está loca por tu culpa.
-No es verdad.
Sólo está en un colegio de monjas teresianas para niñas difíciles…
-Ego te
absolvo.
-Gracias,
gracias, gracias, mil gracias. No merezco perdón, pero mil gracias, gracias,
gracias… ¿Quién mierda eres?
***
-Tómate la
pastilla, hermanita querida.
-No
-Tómatela.
-¡Nunca!
-Bueno, pues
dámela, que ya me la tomo yo.
Subía y bajaba.
***
Mi hermana y yo
teníamos varios lugares para jugar en la casa: la cocina, en dónde nos
drogábamos con especies; el cuarto de baño, donde nos chutábamos dentífrico; y
el mueble-bar del comedor, donde… donde.
Déjenme que les
cuente que con el mármol blanco de la cocina me di el golpe más fuerte de mi
vida. Fue al vomitar los pepinillos en vinagre con leche condensada.
-¿Te has hecho
daño?
-Sí, mucho…
-¿Y por qué te
ríes?
***
Suavemente,
poco a poco, fui despertándome en la oscuridad de mi habitación. Notaba la
cabeza fría y húmeda. La almohada viscosa y mojada… No encendí la luz, no quería
ver. Toqué mi pelo mojado y empecé a temblar de miedo. Me senté en la cama y
mis muslos iban mojándose, y el suelo también… Anduve con los ojos cerrados por
el suelo pegajoso, como mi pelo, como mi cara, como mis manos… Llegué al cuarto
de baño y encendí la luz, todavía con los ojos cerrados, y me puse frente al
espejo. No pude abrir los ojos para mirarme, porque estaban pegados por las
pestañas resecas… Con el índice y el pulgar pude abrirlos: rojo, rojo, rojo,
rojo, rojo y un grito ahogado, rojo, rojo, y los ojos blancos, blancos, rojo,
rojo, rojo, y los dientes blancos, rojo, rojo, rojo y una sonrisa… Salí del
baño y fui hacia la habitación de mi hermana, mientras la nariz seguía
sangrándome. Llegué y encendí la luz:
-Cris…,
Cristi…, Cristina…
-¿Mmmmm?
-Cristina…
Mi hermana
abrió los ojos y me vio.
-¡Socorro!
***
Cuando
internaron a mi hermana a la fuerza, yo descubrí la casa, mi casa. Deambulaba
triste y solo por el pasillo, el recibidor, el comedor, la cocina, el baño, mi
habitación, la de mis padres, y la de mi hermana, ahora sin ella; solo su
armario blanco, su cama blanca, su mesita blanca y la foto de la comunión,
vestida de blanco, sobre ella… Pero ella no estaba. Ella no estaba y yo estaba
solo. Ya no era lo mismo vomitar la sal y el vinagre sin ella. Ya no era
chuli...
-Mami,
¿la Cris está loca?
-No,
sólo se dio un golpe en la cabeza.
-Nunca
se ha dado un golpe en la cabeza.
-Sí, se
lo dio y ahora tiene que curarse...
-Pero
nunca se ha dado un golpe en la cabeza.
-Que
sí. Anda, cállate ya.
-Yo
quiero que venga pronto a casa.
-Yo
también, pero ahora no puede.
-¿Porqué?
-Porque
está malita.
-¿Muy
malita?
-Sí.
-¿Mucho?
-Sí.
***
La llave me tiembla entre los
dedos. La meto en la cerradura y la vuelvo a sacar. Respiro hondo, introduzco
definitivamente la llave, la giro y abro la puerta de par en par. Detrás y a mi
derecha hay un pequeño lavadero y veo a mi madre de espaldas lavando mientras
canturrea alguna canción. De vez en cuando se seca el sudor de la frente con el
dorso de la mano para después seguir frotando y restregando la ropa sobre la
piedra. El agua sale del grifo en un
potente chorro helado hasta la pila ya llena y cientos de gotas salpican la
pared y el suelo, mientras mi madre se ahoga entre cantos y yo intento coger
sus manos enjabonadas, que se escurren de las mías hasta que ella desaparece
riéndose de mi llanto.
Atravieso el recibidor no sin
antes sentir un escalofrío al mirar el cuadro ovalado: las rosas que había
pintadas en él ya no están; sólo hay un fondo negro y siniestro. Entro en el
comedor y veo a mi padre sentado en el sofá de cojines dorados. La mano abarca
su frente. Está inmóvil por el gran dolor que siente. Un dolor infinito que le
hace llorar sin moverse. Yo soy el culpable. La mesa está bocabajo, al bufete le
faltan los tiradores de los cajones, y sobre él, el paisaje del cuadro se
derrite; las cortinas de rayas marrones ondulan ligeramente, y en el televisor
se ven las rosas que no estaban en el cuadro ovalado del recibidor. La mano que
está sobre la frente de mi padre se hace cada vez más grande, hasta que se
engulle así mismo y yo doy un grito.
Corro hacia el pasillo, que es
extrañamente largo y oscuro. Entro en la primera habitación, a la derecha,
frente a la cocina, y mi hermano (también tengo un hermano) está girando sobre
un pie, gritando que él no está loco. Gira y gira hasta convertirse en una masa
informe y viscosa. Chico, me dice, estoy a punto de que me comas. Cierro los
ojos y empiezo a correr por toda la casa: hacia la habitación de mis padres, el
cuarto de baño, mi habitación..., solo me queda entrar en la cocina... Pero ella no está allí. Mi hermana no ha
vuelto todavía del colegio de monjas. Todavía no está bien. Veo un platito con
sal y un vaso con vinagre...
Despierto.
-No lo hagas –oigo a mis espaldas.
-¿Por qué? –pregunto sin darme la
vuelta.
-Ego te absolvo.
-¿Quién eres?
-Soy Dios.
-¿Dios?
-Sí.
-Mi familia es comunista.
-Os perdono.
-Si eres Dios, haz que vuelva mi
hermana.
***
Tumbado sobre el sofá de cojines
dorados, levanto mis manos y las observo. Muevo un dedo y después otro. Mi
madre lava los platos en la cocina mientras canta algo triste. Hay mucha luz.
El techo del comedor parece más blanco todavía. Mi padre (también tenía padre) está
fuera, supongo que trabajando. Mi hermano está en su habitación, encerrado...
Llaman a la puerta. Es mi hermana que vuelve. No nos abrazamos. No nos decimos
nada. Pasa la tarde y no nos dirigimos la palabra, sólo nos miramos de reojo.
Llega la noche y nos vamos a dormir...
-Chico... Chico...
-Cristina...
-Shhhhh, no hagas ruido.
-¿Qué pasa?
-Despierta.
-Ya, ¿qué quieres?
-Nunca me he dado un golpe en la
cabeza.
-Ya lo sé.
-Y yo no estoy loca.
-Ya lo sé.
-Y te quiero mucho.
-Yo también.
Me levanto de la cama y cojo la
mano de mi hermana. Por el pasillo, totalmente oscuro, nos dirigimos
silenciosamente a la cocina. Bajo la luz de la bombilla de la nevera abierta,
tomamos tres cucharadas de sal y un trago de vinagre. Nos miramos a los ojos y
vomitamos.
-¡Qué chuli!
-¡Sí!
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